Atrapados

Nicholas Carr

Fragmento

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adorno

1. PASAJEROS

Entre las humillaciones de mi adolescencia hubo una que podría denominarse psicomecánica: mi esfuerzo (público) por manejar una transmisión manual. Obtuve mi permiso de conducir a principios de 1975, poco después de cumplir dieciséis años. El otoño anterior había hecho un curso de conducir con un grupo de mis compañeros de instituto. El Oldsmobile del instructor, que usábamos para nuestras clases en la calle y también para nuestros exámenes de conducir en el odioso Departamento de Vehículos de Motor, era automático. Pisabas el acelerador, girabas el volante, frenabas. Había unas pocas maniobras complicadas —dar la vuelta en una carretera estrecha, ir marcha atrás en línea recta, aparcar en paralelo—, pero con un poco de práctica entre las columnas del aparcamiento del colegio se acabaron volviendo rutinarias.

Tenía el permiso en la mano; estaba listo para circular. Quedaba solo un obstáculo. El único coche disponible para mí en casa era un Subaru sedán con una palanca de cambios. Mi padre, que no era el más práctico de los padres, me concedió una sola clase. Me llevó al garaje una mañana de sábado, se dejó caer en el asiento del conductor y me hizo subir al asiento de acompañante junto a él. Puso mi palma izquierda sobre la palanca y la guió por las diferentes marchas: «Eso es primera». Breve pausa. «Segunda». Breve pausa. «Tercera». Breve pausa. «Cuarta». «Aquí abajo» —escorzo de dolor en mi muñeca al retorcerse en una posición no natural— «está la marcha atrás». Me miró para confirmar que lo tenía todo claro. Asentí (qué iba a hacer). «Y eso» —moviendo mi mano adelante y atrás— «es punto muerto». Me dio algunas pistas sobre los tramos de velocidad de las cuatro marchas principales. Entonces apuntó al pedal del embrague, que tenía apretado bajo su zapato. «No te olvides de pisarlo mientras cambias de marcha».

Procedí a dar el espectáculo por las calles de la pequeña ciudad de Nueva Inglaterra donde vivíamos. El coche daba sacudidas mientras trataba de encontrar la marcha correcta, saliendo despedido hacia delante cuando soltaba a destiempo el embrague. Me paraba en cada semáforo rojo, y después de nuevo en el cruce. Las cuestas eran un horror. Soltaba el embrague demasiado rápido, o demasiado despacio, y el coche se deslizaba hacia atrás hasta detenerse en el parachoques del vehículo que iba detrás. Sonaban bocinas, insultos… Los pájaros alzaban el vuelo. Lo que hacía la experiencia incluso más mortificante era la pintura amarilla del Subaru, un amarillo parecido al de un impermeable para niños o un jilguero macho en celo. El coche era un imán para los ojos; mis bandazos, imposibles de pasar desapercibidos.

No recibí apoyo de mis supuestos amigos, que hallaron en mis apuros una fuente de diversión infinita y estruendosa. «¡Medio kilo de café!», gritaba uno de ellos con alborozo desde el asiento trasero cuando erraba un cambio y desencadenaba un rechinar metálico de dientes de engranaje. «Suave…», se recochineaba otro mientras el motor se esforzaba hasta detenerse. La palabra «retrasado» (esto sucedió mucho antes de que nadie hubiese oído hablar de la corrección política) se utilizaba frecuentemente referida a mí. Tenía la sospecha de que mi incompetencia con la caja de cambios era objeto de risas a mis espaldas entre mi grupo de amigos. Las implicaciones metafóricas no se me escapaban. Mi hombría, a los dieciséis años, estaba desinflada.

Pero persistí —¿qué otra cosa iba a hacer?— y, después de una semana o dos, empecé a pillarle el tranquillo. La caja de cambios se aflojó y se mostró más comprensiva. Mis brazos y piernas dejaron de funcionar enfrentados y empezaron a cooperar. Pronto estaba cambiando de marcha sin pensar en ello. Simplemente sucedía. El coche ya no se paraba, ni daba sacudidas. No tenía que sufrir las cuestas o las intersecciones de calles. La transmisión y yo nos habíamos convertido en un equipo. Nos habíamos engranado. Estaba bastante orgulloso de mi logro.

De cualquier forma, ansiaba un coche automático. Aunque las palancas de cambio eran bastantes comunes por aquel entonces, al menos en los coches baratos y birriosos que manejaban los adolescentes, ya habían adquirido una cualidad ligeramente anticuada y segundona. Parecían rancios, algo pasados de moda. ¿Quién quería ser «manual» cuando podías ser «automático»? Era como la diferencia entre fregar platos a mano y meterlos en un lavavajillas. La realidad es que no tuve que esperar mucho para ver cumplido mi deseo. Dos años después de sacarme el carné, me las arreglé para destrozar el Subaru durante un percance de madrugada, y poco después me apropié de un Ford Pinto de dos puertas, usado, de color crema. El coche era una mierda —hay quienes ven ahora en el Pinto el punto más bajo de la industria estadounidense en el siglo XX—, pero para mí quedaba redimido por su transmisión automática.

Yo era un hombre nuevo. Mi pie izquierdo, libre de las exigencias del pedal, se convirtió en un apéndice de placer. Mientras circulaba por la ciudad, seguía a veces con garbo los baquetazos de Charlie Watts o los porrazos de John Bonham —el Pinto tenía también un reproductor de cinta magnetofónica, otro toque de modernidad—, pero en la mayoría de las ocasiones se estiraba simplemente en su recoveco bajo el lado izquierdo del salpicadero y sesteaba. Mi mano derecha era un soporte para bebidas. No me sentía solo renovado y actualizado. Me sentía liberado.

No duró mucho. Los placeres derivados de tener menos cosas que hacer eran reales, pero se difuminaron. Apareció una nueva emoción: el aburrimiento. No se lo admití a nadie, ni siquiera a mí mismo, pero empezaba a echar de menos la palanca de cambios y el embrague. Echaba de menos la sensación de control y participación que me habían dado —la capacidad de revolucionar el motor tanto como quisiera, de sentir cómo el embrague se soltaba y las marchas entraban, la discreta emoción que sobrevenía con una reducción de la velocidad—. El automático me hacía sentir un poco menos conductor y un poco más pasajero. Empezó a no gustarme.

* * *

Adelantémonos treinta y cinco años, a la mañana del 9 de octubre de 2010. Uno de los inventores de plantilla de Google, el experto en robótica de origen alemán Sebastian Thrun, hace un anuncio extraordinario en el post de un blog. La compañía ha desarrollado «coches que pueden conducir solos». No se trata de un par de prototipos desgarbados que holgazanean por el aparcamiento de Googleplex con marchas reductoras. Son vehículos de verdad, legales —Toyota Prius, para ser precisos— y, según revela Thrun, ya han recorrido más de 150.000 kilómetros en carreteras y autopistas de California y Nevada. Han circulado por Hollywood Boulevard y la Ruta Estatal 1,

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