Por vez primera en años, el sol se abrió paso entre la oscuridad. Todavía quedaba un tufillo de humo procedente de las nubes grises, que cubrían de sombra el suelo. Abajo, la tierra estaba asolada. Todo era mugre y barro, un desierto del todo desprovisto de cualquier verdor o color. Del viento pendía silencio, solo interrumpido por la agitación de un río, cuya corriente estaba obstruida por palos y piedras y restos en descomposición.
Sobre la orilla del río descansaba el esqueleto de una bestia. Su carne y sus tendones hacía tiempo que habían desaparecido, y sus huesos eran de un enmohecido color beis. Sus mandíbulas estaban abiertas en un grito y sus dientes rotos yacían desparramados alrededor de su cara. Cada uno de ellos tenía el tamaño de una banana, con los bordes afilados como un cuchillo: eran las armas mortales que este monstruo había usado para desmembrar y triturar los huesos de sus presas.
Antaño había sido un Tyrannosaurus rex, el lagarto tirano, el Rey de los Dinosaurios, el opresor de todo un continente. Ahora, toda su especie había desaparecido. Y parecía que apenas nada quedaba vivo.
Entonces, de algún lugar del interior del gigante, un sonido tenue. Un parloteo de chasquidos, un aleteo de pisadas. Una diminuta nariz surgió de entre dos costillas del T. rex, vacilante, como si temiera ir más allá. Sus bigotes temblaban, a la espera del peligro, pero no encontró ninguno.
Ya tocaba salir del escondite. Saltó hacia la luz, y se afanó sobre los huesos.
Revestido de pelaje, con ojos saltones, un hocico lleno de dientes con el aspecto de picos montañosos y una cola como un látigo, este bicho no podía ser más diferente que un T. rex.
Hizo una breve pausa para rascarse el pelo del cuello, giró sus orejas al aire y salió correteando a cuatro patas. Con las manos y los pies plantados firmemente bajo el cuerpo, se movía deprisa, con un propósito. Remontó una costilla, recorrió el espinazo y penetró en el cráneo del dinosaurio.
Allí, en la cabeza, donde los ojos de este T. rex antaño fulminaron los rebaños de Triceratops, la bola peluda se detuvo. Miró hacia atrás, en dirección al costillar, y soltó un chillido agudo. De las entrañas de la bestia salió una docena de bolitas peludas. Se dirigieron rápidamente hacia su madre y se agarraron a su vientre, desayunando su leche a lengüetadas al tiempo que experimentaban sus primeros minutos al descubierto.
Mientras amamantaba a sus crías, la madre se quedó mirando hacia el sol. Ahora el mundo les pertenecía a ella y a su familia. La Era de los Dinosaurios había terminado, finalizada por la abrasadora destrucción causada por un asteroide y un invierno nuclear prolongado, oscuro y global. Ahora la Tierra estaba sanando. La Era de los Mamíferos había comenzado.
Unos 66 millones de años después, otro mamífero se encontraba en el mismo lugar, blandiendo una piqueta. Sarah Shelley era mi primera estudiante de doctorado en mi nuevo trabajo como paleontólogo en la Universidad de Edimburgo, en Escocia. Nos hallábamos en Nuevo México, en una cacería de fósiles, en busca de huesos, dientes y esqueletos que nos ayudaran a entender cómo resistieron los mamíferos al asteroide, cómo pudieron sobrevivir a los dinosaurios y cómo llegaron a apropiarse del mundo, convirtiéndose en los animales peludos que en la actualidad conocemos, amamos y a veces tememos.
Los mamíferos son los animales más carismáticos y queridos del planeta, con el debido respeto a los reptiles, las aves y las más de ocho millones de especies animales que no son mamíferos. Quizá esto se deba simplemente a que muchos de ellos son bonitos y suaves, pero pienso que, en parte, también es porque, a un nivel más profundo, podemos identificarnos con ellos y reflejarnos en ellos. Guepardos y gacelas trabados en persecución en la pantalla del televisor, mientras la voz melodiosa de David Attenborough narra el drama. La madre nutria jugando con sus cachorrillos en la portada de una revista de naturaleza. Elefantes e hipopótamos, por quienes los niños ruegan a sus padres visitar el zoo. Pandas y rinocerontes en peligro, que logran tocar nuestra fibra sensible entre tantas fastidiosas peticiones de donativos. Zorros y ardillas que toleran nuestras ciudades. Ciervos que penetran en nuestras zonas residenciales. Ballenas, con un cuerpo más largo que un campo de béisbol, que surgen del abismo para rociar géiseres de varios pisos de alto desde sus espiráculos. Vampiros, murciélagos que literalmente beben sangre. Leones y tigres que nos erizan el pelo sin parar. Nuestras adorables mascotas, de la variedad felina o canina, o a veces más exótica. Para muchos de nosotros, nuestro alimento (hamburguesas de carne de vaca, salchichas de cerdo, chuletas de cordero). Y, desde luego, nosotros. Somos mamíferos, de la misma manera que lo son un oso o un ratón.
Mientras un puercoespín se protegía del sol de la tarde de Nuevo México en el hueco de un álamo y una colonia de perrillos de las praderas trinaba en la distancia, Sarah blandía su piqueta. Cada golpe en la roca liberaba una neblina de polvo fétido, que olía a azufre. Cada vez Sarah esperaba que el polvo se aclarara para ver si algo interesante se había soltado de la tierra. Durante al menos una hora, los golpes solo aportaron más roca. Hasta que, con un porrazo, apareció algo con una forma, una textura y un color diferentes. Sarah se inclinó para echar un vistazo. Y entonces gritó con fuerza un ¡hurra! de victoria y una palabrota tan feliz que no puedo repetirla aquí.
Había encontrado un fósil: su primer gran descubrimiento como estudiante.
Me acerqué rápidamente para ver su recompensa. Sarah me alcanzó un conjunto de mandíbulas, fusionadas en la punta. Los dientes estaban revestidos de yeso, y, mientras brillaban bajo el sol del desierto, pude ver que había caninos afilados cerca de la parte frontal y molares grandes y trituradores en la posterior. ¡Mamífero! Y no un mamífero cualquiera, sino uno de la misma especie que destronó a los dinosaurios.
Sarah Shelley y el autor en Nuevo México, recolectando dientes de mamíferos que vivieron poco después de que se extinguieran los dinosaurios. (Foto de Tom Williamson).
Chocamos los cinco varias veces, y volvimos al trabajo.
Las mandíbulas de Sarah pertenecían a una especie grande, del tamaño aproximado de un poni de las Shetland, llamada Pantolambda. Vivió solo un par de millones de años después de la extinción de los dinosaurios, generaciones después de que la pequeña madre atisbara desde la caja torácica de T. rex, en el relato ficticio, pero verosímil, de hace unas pocas páginas. Pantolambda ya era considerablemente mayor que cualquier mamífero que hubiera visto un T. rex o un Brontosaurus. Algunos de estos tímidos animales (ninguno de ellos mayor que un tejón) resistieron el impacto del asteroide debido a su tamaño pequeño y a su adaptabilidad. Y de repente se vieron en un mundo libre de dinosaurios. Crecieron en tamaño, migraron y se diversificaron, y pronto empezaron a formar ecosistemas complejos, sustituyendo a los dinosaurios… que habían reinado en la Tierra durante más de 100 millones de años.
Este Pantolambda en concreto vivió en una jungla, a orillas de un cenagal (de ahí el desagradable olor de las rocas que lo sepultaron). Era el mayor herbívoro de este entorno. Mientras vadeaba por las frías aguas, después de un almuerzo de hojas y semillas, habría visto u oído una multitud de otros mamíferos. En lo alto, acróbatas del tamaño de gatitos se desplazaban por las ramas de los árboles con sus manos prensoras. En el borde del cenagal, chuchos con cara de gárgolas excavaban en el fango, buscando raíces y tubérculos nutritivos con sus garras. En las partes más desiguales del bosque, bailarinas más delicadas corrían por los prados sobre sus dedos con pezuñas. Mientras tanto, camuflado en la maleza subtropical más espesa de esta jungla de la época del Paleoceno, acechaba el terror: los depredadores culminales, con aspecto de perros bajos y fornidos, y dientes diseñados para cortar carne.
