El virus interminable

Miguel Sebastián

Fragmento

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¿Un economista «epidemiólogo»?

Desde que comencé a salir en los medios —fundamentalmente en La Sexta, cadena de la que ya era colaborador como economista antes de la pandemia— siempre me ha rondado esta pregunta: «¿Qué hace un economista como tú hablando de una epidemia?». Muchas veces la duda se ha planteado de forma amable, para saciar una curiosidad de la que yo mismo me he sentido partícipe, pues a menudo me he hecho a mí mismo esa pregunta. Pero, en buena parte de los casos, el cuestionamiento se ha formu­lado de modo hiriente, despreciativo, sobre todo en las redes sociales, por parte de quienes no compartían mi forma de analizar la pandemia o los pronósticos que hacía sobre su evolución. Y, sobre todo, cuando mis opiniones, muchas veces explícitas, perjudicaban algún interés personal, empresarial o corporativo.

La respuesta a la pregunta es múltiple. Por un lado, una epidemia es, sin duda, un fenómeno sanitario, faceta sobre la que deben opinar esencialmente los sanitarios, virólogos, inmunólogos y otros científicos del área de la salud: origen del virus, periodo de incubación, contagiosidad, posibles tratamientos, gravedad de los pacientes… Pero una epidemia, y no digamos una pandemia, también es un fenómeno estadístico, susceptible de ser analizado por científicos que usen el análisis cuantitativo para sus investigaciones: estadísticos, matemáticos, físicos y, por supuesto, economistas del área cuantitativa, como es mi caso, como profesor del Departamento de Análisis Económico y Economía Cuantitativa de la Universidad Complutense de Madrid. Por ejemplo, la mortalidad de la pandemia es un tema estadístico, no sanitario. Por muchos pacientes que haya atendido un médico y que, desgraciadamente, hayan fallecido, les corresponderá a los estadísticos calcular cuál es la tasa de muertes producidas por la epidemia.

Pero, además de un fenómeno sanitario y estadístico —y este aspecto ha sido fundamental—, una epidemia es también un fenómeno económico, sobre todo si es de la magnitud, extensión y duración de la que estamos sufriendo en todo el planeta. De hecho, las primeras veces que salí hablando de la epidemia en el programa Al rojo vivo fue para mostrar mi preocupación por el impacto que podía tener en la economía global, principalmente a raíz del confinamiento total que ya se estaba viviendo en China y otros países asiáticos.

En cualquier caso, muchos compañeros económetras y economistas han hecho un seguimiento cuantitativo de la epidemia y nadie se lo ha reprochado. Y es lógico. En el balance que se haga una vez que concluya la pandemia, tendrán que participar analistas de muchas disciplinas científicas y sociales. ¿Acaso sólo opinan los economistas sobre el paro? ¿O los licenciados en Bellas Artes sobre una exposición de pintura? ¿O los ingenieros de caminos sobre el trazado o el estado de las carreteras de alta capacidad?

Quizá lo que ha llamado un poco más la atención en mi caso haya sido la rapidez con la que aparecí en los medios hablando sobre el tema y, además, con una opinión clara y contundente desde el primer momento. Y ha sido así porque mi posición no se deriva sólo de lo que ha ocurrido en esta epidemia, sino que viene de lejos. De hecho, es aplicable a cualquier otra epidemia de características parecidas y ha sido objeto de una reflexión personal desde hace años. Lo cierto es que ese posicionamiento irritó a muchos que pretendían minimizar los riesgos asociados a un fenómeno que, desde el principio, querían ver como un acontecimiento lejano, que no nos iba a afectar.

Siempre me han interesado las epidemias y he seguido muchas de ellas, que en su mayoría terminaron sin grandes consecuencias. Sin embargo, ha habido otras que han tenido impacto, bien en los mercados financieros, bien en los medios de comunicación. Pero en su inicio no podemos saber si estamos en el primer caso o en el segundo. ¿Y de dónde me viene este interés? Probablemente esta fascinación por las pandemias tenga un origen personal. Mi abuelo paterno murió a causa de la gripe de 1918, la mal llamada «gripe española», cuando mi padre apenas tenía seis años. Mi padre era el cuarto hijo de una familia numerosa de siete hermanos, y yo soy el octavo de una familia aún más numerosa, de once hermanos. Me llevaba cuarenta y seis años con mi padre y con mi abuelo paterno, ochenta y siete. Nunca conocí a mis abuelos. Siendo niño pregunté a mi padre por qué no teníamos abuelos y me contestó: «No te quejes, yo no tuve padre. El mío murió, cuando yo era muy pequeño, en la Gripe del 18, que mató a más gente incluso que la Guerra Civil». La verdad es que me impactó esa frase, de hecho, me costó creerla y no pude contrastarla hasta que estuve en la universidad (el lector tiene que recordar que en aquellos tiempos no existía internet y toda la información estaba en los libros, y a veces los ejemplares eran difíciles de localizar). Como dicha frase caló en mi subconsciente, quiero que el primer gráfico de este libro sea precisamente sobre esa evidencia histórica que aprendí, de casualidad, en la infancia.

Figura 1. Fallecimientos en España a lo largo del si­glo XX.

Fuente: INE.

Me llama la atención que haya tal desconocimiento popular sobre un episodio histórico de esa magnitud, ausencia de referencias bibliográficas y películas u obras teatrales que lo aborden, ni en España ni en ningún otro país. Si bien es verdad que los estragos de esta pandemia se mezclaron con los del final de la Primera Guerra Mundial, fue un fenómeno global y no sólo español, pese a que aquí tuviera una gran incidencia. Al ser España un país neutral en la contienda, se contabilizaron todos los casos y fallecidos por la gripe, sin la posibilidad de que se confundieran con las víctimas de la Gran Guerra, como ocurrió en muchos países europeos. De ahí su injusto nombre de «gripe española».

En los años ochenta sufrimos otra pandemia mundial, el sida. En 1985 a mi madre le hicieron una transfusión sanguínea, dentro de una intervención quirúrgica menor: unas hemorragias causadas por unas úlceras estomacales no malignas. Pero, debido a un error médico imperdonable, el plasma de la transfusión no pasó los controles requeridos ya en aquella época y mi madre se contagió del VIH. Tras la operación estomacal se recuperó del todo, pero ya tenía el virus en la sangre, aunque éste no dio la cara hasta casi dos años después, en 1987. Tardaron meses, tras pruebas y más pruebas, en descubrir qué era lo que estaba consumiendo a una mujer sana, robusta y relativamente joven, de apenas sesenta y ocho años, que había tenido once hijos y catorce embarazos. Y que apenas había ido al médico hasta que cumplió los sesenta y cinco años. Al final, mi madre murió en junio de 1987, en una época en la que el miedo y el desconocimiento asociados al sida eran totales. También el estigma. Los últimos meses de su vida los pasó en casa, acompañada de su marido y de sus hijos. Sabia decisión de mi padre, que se negó a que la hospitalizaran y fuera tratada como una apestada. Ella y, de paso, todos nosotros. Yo tenía veintinueve años y dos de mis hermanos eran incluso más jóvenes, pero todos vivíamos fuera del hogar paterno. Aún recuerdo que nos obligaban a seguir un protocolo que incluía

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