Abraza a la niña que fuiste

Marta Segrelles

Fragmento

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NOTA SOBRE

LA GRAMÁTICA Y LOS

SUCESOS DESCRITOS

EN EL LIBRO

Es importante que sepas que durante la redacción de este libro he tenido en cuenta, siempre que ha sido posible, el uso del lenguaje inclusivo. Además, en el texto empleo el femenino tanto para las interpelaciones al lector como para la voz narrativa, puesto que la mayor parte de las personas que atiendo y muestran interés por el contenido que creo son mujeres. Al tratarse de una narrativa de experiencias profesionales y personales, me ha resultado mucho más sencillo hablar de mi niña interior, aunque este libro va dedicado a cualquier persona que desee leerlo, independientemente de su identidad y expresión de género.

Las situaciones y casos que relato están basados en hechos reales, aunque a quienes implican aparecen con nombres ficticios y ligeramente modificados para preservar su intimidad. De antemano, lamento si no describen tu experiencia o si sientes que no te representan. Espero que sepas que tu vivencia es válida, aunque yo no hable de ella explícitamente.

En ocasiones describo el modelo tradicional de familia, y me refiero a un padre y a una madre, pues son las historias de las personas que he atendido en terapia, aunque, por supuesto, también tengo presentes otros modelos familiares desde una perspectiva inclusiva (familias monoparentales, homoparentales, de acogida, de adopción, reconstituidas...).

Es probable que, a medida que avances en la lectura, sientas que se te remueven ciertas heridas del pasado o que aparezcan en ti algunas sensaciones incómodas. Aunque el libro está pensado para hacer un recorrido de forma progresiva y cuidada, si en algún momento sientes que es demasiado para ti, te recomiendo que te des el espacio para parar y pedir ayuda si fuera necesario. Todo estará bien. Este libro ya es tuyo y puedes retomarlo cuando quieras.

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INTRODUCCIÓN

LA HORA DE RECONECTAR

En ciertas ocasiones el malestar empieza a aflorar cuando menos lo esperamos. Empezamos a sentirnos desanimadas, perdidas o inquietas sin motivo aparente, justo cuando las cosas empezaban a ir bien o cuando llega la calma tras una experiencia adversa. En definitiva, en ocasiones sentimos malestar, pero no vemos ninguna situación en nuestro día a día con la que relacionarlo.

¿Alguna vez te has puesto enferma justo cuando arrancan el fin de semana o tus vacaciones, mientras que, de lunes a viernes, te has sentido llena de energía? Es como si tu cuerpo esperase al fin de semana, que tienes descanso y que bajan los niveles de estrés, para dejarse conquistar por la enfermedad, asegurándose de que vas a tener fuerzas para combatirla.

Pues con las experiencias adversas de la infancia ocurre algo similar. Parece como si esperaras a sentirte segura para hablar de todo aquello que te dolió, como si el cuerpo supiera cuándo vas a ser capaz de hacer frente a la incomodidad. Aunque hace tiempo que se dieron esas situaciones, sus efectos aparecen más tarde, probablemente cuando estás preparada para atenderlos.

Si has llegado hasta este libro, supongo que tras leer estas palabras ya sabrás a qué me refiero. Algo así me ocurrió a mí. Con veintiún años sentía que todo iba bien en mi vida. Vivía con mis padres y la relación con ellos era buena; tenía amigos con los que salir, todavía no tenía demasiadas responsabilidades y contaba con mucho tiempo para el ocio y el disfrute. Aun así, sentía que me faltaba algo, notaba una especie de vacío interior.

Por aquel entonces trabajaba como psicóloga con población infantojuvenil, de cero a dieciocho años, y yo misma me percibía como una niña al lidiar con las emociones de los menores que llegaban a terapia. No me veía preparada para contener la intensidad de su malestar, sobre todo porque, durante mucho tiempo, yo había ignorado el mío.

Aunque tenía una ocupación como adulta, por dentro me sentía pequeña, vulnerable, abrumada y, a medida que iban pasando los días y no atendía la raíz de mi malestar, empezó la ansiedad… A mi alrededor había hecho todo «lo que tocaba hacer» o todo lo que creía que se esperaba de mí en los diferentes ámbitos de mi vida, así que no entendía mi malestar, no parecía que la sensación tuviese relación con lo que me ocurría en el presente.

Un día el malestar fue tal que noté que me faltaba el aire y se lo comenté a una de las directoras del centro en el que trabajaba. Cuando decidí compartir mis sensaciones y decirle que me parecía que no lo estaba haciendo bien, que había días que me costaba ir a trabajar y que pensaba que por eso les estaba fallando, ella me respondió que para nada. De hecho, teníamos percepciones distintas. Me felicitó por el buen trabajo que estaba haciendo. Entonces soltó la gran pregunta que lo cambiaría todo para mí: «Marta, ¿te has planteado ir a terapia?».

A partir de ese momento empecé a indagar en mi interior, pero no con la intención de reparar mi infancia, al contrario: solo quería eliminar el malestar cuanto antes, quitármelo de encima, y rápido, removiendo todo eso lo menos posible. Y aunque encontré enfoques que me permitieron conseguir lo que me proponía, que intervienen desde un modelo biomédico, centrado únicamente en factores biológicos, sin atender a factores psicológicos y sociales, en mi caso solo fueron una solución temporal.

Con el tiempo necesitaba volver a terapia, inundada por la sensación de no haber encontrado las respuestas que buscaba. Constantemente me decía: «Tiene que haber algo más». Debía de haber algo en mi pasado, oculto entre mis recuerdos, que explicara por qué me sentía así. En mis pensamientos aparecían las mismas preguntas que las personas que hoy empiezan terapia conmigo suelen hacerse: ¿Lograré controlar las situaciones que me voy encontrando o siempre tendré ansiedad? ¿Las cosas que me duelen hoy me dejarán de doler algún día? ¿Esta sensación de vacío mejorará o seguiré sintiendo siempre que falta algo?

Y así, entre un proceso y otro, me topé con el concepto de la «niña interior». Primero aprendí la teoría y luego la integré. Para dejar de sentir dolor, como yo quería, primero tuve que empezar a asumirlo. No hubo caminos cortos, atajos ni trucos fáciles, sino un proceso en el que confiar. La experiencia de ver cada vez con mayor claridad las respuestas a las preguntas que me había estado haciendo durante tanto tiempo fue reveladora, muy dolorosa, y, a la vez, sumamente reparadora.

Antes de comenzar la terapia y trabajar con mi niña interior estaba enfadada y triste conmigo misma. No me sentía una «buena adulta», lo que para mí implicaba hacerlo todo bien, no tener dudas en el camino,

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