La muerte de los dinosaurios permitió que los mamíferos (en el antiguo Nuevo México y por todo el mundo) experimentaran un auge. Sin embargo, sus raíces son mucho más profundas. Realmente, su origen (o, mejor dicho, nuestro origen) data más o menos de la misma época que los dinosaurios, hace unos 200 millones de años, cuando toda la tierra estaba unida en un único supercontinente con enormes desiertos abrasadores. Esos primeros mamíferos portaban una herencia todavía más profunda, que se remonta a unos 325 millones de años, hasta un reino de pantanos de carbón, cuando el linaje ancestral de los mamíferos se escindió del linaje de los reptiles en el gran árbol genealógico de la vida. En el curso de estos inmensos tramos de tiempo geológico, los mamíferos desarrollaron sus características distintivas: pelo, agudos sentidos de olfato y oído, cerebro grande e inteligencia elevada, crecimiento rápido y metabolismo de sangre caliente, una alineación distintiva de dientes (caninos, incisivos, premolares y molares) y glándulas mamarias que las madres emplean para alimentar con leche a sus crías.
Los actuales mamíferos proceden de esta rica y prolongada historia evolutiva. Ahora mismo hay más de 6.000 especies de mamíferos que comparten nuestro mundo; son nuestros primos más allegados entre los millones de especies que han existido. Todos los mamíferos modernos pertenecen a uno de estos tres grupos: los monotremas, ponedores de huevos, como el ornitorrinco; los marsupiales, como canguros y koalas, que crían a sus minúsculos bebés en bolsas, y los placentarios, como nosotros, que paren crías bien desarrolladas. Pero estos tres tipos de mamíferos son simplemente los pocos supervivientes de un árbol genealógico otrora floreciente, que ha sufrido la poda del tiempo y de las extinciones en masa.
En distintos momentos del pasado hubo legiones de carnívoros de dientes de sable (no solo los famosos tigres, sino también marsupiales que convirtieron sus caninos en lanzas), lobos gigantes, elefantes lanudos gigantes y ciervos de cornamenta colosal. Hubo rinocerontes extragrandes que carecían de cuernos pero que poseían un cuello largo para alcanzar las hojas situadas en lo alto de las copas de los árboles y poder sustentar su barriga de casi veinte toneladas; mamíferos que imitaban a Brontosaurus y que establecieron el récord de las mayores bestias con pelo que hayan pisado la tierra. Muchos de estos mamíferos fósiles nos resultan familiares: son iconos de la prehistoria, estrellas de filmes animados y exposiciones en cualquier museo de historia natural respetable.
Pero más fascinantes incluso son algunos de los mamíferos extintos que nunca han figurado en el estrellato de la cultura popular. Hubo antaño mamíferos diminutos que planeaban sobre la cabeza de los dinosaurios, otros que comían crías de dinosaurios para desayunar, armadillos del tamaño de automóviles Volkswagen, perezosos tan altos que hubieran podido encestar un balón de baloncesto y «bestias del trueno» con cuernos como arietes de un metro de largo. Había bichos raros llamados calicoterios que tenían el aspecto de un infame híbrido de caballo y gorila, que caminaban sobre los nudillos y arrancaban ramas de los árboles con sus garras extendidas. Antes de que se anexionara a Norteamérica, Sudamérica fue un continente insular durante decenas de millones de años y albergó toda una familia de extravagantes especies con pezuñas, cuya mezcla frankensteiniana de rasgos anatómicos desconcertó a Charles Darwin, y cuyas verdaderas relaciones con otros mamíferos acaban de revelarse gracias al sorprendente descubrimiento de ADN antiguo. Antaño, los elefantes tenían el tamaño de diminutos caniches; camellos, caballos y rinocerontes galopaban por una Sabana Americana, y sí, las ballenas tenían patas y podían caminar.
Es evidente que la historia de los mamíferos es muchísimo más amplia que la de los mamíferos que hay en la actualidad, y excede con creces nuestros propios orígenes humanos y las migraciones que hemos experimentado durante los últimos millones de años. Todos estos fantásticos mamíferos que acabo de mencionar los encontrará el lector en estas páginas.
Inicié mi carrera científica estudiando dinosaurios. Habiendo crecido en el Medio Oeste de Estados Unidos, no pudo ser sino T. rex el que más me fascinó, y fui a la universidad, presenté mi tesis doctoral y me forjé un nicho como especialista en dinosaurios. Hace unos años relaté la historia de la evolución de los dinosaurios, desde sus humildes orígenes hasta su extinción apocalíptica, en mi libro Auge y caída de los dinosaurios. Siempre amaré los dinosaurios y continuaré estudiándolos. Pero desde que me trasladé a Edimburgo y me convertí en profesor universitario, empecé a derivar. Quizá sea algo lógico: tras haber estudiado la extinción de los dinosaurios, me he obsesionado con lo que ocurrió después. Me he obsesionado con los mamíferos.
A veces la gente me pregunta por qué. En todas partes los niños sueñan con crecer y excavar en busca de dinosaurios, de modo que ¿por qué hacer otra cosa? ¿Y por qué los mamíferos? Mi réplica es simple: los dinosaurios son impresionantes, pero no son nosotros. La historia de los mamíferos es nuestra historia, y al estudiar a nuestros antepasados podemos entender nuestra naturaleza más profunda. Por qué tenemos el aspecto que tenemos, crecemos como lo hacemos, criamos a nuestros hijos de un modo y no de otro; por qué tenemos dolor de espalda y necesitamos un costoso dentista si se nos rompe un diente, y por qué podemos contemplar el mundo que nos rodea e influir sobre él.
Y si esto no basta, considérese lo siguiente. Algunos dinosaurios eran enormes, tan grandes como aviones Boeing 737. Los mamíferos de mayor tamaño (las ballenas azules y sus afines) son incluso mayores. Imagínese un mundo en el que los mamíferos se hubieran extinguido y solo nos hubiesen llegado sus huesos fósiles. Sin duda serían tan famosos, tan emblemáticos, como los dinosaurios.
Estamos descubriendo nuevos elementos de la historia de los mamíferos a una velocidad asombrosa. Se están encontrando más fósiles que nunca antes, y podemos estudiarlos con toda una serie de tecnologías (escáneres TAC, microscopios de gran potencia, programas informáticos de animación) para revelar cómo eran en cuanto que animales que vivían, respiraban, se desplazaban, se alimentaban, se reproducían y evolucionaban. Incluso podemos obtener ADN de algunos fósiles (como aquellos extraños mamíferos sudamericanos que obsesionaron a Darwin) que, como un test de paternidad, nos permite saber de qué manera están emparentados con las especies modernas. El campo de la paleontología de los mamíferos lo fundaron hombres victorianos, pero ahora es cada vez más diverso e internacional. He tenido el privilegio de que mis tutores me acogieran (a mí, otro sencillo «chico de los dinosaurios») en su área de investigación, y en la actualidad siento una gran satisfacción al guiar a los miembros de la nueva generación, como Sarah Shelley (cuyas ilustraciones adornan estas páginas) y otros muchos estudiantes excelentes que continuarán escribiendo la historia de los mamíferos con sus descubrimientos.
En este libro relato la evolución de estas criaturas tal como la conocemos en la actualidad. Aproximadamente la primera mitad abarca las primeras fases del linaje de los mamíferos, desde que se escindieron de los reptiles hasta la extinción de los dinosaurios. Fue en esta época que adquirieron casi todas sus características (pelo, glándulas mamarias, etc.) y se transformaron, poco a poco, de un antepasado parecido a un lagarto en algo que reconoceríamos como un mamífero. En la segunda mitad del libro detallo lo que ocurrió tras la desaparición de los dinosaurios: cómo los mamíferos aprovecharon la oportunidad para imponerse, se adaptaron a climas que cambiaban constantemente, se desplazaron por continentes a la deriva y desarrollaron la increíble riqueza que exhiben las especies actuales: corredores, excavadores, voladores, nadadores y lectores de libros sesudos. A lo largo de estas páginas, también quiero transmitir cómo ha sido posible ensamblar este relato gracias a las pistas fósiles, y ofrecer al lector una idea de lo que es ser paleontólogo. Para ello, presentaré a mis tutores, a mis estudiantes y a las personas que me han inspirado y cuyos descubrimientos han proporcionado las pruebas que me permiten escribir esta historia.
Este libro no se centra de manera obsesiva en los humanos; ya hay muchos otros que lo hacen. Ciertamente, comentaré los orígenes de estos: cómo fue que surgimos de antepasados primates, nos levantamos sobre dos patas, aumentamos el tamaño de nuestro cerebro y colonizamos el mundo… después de convivir con otras muchas especies humanas. Pero lo haré en un solo capítulo, y dedicaré a los humanos aproximadamente la misma atención que a los caballos, las ballenas y los elefantes. Después de todo, no somos más que uno de los muchos logros sorprendentes de la evolución de los mamíferos.
Con todo, nuestra historia debe ser contada, porque, aunque tan solo somos una especie y hemos estado aquí durante una fracción de la historia de los mamíferos, nuestro impacto sobre el planeta es muy superior al que haya tenido antes cualquier otro animal de nuestra clase. Nuestro fenomenal éxito a la hora de construir ciudades, de cultivar plantas y de conectar el globo con autopistas y rutas aéreas tiene un efecto adverso sobre nuestros parientes más cercanos. Más de 350 especies de mamíferos se han extinguido desde que Homo sapiens salió de los bosques y se expandió por el mundo, y en la actualidad son muchas las que corren un riesgo elevado de extinción (piense el lector en los tigres, pandas, rinocerontes negros y ballenas azules). Si las cosas continúan al ritmo actual, la mitad de los mamíferos pueden correr la misma suerte que los mamuts lanudos y los tigres de dientes de sable: muertos y desaparecidos, solo fósiles fantasmagóricos para recordarnos su majestad.
Los mamíferos se hallan en una encrucijada, en el punto más precario de su (nuestra) historia desde que contemplaron (contemplamos) el asteroide que exterminó a los dinosaurios. ¡Y qué historia! Durante su larga carrera evolutiva ha habido épocas en las que se escondieron en las sombras y épocas en las que fueron dominantes. Periodos en los que medraron y otros en los que retrocedieron ante las extinciones en masa, que casi los eliminan por completo. Eras en las que fueron refrenados por los dinosaurios y otras en las que tuvieron el control; épocas en las que no superaban el tamaño de un ratón y épocas durante las que fueron los seres más grandes en habitar la Tierra; épocas en las que soportaron máximos de calor y épocas, durante la Edad del Hielo, en las que se enfrentaron a glaciares de más de un kilómetro de espesor. Épocas en las que ocuparon los niveles más bajos de la cadena alimentaria y épocas en las que algunos de ellos (nosotros) se volvieron conscientes y modelaron la Tierra, en lo bueno y en lo malo.
Toda esta historia estableció los cimientos del mundo actual, para nosotros y para nuestro futuro.
STEVE BRUSATTE
Edimburgo, Escocia
18 de enero de 2022
En algún momento hace unos 325 millones de años, con una variación de pocos millones de años, un grupo de animales escamosos se aferraba a una maraña flotante de helechos y troncos rotos. Por lo general eran animales solitarios que preferían camuflarse en el denso follaje de la jungla y solo salir ocasionalmente para capturar algún insecto antes de volver al anonimato. Pero aquellos tiempos desesperados los habían obligado a juntarse. Su mundo cambiaba con rapidez. Su paraíso pantanoso, situado en la frontera entre el agua y la tierra, estaba siendo invadido por el mar.
Los pequeños bichos (el mayor apenas tenía treinta centímetros de longitud) miraban nerviosos a su alrededor. Parecían gecos o iguanas, por la manera en que sus brazos y piernas surgían de los costados y su cola se arrastraba, larga y delgada. Algunos de los más pequeños paseaban por la vegetación descompuesta, agarrándose con los delgados dedos de sus manos y pies. Los más grandes solo contemplaban el vasto mar, y su lengua aleteaba mientras las olas los mecían y el agua lamía sus patas.
Unas cuantas semanas antes, todo parecía normal. Desde sus secretas guaridas, habrían mirado un bosque rezumante de humedad, rodeados de todos los tonos imaginables de verde. Los helechos sofocaban el suelo del bosque y sus esporas danzaban en el aire pegajoso con las agradables ráfagas de viento. Arbustos más grandes y portadores de semillas, entre ellos algún antepasado distante de los árboles perennes actuales, formaban el nivel medio del bosque. Siempre que llovía (que era la mayor parte del tiempo), sus semillas caían, tan grandes como canicas, y cubrían el suelo con una peligrosa y traicionera capa de rodamientos.
Con sus ojos minúsculos, los bichos escamosos no podrían haber visto la parte superior del bosque, que parecía extenderse hasta los cielos. Dos tipos de árboles dominaban el dosel arbóreo; ambos crecían hasta unos treinta metros de altura. Uno de ellos se llamaba Calamites, y habría recordado a un raquítico árbol de Navidad, con un tronco recto semejante a un bambú del que surgían manojos de ramas con espirales de hojas en forma de acículas. El otro era Lepidodendron, cuyo tronco de dos metros de grosor lucía desnudo, apenas cubierto por una espesura de ramas y hojas que surgía de la cima: una melena de follaje sobre un tallo gigantesco. Estos árboles crecían muy deprisa. Pasaban de espora a plantón y al pináculo del dosel en solo diez o quince años, antes de morir, ser enterrados y transformarse en carbón, para luego ser sustituidos por otra generación.
Los bichos escamosos eran uno entre los cientos de especies animales que, al menos hasta ese momento, habían considerado el bosque cenagoso como su hogar. Estas criaturas iban de lo mundano a lo fantástico. Los insectos eran comunes, lo que los hacía una perfecta fuente de alimento. Arañas y escorpiones se arrastraban entre la hojarasca y trepaban por los troncos de los árboles. Anfibios primitivos se reunían a lo largo de los arroyos, que estaban repletos de peces y por los que patrullaban euriptéridos: bestias recubiertas de armadura parecidas a escorpiones gigantes, algunas del tamaño de humanos, que capturaban a sus presas con sus garras en forma de cascanueces. En aquellas épocas más apacibles, los riachuelos desembocaban en un río cuyo delta conducía a las tranquilas aguas de marea de una bahía de aguas salobres.
Ocasionalmente, un espeluznante culebreo interrumpía la quietud. Era Arthropleura, un milpiés monstruoso de más de dos metros de longitud que sorbía esporas y semillas. A veces, un sonido aún más terrorífico reverberaba en el pantano: los aleteos de Meganeura, una libélula del tamaño de una paloma con cuatro enormes alas translúcidas que zumbaban mientras buscaba insectos. Si tenía mucha hambre podía atacar incluso a uno de los bichos escamosos, otra razón por la que estos preferían permanecer escondidos.
Mientras el grupo de estos bichos se aferraba a su improvisada embarcación de hojas y ramitas, el temor de un ataque de Meganeura parecía pintoresco. Ahora el peligro era mucho mayor. Estaban rodeados de agua y las corrientes se intensificaban. Mucho más al sur, un enorme casquete de hielo se derretía, vertiendo agua en los océanos y causando que aumentara el nivel del mar. En todo el mundo, las líneas de costa se inundaban, ahogando los pantanos de manglares de Calamites y Lepidodendron y a sus habitantes animales. Pero los animalejos escamosos no tenían manera de saber esto. Todo lo que podían notar, cercados por remolinos espumosos de camarones y medusas muertos, era que su bosque ya no existía.
Y entonces, el destello de un relámpago. Mientras sobre sus cabezas reventaba un trueno, un viento de tempestad empujó una pared de agua contra la almadía, la hacía volcar y la rompía por la mitad. Algunos de los bichos escamosos fueron arrastrados por el aluvión, y sus cuerpos fatigados se unieron a los de las medusas y al de los camarones descompuestos. Sin embargo, la mayoría de ellos pudo volver a subir a uno de los dos restos de la almadía. Mientras la lluvia bombardeaba la bahía y rugían los vientos, las corrientes se dividieron: una se extendió hacia el este y la otra hacia el oeste. Las dos embarcaciones (y su escamoso cargamento) tomaron direcciones opuestas.
Unos días después, cuando la tormenta amainó, las almadías acabaron embarrancadas en costas diferentes. Tan pronto se aventuraron en su nuevo hogar, las dos bandas de bichos se enfrentaron a nuevos retos: hábitats, climas y depredadores diferentes. Al cabo de muchas generaciones, ambos grupos se adaptaron perfectamente a sus nuevos ambientes, a tal punto que cada uno de ellos se convirtió en una especie distinta. Ambas especies generaron a continuación otras, y así nacieron dos linajes principales. Uno de ellos desarrolló dos aberturas parecidas a ventanas detrás de la cuenca ocular, a fin de proporcionar espacio para los músculos de una mandíbula más grande y fuerte. El otro desarrolló una única y amplia abertura.
El primer grupo, con sus dos aberturas craneales, fue el de los diápsidos. Acabarían por evolucionar y conformar los lagartos, las serpientes, los cocodrilos, los dinosaurios, las aves y las tortugas (que cerrarían sus agujeros). El segundo grupo, con su única abertura en el cráneo, fue el de los sinápsidos. Se diversificaría en un conjunto deslumbrante de especies que incluiría (más de cien millones de años después) a los mamíferos.
Esto es un relato, y probablemente esta secuencia exacta de acontecimientos nunca tuvo lugar. Pero es cierto que alrededor de 325 millones de años atrás (durante un periodo de la historia de la Tierra denominado Pensilvaniense, conocido también como Carbonífero Tardío) hubo una estirpe ancestral de pequeños bichos escamosos que vivían en exuberantes bosques de pantano frecuentemente inundados por el aumento del nivel del mar. Dicha estirpe se dividió y condujo de un lado del árbol genealógico a los reptiles y del otro a los mamíferos.
¿Cómo lo sabemos? Los paleontólogos, científicos como yo que estudian la vida antigua, tienen dos líneas de pruebas clave. Son las pruebas que he reunido a lo largo de este libro para relatar la evolución de los mamíferos.
La primera de estas líneas son los fósiles, y las rocas que los encierran. Los fósiles son la prueba directa de la vida de las especies; son las pistas que los paleontólogos buscan en sus viajes por el mundo, a veces enfrentándose a calor, frío, humedad, lluvia, falta de dinero, mosquitos, zonas de guerra u otros obstáculos. Muchos de nosotros nos concebimos como detectives de tiempos remotos. Siguiendo esta analogía, los fósiles son el equivalente del pelo o las huellas dactilares que quedan en el escenario de un crimen. Nos dicen qué fue lo que vivió, dónde y cuándo, y en algunos casos pueden revelar dramas prehistóricos: depredadores que acuchillan presas, víctimas arrastradas por inundaciones, supervivientes de terribles extinciones. Los fósiles más comunes son los corporales: partes reales de organismos que vivieron hace mucho tiempo, como huesos, dientes, conchas u hojas. Otros son los rastros fósiles: registros del comportamiento de un organismo o algo que dejó atrás, como huellas de pies, madrigueras, huevos, señales de mordeduras o coprolitos (heces fosilizadas).
No encontramos los fósiles tirados en la calle o en el suelo de nuestros jardines, sino dentro de rocas tales como arenisca y lutita. Las diferentes rocas se formaron en ambientes distintos, y algunas de ellas pueden datarse utilizando técnicas químicas que cuentan la cantidad de isótopos radiactivos padres e hijos para calcular la edad, de acuerdo con tasas conocidas de desintegración radiactiva a partir de experimentos de laboratorio. Todo esto proporciona un contexto fundamental para conocer cuándo, y en qué hábitats, vivían los organismos fosilizados.
El segundo tipo de prueba se encuentra a nuestro alrededor, y no es necesaria ninguna habilidad (o suerte) especial para dar con ella. Es el ADN, que nosotros y todos los demás organismos tenemos dentro de nuestras células. El ADN es el plano o programa que hace de nosotros lo que somos, el código genético que controla el aspecto de nuestro cuerpo, nuestra fisiología y crecimiento, y cómo producimos futuras generaciones. El ADN es también un archivo; la historia evolutiva está escrita en los miles de millones de pares de bases que constituyen nuestro genoma. A medida que transcurre el tiempo y cambian las especies, también lo hace su ADN. Los genes mutan, se desplazan y son activados y desactivados. Fragmentos de ADN se duplican o son borrados. Se insertan nuevos pedacitos. En consecuencia, conforme dos especies se alejan de un antepasado común, su ADN se vuelve progresivamente diferente, ya que cada especie sigue su propio camino y se adapta a sus propias situaciones cambiantes. Así, podemos tomar las secuencias de ADN de las especies actuales, alinearlas y compararlas, y elaborar un árbol genealógico agrupando las que tienen el ADN más parecido. Otro truco genial es tomar dos especies cualesquiera, contar el número de diferencias en su ADN y, partiendo de la tasa de cambios del ADN en experimentos de laboratorio, retrocalcular cuándo se separaron estas especies una de otra.
Ambos tipos de pruebas me ayudaron a crear la historia del pantano arrasado por la inundación. Los estudios de ADN sostienen que los linajes de los reptiles y de los mamíferos se separaron uno de otro hace unos 325 millones de años. Los fósiles y las rocas nos cuentan cómo era ese mundo perdido, un paisaje muy distinto al de hoy.
Un mapa de la Tierra de la época del Pensilvaniense apenas sería reconocible. Solo existían dos grandes masas continentales, una denominada Gondwana, centrada en el Polo Sur, y otra llamada Laurasia, que se ceñía al ecuador, flanqueada por una serie de islas de menor tamaño hacia el este. A lo largo de muchos millones de años, Gondwana derivó hacia el norte, a un ritmo aproximado al que crecen nuestras uñas, hasta colisionar con Laurasia. Este fue el principio del nacimiento de Pangea, el supercontinente en el que acabarían por desarrollarse las fases iniciales de la evolución de mamíferos y dinosaurios. Cuando los dos bloques de corteza chocaron, se deformaron en un largo tramo de montañas paralelas al ecuador, cuya escala era similar al Himalaya actual. Los modestos montes Apalaches de hoy en día son un residuo de esta cordillera antaño imponente.
Las regiones tropicales y subtropicales a ambos lados de la cordillera ecuatorial eran refugios para la vida. Se trataba de los pantanos de carbón, así llamados porque gran parte del carbón que impulsó la Revolución Industrial (en especial el que se extrajo de minas en Europa y en el medio oeste y este de Estados Unidos) se formó precisamente en ellos. Estaban constituidos por los restos muertos, enterrados y comprimidos de gigantescos Lepidodendron y Calamites. Estos árboles no se parecían en nada a las palmeras, los magnolios y los robles tan comunes en ambientes frondosos parecidos en el presente. En realidad, estos árboles antiguos no tenían flores, ni producían frutos ni nueces. Eran parientes cercanos de los licopodios y los equisetos, plantas primitivas que persisten hoy en día como raros elementos del sotobosque, un triste vestigio de lo que fueron antaño. Los árboles del Pensilvaniense, las libélulas de enorme tamaño que revoloteaban alrededor de sus ramas y los milpiés que recorrían sus troncos podían adquirir semejante tamaño porque entonces había mucho más oxígeno en el aire, alrededor del 70 por ciento más que en la actualidad.
Los árboles formaban extensas pluviselvas, que recubrían las costas de los mares someros que bañaban el creciente supercontinente y los muchos arroyos, ríos, deltas y estuarios que vertían en ellos. Tal vez un reconocimiento de estos pantanos desde el aire habría revelado algo parecido a los brazos pantanosos del río Mississippi en la Luisiana moderna: una densa manta de árboles y plantas de menor tamaño, enmarañados entre sí, algunos arraigados sobre islas de fango entre el revoltijo de riachuelos, otros con raíces embarulladas que se extendían en el agua, con todo tipo de animales trepando, saltando y volando alrededor. Pero no había aves, ni mosquitos, ni castores, ni nutrias u otros mamíferos cubiertos de pelo. Todos ellos surgirían por evolución mucho más tarde, en un mundo muy diferente, aunque sus antepasados sí habitaron en los pantanos de carbón.
¿Por qué tantos árboles terminaban enterrados y se transformaban en carbón? Porque los pantanos se veían inundados constantemente. El nivel del mar siempre subía y bajaba, en un ritmo pulsante. El Pensilvaniense era un mundo glacial; en realidad, fue la última Edad del Hielo importante antes de la más reciente, cuando reinaban los mamuts y los tigres de dientes de sable (una historia a la que llegaremos más adelante). No todo el planeta estaba helado; ciertamente, no lo estaban los pantanos de carbón. Pero sobre el Polo Sur de Gondwana, y después en el sur de Pangea, había un enorme casquete de hielo. Debía su existencia a los pantanos de carbón: el crecimiento de tantos árboles gigantes extraía dióxido de carbono de la atmósfera y, con menos cantidad de este gas de efecto invernadero para aislar el planeta, las temperaturas cayeron en picado. A lo largo de decenas de millones de años, el casquete de hielo, del que dependía el nivel del mar global, aumentó y se redujo de tamaño. El hielo se derretía, los mares subían, los pantanos se anegaban, los árboles morían y quedaban enterrados. Entonces el hielo aumentaba, captando agua de los mares, con lo que bajaba el nivel del mar y se abría espacio para que los pantanos prosperaran. Enseguida el ciclo se volvía a repetir. Lo sabemos porque las rocas del Pensilvaniense suelen formar secuencias de códigos de barras llamadas ciclotemas, series repetidas de delgadas capas formadas en la tierra y en el agua, con vetas de carbón insertadas entre ellas.
Los fósiles de esta época son abundantes, especialmente donde yo crecí, en el norte de Illinois. Se hallan incrustados en los ciclotemas, por encima y por debajo del carbón. Los mejores se encuentran a orillas de Mazon Creek, un afluente apacible del río Illinois, y en las minas a cielo abierto al este. Durante el Pensilvaniense, aquí era donde el mar y el pantano se encontraban, donde los habitantes de las pluviselvas se descargaban en el agua, se hundían hasta el fondo y quedaban encerrados en tumbas de siderita: nódulos ovales, aplastados, de color de herrumbre que se pueden extraer del lecho del arroyo o de los relaves de las minas. Cuando era adolescente buscaba estos nódulos, cerca del minúsculo pueblo de Wilmington, en la Carretera 66, donde creció mi madre. Registraba los montones de residuos de las minas entonces abandonadas, pero que hacía más de un siglo habían atraído a mis bisabuelos italianos a una nueva vida en el Medio Oeste de Estados Unidos. Ponía los nódulos en un balde, los llevaba a casa, los dejaba a la intemperie, bajo el brutal invierno de Chicago, para que se helaran y derritieran repetidamente, de acuerdo con la fluctuación de la temperatura. Cuando parecía que uno de ellos empezaba a resquebrajarse, yo terminaba el trabajo con un martillo.
Si tenía suerte, el nódulo se abría y revelaba un tesoro: un fósil en un lado, su impresión en el otro. Siempre lo sentía como una experiencia sobrenatural, pues sabía que yo era la primera persona que veía esa cosa ¡que había estado viva y había muerto hacía unos 300 millones de años! Muchos de los nódulos rotos contenían plantas: hojas de helechos, fragmentos de la corteza de Calamites, trozos de las raíces de Lepidodendron. Me gustaban en especial las medusas, lo que los cazadores de fósiles veteranos de Mazon Creek llamaban despectivamente «borrones», y nunca dejé de disfrutar al ver un camarón o un gusano.
Lo que realmente deseaba (pero nunca tuve la fortuna de lograr) era encontrar un tetrápodo, un animal terrestre con huesos. Sabía, por los libros de texto que devoraba después de la escuela y en las tranquilas tardes de los fines de semana, que los tetrápodos habían evolucionado a partir de los peces y se habían arrastrado a tierra hacía unos 390 millones de años, antes del periodo Pensilvaniense. Estos primeros tetrápodos eran anfibios, que todavía necesitaban retornar al agua para poner sus huevos. En Mazon Creek incluso se habían encontrado algunos esqueletos de anfibios primitivos, parientes remotos de ranas y salamandras.
En algún momento durante el Pensilvaniense, de estos anfibios surgió un nuevo grupo. Se trataba de los amniotas, tetrápodos más especializados, así llamados por sus huevos amnióticos, cuyas membranas internas rodeaban el embrión para protegerlo e impedir que se desecara. Estos nuevos huevos liberaron un enorme potencial nunca antes visto: los amniotas ya no estaban esposados al agua, sino que podían poner sus huevos tierra adentro, lo que les daba acceso a nuevas fronteras. Doseles arbóreos, madrigueras, llanuras, montañas, desiertos. No fue hasta la llegada del huevo amniótico que los tetrápodos se divorciaron de manera efectiva de los mares y conquistaron adecuadamente la tierra.
Fue de los amniotas que surgieron los linajes de reptiles y mamíferos, los diápsidos y los sinápsidos, separándose unos de otros como los hijos se separan de sus padres. Esta no es una simple analogía; es así como la evolución produce nuevas especies, nuevas familias, nuevas dinastías. Las especies siempre están cambiando a medida que cambian sus ambientes: es la evolución mediante selección natural de Darwin. A veces, quizá por efecto de una inundación, un incendio o una cordillera montañosa que se eleva, las poblaciones de una única especie se separan unas de otras. Entonces, cada población continuará cambiando mediante la selección natural y, si se hallan separadas durante un tiempo suficientemente prolongado, lo harán siguiendo sus propias maneras idiosincrásicas de adaptarse a las diferentes circunstancias, a tal grado que dejarán de parecerse entre sí, de comportarse de la misma manera y de reproducirse unas con otras. En este punto una especie se ha convertido en dos, y estas dos nuevas especies pueden escindirse a su vez, pasando de dos a cuatro, y así sucesivamente. De esta manera es como se diversifica la vida, ramificándose como un árbol que ha estado creciendo durante más de 4.000 millones de años. Esta es la razón por la que empleamos árboles genealógicos, en lugar de redes familiares, mapas de carreteras, triángulos o algún otro tipo de ayuda gráfica, para visualizar la genealogía, tanto la de especies extinguidas como la de nuestras propias familias humanas.
La separación entre diápsidos y sinápsidos (que realmente habría empezado de manera discreta, con una especie ancestral pequeña y escamosa dividiéndose en dos) fue uno de los momentos clave en la evolución de los vertebrados. Y yo sabía que diápsidos y sinápsidos, cada uno de ellos caracterizado por un sistema propio y único de agujeros en el cráneo y músculos mandibulares, habían surgido por la misma época en que se formaron los nódulos de Mazon Creek. Con cada martillazo, esperaba encontrar un Santo Grial que contribuyera a contar esta historia; pero, lamentablemente, esto no ocurrió nunca.
Sin embargo, otros cazadores de fósiles en lugares distintos de Norteamérica tuvieron más suerte. En 1956 se hizo un descubrimiento importante, cuando un equipo de campo de Harvard dirigido por el legendario paleontólogo Alfred Romer inspeccionó una mina de carbón abandonada en Florence, Nueva Escocia, cerca de la costa del Atlántico. Uno de sus técnicos, Arnie Lewis, advirtió varios tocones fosilizados de un árbol llamado Sigillaria, un pariente cercano de Lepidodendron, cuya corona de hojas se bifurcaba en la parte superior, dando la impresión de una brocha gigante. Los tocones se hallaban en la misma posición que en vida, como si recién ayer hubieran estado anegados por el mar que ascendía, y no hace alrededor de 310 millones de años, que es su verdadera edad. Vadeando los estrechos pozos de la mina inundada, el equipo pudo recolectar cinco tocones. Cuando miraron en su interior, tuvieron una gran sorpresa: ¡docenas de esqueletos fósiles! Quizá los pobres animales buscaron refugio en los árboles cuando los mares avanzaron, sin saber que penetraban en sus tumbas. Un árbol en concreto tenía más de veinte animales en su interior, entre los que había anfibios, diápsidos y sinápsidos: el triplete de tetrápodos terrestres primitivos.
Posteriormente, los sinápsidos fueron descritos como dos nuevas especies, Archaeothyris y Echinerpeton, por un estudiante de máster, Robert Reisz, que hacía muy poco había emigrado de Rumanía a Canadá. Reisz, uno de los principales paleontólogos mundiales en la actualidad, se fogueó con estos sinápsidos primitivos. Eligió el nombre de Archaeothyris (que significa «ventana antigua») para destacar la característica más importante de este animal: una amplia abertura en forma de ojo de buey detrás de su ojo, que albergaba músculos para cerrar las mandíbulas más grandes y potentes que los de sus antepasados. Esta abertura única, técnicamente denominada «fenestra temporal lateral» es lo que define a los sinápsidos. Todos ellos, desde los pioneros del pantano de carbón hasta los murciélagos, las musarañas y los elefantes actuales, poseen esta fenestra, o una versión modificada de la misma. También nosotros y podemos notarla cada vez que cerramos las mandíbulas. Ponga el lector la mano sobre su pómulo, dé un buen bocado y notará cómo se contraen los músculos de su mejilla. Dichos músculos pasan a través del resto de la fenestra, que en los mamíferos modernos se ha fusionado más o menos con la cuenca del ojo, pero que todavía ancla los músculos temporales que se extienden desde el lateral de nuestra cabeza hasta el extremo superior de la mandíbula inferior e impulsan nuestra mordedura. Esta abertura única se desarrolló pronto en la historia de los sinápsidos, inmediatamente después de que se separaran de los diápsidos, que siguieron produciendo dos de tales aberturas detrás de los ojos.
Archaeothyris (ilustrado por Todd Marshall).
Si lo hubiéramos visto correteando por los pantanos de carbón, Archaeothyris no nos habría llamado particularmente la atención. Medía unos cincuenta centímetros del hocico a la cola, con una cabeza pequeña situada en un cuerpo largo y delgado. No se conocen bien sus extremidades, pero los huesos conservados no dejan ninguna duda de que brazos y piernas se extendían hacia los lados, de manera parecida a un lagarto o un cocodrilo. Evidentemente, no estaba hecho para la velocidad. Sin embargo, si se examina con más detenimiento, era excepcional en otro sentido. No solo poseía amplios músculos mandibulares escondidos dentro de su cráneo, sino que su hocico presentaba una serie de dientes curvos y puntiagudos. Uno de los dientes delanteros era visiblemente mayor que los demás, de manera que parecía un minicanino. Los anfibios, lagartos y cocodrilos no poseen caninos. Todos ellos tienen dientes uniformes, que básicamente tienen el mismo aspecto en toda la mandíbula. Pero los mamíferos poseen una dentición mucho más variada, repartida en incisivos, caninos, premolares y molares de acuerdo a una división del trabajo que nos permite agarrar, morder y triturar, todo al mismo tiempo. La dentición completa de los mamíferos se ensambló más tarde, al cabo de muchos pasos evolutivos, si bien los pequeños caninos de Archaeothyris son los primeros murmullos de una revolución dental.

Los dos tipos principales de cráneo de los vertebrados terrestres: diápsidos con dos aberturas para los músculos de la mandíbula detrás de los ojos, y sinápsidos (incluidos los humanos) con una única abertura. Las flechas indican las aberturas mandibulares. (Ilustración de Sarah Shelley).
Tomados en conjunto, los grandes músculos de la mandíbula, los dientes afilados y los caninos de Archaeothyris conformaban un arsenal para comer grandes insectos y quizá otros tetrápodos, como Echinerpeton. Este segundo sinápsido de Nueva Escocia podría haberse acurrucado fácilmente entre las páginas de este libro. Pero sus fósiles incompletos muestran un rasgo peculiar, que le han valido su nombre: «reptil espinoso». Las espinas de las vértebras del cuello y del dorso (los huesos individuales que constituyen la columna vertebral) se expanden hacia arriba como pestañas alargadas. Dispuestas en conjunto, habrían formado una pequeña vela a lo largo del dorso, que acaso se usaba como demostración, o como un panel solar para caldear el cuerpo en días frescos, o como un abanico para perder calor en días cálidos o como algo completamente distinto.
Hay otro animal extinguido, mucho más famoso, con una vela todavía mayor en su dorso: Dimetrodon, que vivió durante el siguiente intervalo temporal después del Pensilvaniense, el periodo Pérmico. Con demasiada frecuencia se confunde a Dimetrodon con un dinosaurio; comparte espacio con T. rex en los pósteres de dinosaurios y da empellones a Brontosaurus y Stegosaurus en los conjuntos de juguetes de dinosaurios. Pese a todo, no es un dinosaurio; es un sinápsido. Más específicamente, es un tipo de sinápsido primitivo llamado pelicosaurio.
Los pelicosaurios constituyeron la primera gran oleada evolutiva original del linaje de los sinápsidos; fueron los primeros en diversificarse y extenderse por el creciente supercontinente de Pangea. También fueron los primeros en desarrollar algunas de las características distintivas que, después de más de 300 millones de años, siguen diferenciando a los mamíferos de los anfibios, reptiles y aves, como la abertura temporal para el músculo y los dientes caninos, que ya hemos visto en Archaeothyris y Echinerpeton. Ello se debe a que estas dos especies de Nueva Escocia son los pelicosaurios más antiguos, los fundadores de la primera gran dinastía en el viaje hacia Dimetrodon, y en último término hacia los mamíferos.
Cuando el periodo Pensilvaniense llegaba a su fin, había sinápsidos pelicosaurios viviendo en las regiones ecuatoriales de Pangea, a ambos lados de la cordillera montañosa, que seguía elevándose. Algunos comían insectos, otros depredaban pequeños tetrápodos y peces, y unos pocos empezaban a experimentar con un nuevo tipo de alimento hasta entonces ignorado: hojas y tallos. Pero, a pesar de diversificarse, estos sinápsidos seguían siendo componentes menores de sus ecosistemas, dominados por anfibios capaces de reproducirse fácilmente, y así prosperar, en los húmedos bosques de carbón.
Y entonces, entre unos 303 y 307 millones de años atrás, el mundo cambió de forma espectacular durante un espasmo llamado Colapso de la Pluviselva del Carbonífero. El clima se volvió más seco, las temperaturas pasaron de frías a cálidas y los casquetes de hielo se derritieron hasta desaparecer definitivamente en el periodo Pérmico que siguió. Los pantanos de carbón quedaron devastados, pues los altos árboles de Calamites, Lepidodendron y Sigillaria encontraron dificultades para crecer en condiciones más áridas. Fueron sustituidos por coníferas, cicadáceas y otras plantas con semillas, más resistentes a las sequías. Las pluviselvas siempre húmedas dejaron paso a tierras secas semiáridas y más estacionales en los trópicos, y otras partes de Pangea se convirtieron en desiertos agostados. Esto se refleja en el registro geológico por el paso repentino de los carbones y los ciclotemas a los «lechos rojos», llenos de hierro oxidado formado en climas secos.
Estos cambios tuvieron una repercusión impresionante en la biodiversidad. Las plantas fueron afectadas de manera especial. No solo hubo un tránsito de la vegetación propia de los pantanos de carbón del Pensilvaniense a las plantas con semillas más adaptadas al clima seco, sino que se produjo una extinción. Muchas de las especies del Pensilvaniense desaparecieron, algunas de ellas sin dejar descendientes o parientes cercanos, otras cediendo su lugar a sus primos más pequeños, bastante menos asombrosos. En resumidas cuentas, casi la mitad de las familias de plantas del Pensilvaniense se extinguieron. Esta es una de solo dos extinciones en masa reconocidas en el registro fósil de los vegetales. La otra tuvo lugar al final del Pérmico y de su relato nos ocuparemos pronto. Esto quiere decir que el Colapso de la Pluviselva del Carbonífero supuso una catástrofe botánica mayor que el impacto del asteroide que mató a los dinosaurios al final del Cretácico.
¿Y qué ocurrió con los animales de los bosques de carbón? En un estudio de una joven investigadora, Emma Dunne, se cuenta su historia. Emma, que creció en Irlanda y se trasladó a Inglaterra para elaborar su tesis doctoral, encabeza la nueva generación de paleontólogos. Recolecta fósiles, como antes hicieron las legiones de cazadores de huesos, pero también es especialista en datos masivos y en métodos estadísticos avanzados. Siempre es tentador apresurarse en pergeñar relatos basados en un par de fósiles nuevos, pero, para comprender realmente las pautas y procesos de la evolución, la generación de Emma piensa como un analista del mercado de valores o un banquero de inversiones: es preciso recolectar toneladas de datos, usar modelos estadísticos para tener en cuenta la incertidumbre y poner a prueba diversas hipótesis de manera explícita mediante el uso de números y no de la intuición.
En este sentido, Emma levantó una base de datos de más de un millar de fósiles de tetrápodos de las épocas del Carbonífero y del Pérmico en la que anotó a qué grupos pertenecían y dónde fueron encontrados. Diseñó herramientas estadísticas para reducir los sesgos de muestreo que, inevitablemente, pueden afectar a los estudios paleontológicos demasiado dependientes del descubrimiento fortuito de fósiles en los pocos lugares excepcionales donde se conservan huesos o dientes de hace cientos de millones de años. Finalmente, elaboró modelos estadísticos para comprobar de qué manera la diversidad total y la distribución de estas especies (anfibios, diápsidos y sinápsidos entre ellas) cambiaron con el colapso de las pluviselvas.
Los resultados fueron desconcertantes. Hubo una enorme caída de la diversidad en la transición del Carbonífero al Pérmico, al extinguirse muchos tetrápodos de los bosques de carbón. Es probable que esto no ocurriera de golpe, sino a lo largo de varios millones de años, a medida que las tierras secas fueron sustituyendo a los bosques de carbón en los trópicos, en un recorrido de oeste a este. Este cambio de hábitat (a lo que parece, más una transición que un colapso) originó más paisajes abiertos, lo que favoreció la migración. Los tetrápodos capaces de tolerar climas más secos podían desplazarse ahora mucho más ampliamente. Estos no eran los anfibios que durante tanto tiempo habían dominado el mundo de humedales del Pensilvaniense, porque su estrategia reproductiva los ligaba al agua. En cambio, diápsidos y sinápsidos contaban ahora con un superpoder perfecto para esta nueva realidad: sus huevos amnióticos, con membranas para alimentar a sus embriones, protegerlos y mantenerlos húmedos. Se movían por tierra en total libertad, estableciendo conexiones entre regiones previamente aisladas, y al hacerlo, evolucionaban para generar nuevas especies, nuevos tipos corporales, un mayor tamaño, dietas diferentes y comportamientos novedosos.
A medida que los pantanos de carbón daban paso a tierras secas abiertas y se desplegaba el periodo Pérmico, la Tierra se convertía en un planeta de pelicosaurios. Nada ejemplifica la nueva época de dominancia de los pelicosaurios como Dimetrodon, ese icono de vela dorsal tan bien conocido a partir de docenas de esqueletos procedentes de Texas. Hay una razón por la que se suele confundir Dimetrodon con un dinosaurio: su cuerpo parece, por decirlo de algún modo, reptiliano. Era grande y corpulento, poseía una larga cola y dientes aguzados, y no podía desplazarse muy deprisa sobre sus patas regordetas y despatarradas. Incluso su encéfalo era pequeño y tenía forma de tubo, más parecido al de los dinosaurios que al encéfalo mayor de los mamíferos, dotados de un cerebro enormemente expandido y con textura de espaguetis, que imparte una inteligencia mayor y sentidos intensificados. A la luz de estas características, Dimetrodon probablemente no había cambiado mucho con respecto a aquellos bichos ancestrales, pequeños y escamosos que se escindieron en sinápsidos y diápsidos en el Pensilvaniense.
Otras características, sin embargo, lo diferenciaban considerablemente de sus antepasados. En ninguna parte es esto más evidente que en la boca, cuyos dientes no se parecen en absoluto a la serie uniforme de láminas o estacas que se ven en la mayoría de los anfibios y diápsidos. La parte anterior del hocico presentaba dientes incisivos grandes y redondeados, seguidos de un gran canino, y terminaba con un conjunto de dientes poscaninos curvos y aguzados a lo largo de la mejilla. Esta representa otra etapa en la evolución de la dentición clásica de los mamíferos, que siguió al desarrollo de los caninos en los pelicosaurios primitivos como Archaeothyris, aquel que se escondía en los tocones de los árboles. En sintonía con los cambios dentales, se produjeron alteraciones en los músculos mandibulares, que crecieron y se fijaron a una mandíbula inferior más fuerte y alta, lo cual promovió un mordisco todavía más fuerte. También se registraron cambios en la columna vertebral, cuyas vértebras individuales se conectaban ahora de una manera que limitaba la desmañada ondulación de un lado a otro tan característica de reptiles y anfibios.
Pelicosaurios, antepasados sinápsidos primitivos de los mamíferos: Dimetrodon (arriba), de dorso de vela, y un caseido herbívoro barrigudo (abajo). (Fotos de H. Zell y Ryan Somma, respectivamente).
Evolución del cráneo y los dientes a lo largo de la historia de los sinápsidos, que ilustra cómo los dientes se vuelven más complejos y se diversifican en incisivos, caninos, premolares y molares en los mamíferos. Escala = 3 cm. (Ilustración de Sarah Shelley).
Por lo tanto, Dimetrodon alberga una mezcla de rasgos primitivos y avanzados. Es algo así como un animal Frankenstein que combina rasgos antiguos de estilo reptiliano y sellos distintivos más derivados de los mamíferos. Esto es exactamente lo que cabría esperar, dada su posición en el árbol genealógico. En los manuales antiguos se puede ver que Dimetrodon y otros animales semejantes son considerados «reptiles parecidos a los mamíferos», expresión que, aunque resulta evocadora, ha quedado desfasada. Ello se debe a que, a pesar de sus apariencias, Dimetrodon no era un reptil ni surgió por evolución de reptiles reales… porque los propios reptiles surgieron del grupo de los diápsidos. Sus rasgos «reptilianos» eran simplemente elementos primitivos de los que todavía tenía que desprenderse. En lugar de ello, en la jerga de la clasificación científica, este y otros pelicosaurios son «mamíferos troncales»: especies extinguidas en el linaje evolutivo que condujo a los mamíferos modernos, más estrechamente emparentados con estos que con cualquier otro grupo que esté vivo en la actualidad. Es en este linaje troncal en el que se configuró el plan corporal de los mamíferos, de pieza en pieza, en el curso de millones de años de tiempo evolutivo. En el linaje troncal de los mamíferos animales que empezaron con aspecto de reptil (¡aunque no eran reptiles!) se transformaron en mamíferos pequeños, peludos, de sangre caliente y encéfalo grande.
¿Y sabemos lo que ello significa? Significa que Dimetrodon está más estrechamente emparentado con el lector y conmigo que con T. rex o Brontosaurus.
Durante el apogeo de Dimetrodon en los inicios del Pérmico, entre unos 299 y 273 millones de años atrás, los mamíferos eran todavía un concepto sin cumplir, que la evolución aún tenía que ensamblar. Cierto, Dimetrodon y sus parientes estaban desarrollando características que hoy en día reconocemos como distintivas de los mamíferos, pero no evolucionaban para convertirse en mamíferos. La selección natural no planifica para el futuro, solo opera en el presente para adaptar a los organismos a sus circunstancias inmediatas. En la gran estrategia de la historia de la Tierra, estas suelen ser cosas triviales: variaciones en las condiciones meteorológicas o en la topografía local, la llegada de depredadores a un claro del bosque, la disponibilidad repentina de otro tipo de alimento... Para Dimetrodon y los demás pelicosaurios, es probable que la dieta impulsara gran parte de su evolución y, con ella, el desarrollo de estas características iniciales de los mamíferos.
Más valía no molestar a Dimetrodon. Este animal era el depredador culminal de sus ecosistemas, bosques verdes de tierras bajas, tachonados de estanques y cruzados por ríos. Los pantanos de carbón habían desaparecido hacía tiempo, pero estos ecosistemas todavía poseían un componente acuático y cenagoso. Con una longitud de unos 4,5 metros y un peso de hasta 250 kilogramos, Dimetrodon comía lo que se le antojaba. En el menú figuraban otros tetrápodos terrestres, tanto sinápsidos como diápsidos, más anfibios que se desplazaban a orillas de los arroyos y tiburones de agua dulce que nadaban en los ríos. La amenaza de vela dorsal acechaba los verdes bosquecillos y las líneas costeras, y usaba sus dientes incisivos, recién generados por la evolución, para agarrar a sus víctimas, sus caninos en forma de hoz para asestar una mordedura mortal y sus dientes maxilares para separar músculos y tendones antes de tragar. Si la presa intentaba escapar en algún momento, entonces, ¡zasca!, aquellos enormes músculos de la mandíbula se contraían. Este comportamiento hizo de Dimetrodon uno de los primeros depredadores culminales realmente grandes y potentes que vivieron en tierra: un fundador del nicho que tantos de sus distantes herederos mamíferos (como los leones y los tigres de dientes de sable) acabarían por ocupar.
Si Dimetrodon se sentía particularmente osado, o hambriento, podía atacar a otra especie de pelicosaurio, un doble llamado Edaphosaurus. Este animal, con una cresta parecida, era un poco más pequeño que Dimetrodon en longitud total, pero también un poco más pesado, con un vientre rechoncho y una cabeza pequeña. Sin embargo, tan pronto como Edaphosaurus abría la boca se podía advertir cuán distinto era de la especie de Dimetrodon y cuánto diferían sus dietas. En lugar de incisivos y caninos, Edaphosaurus poseía una fila más estándar de dientes puntiagudos, en forma de triángulos. También tenía una segunda batería de dientes peculiares, más planos, sobre el paladar y las superficies internas de la mandíbula inferior. Este doble mecanismo resultaba perfecto para comer plantas: los dientes de la mejilla de las mandíbulas superior e inferior trabajaban juntos, como un par de tijeras de podar, para cortar hojas y tallos, y los dientes internos efectuaban el aplastamiento y la trituración.
Puede parecer que comer plantas no sea algo muy especial; es una manera muy común entre los animales de ganarse la vida en la actualidad. Sin embargo, durante el Pérmico era la última tendencia. Edaphosaurus fue uno de los primerísimos tetrápodos en especializarse en la vegetación. Sus antepasados de la época del Pensilvaniense probaron esta dieta antes del Colapso de la Pluviselva, pero solo en el mundo posterior, más árido y estacional, rico en plantas que producían semillas, se convirtió en un estilo de vida. De hecho, diferentes grupos de pelicosaurios desarrollaron de manera independiente el gusto por los vegetales, señal de que esta dieta se volvía habitual. Uno de dichos grupos, los caseidos, fueron quizá los sinápsidos más raros de todos. Con su cabeza diminuta y su cuerpo de pecho grueso y fuerte, parecían personajes de Star Wars, más que animales funcionales generados por evolución. Sin embargo, eran muy reales y muy buenos comiendo plantas, y algunos de ellos se convirtieron en los sinápsidos más robustos de su época, como Cotylorhynchus, que pesaba media tonelada. Necesitaba un tubo digestivo muy gordo y amplio para digerir todas las hojas que engullía. Juntos, el grupo de Edaphosaurus y los caseidos inauguraron el gran nicho de los herbívoros, situado en la base de la cadena alimentaria, que muchísimos animales (desde los caballos y los canguros hasta los ciervos y los elefantes) ocuparían posteriormente.
El picador de carne Dimetrodon, el aspirador de plantas Edaphosaurus y los regordetes caseidos eran solo un puñado de los muchos pelicosaurios que florecieron en el Pérmico inicial. Durante unas cuantas decenas de millones de años, el mundo, en particular los trópicos, más húmedos y menos estacionales que otras partes de Pangea, fue suyo. Pero entonces, cuando parecían hallarse en su apogeo, los pelicosaurios decayeron. Las razones no están claras, pero probablemente están relacionadas con la culminación de la tendencia al calentamiento y la desecación que se inició con el Colapso de la Pluviselva del Carbonífero y la desaparición final del casquete de hielo en el Polo Sur. Cuando el Pérmico Temprano dio paso al Pérmico Medio, hace unos 273 millones de años, la diversidad de los pelicosaurios que vivían en los trópicos se redujo significativamente, a medida que estas áreas devenían más áridas. De nuevo, no fue un cataclismo súbito, sino una marcha interminable hacia la muerte, que duró millones de años. También se produjeron cambios importantes en las regiones templadas de latitudes más altas, con una sustitución casi completa de especies. Tanto en los trópicos como en las zonas templadas apareció un flamante sinápsido, que pronto se diversificó en una abundancia de nuevas especies, entre ellas carnívoros y herbívoros, habitantes de las sombras y gigantes.
Se trataba de los terápsidos. Evolucionaron a partir de pelicosaurios del tipo de Dimetrodon y desarrollaron muchas características avanzadas, relacionadas con un crecimiento más rápido, un metabolismo superior, sentidos más agudos, locomoción más eficiente y una mordedura más fuerte. Fueron el siguiente paso importante en el linaje que condujo a los mamíferos.
El Karoo de Sudáfrica es un lugar bello, pero duro. Sus inmensos cielos azules transmiten tranquilidad, pero estas vistas sin nubes suponen poca lluvia. Es un desierto clásico, abrasador durante el día y gélido de noche, cargado de un aire seco que apenas hace susurrar a los áloes y otros arbustos adaptados al calor, que surgen de la arena y las rocas. Los primeros intrusos europeos intentaron en vano establecerse en el Karoo. Desde luego, los pueblos indígenas podían vivir allí, pero los holandeses y británicos no prestaron mucha atención a ello. Los lugareños estuvieron a salvo durante un tiempo, hasta que los colonizadores co