Santa Clara 10 - Más aventuras en Santa Clara

Enid Blyton

Fragmento

1. Gemelas... ¡Segunda parte!

CAPÍTULO 1

Gemelas...

¡Segunda parte!

Cuando Patricia O’Sullivan vio la majestuosa estación de tren de Londres a lo lejos, faltaban menos de veinticuatro horas para que el trimestre de invierno empezara.

—¡Tengo unas ganas locas de que comiencen las clases! —suspiró Isabel con la cara pegada a la ventanilla del coche.

—¡Pues nadie lo habría dicho! —exclamó la señora O’Sullivan, sorprendida—. Apenas habéis hablado de la escuela estas vacaciones.

—Porque estábamos muy ocupadas —aclaró Pat—. No hemos tenido tiempo de echarla de menos.

Para tener a sus hijas entretenidas durante los días de fiesta, sus padres las apuntaron a un curso de primeros auxilios a unos pocos kilómetros de casa, en una clínica en la que la señora O’Sullivan había trabajado de voluntaria durante una semana. Al principio, ninguna de las dos gemelas tenía ganas de ir; lo único que les apetecía era quedarse en casa y divertirse con las amigas. Sin embargo, al final, ambas acabaron disfrutando mucho de las clases, que terminaron justo la víspera del primer día de escuela.

—¡La verdad es que ahora ya empiezo a echarla de menos! —añadió Pat.

La muchacha, que tenía la misma expresión que su hermana, tampoco apartaba la cara de la ventana.

En realidad lo echaban de menos todo —el imponente edificio de piedra blanca que se levantaba en lo alto de la colina, los dormitorios, los confortables estudios, la piscina y las instalaciones deportivas—, pero lo que más añoraban eran sus compañeras de clase y sus profesoras, que llenaban todos sus días de un barullo encantador. ¿Tendrían sus amigas tantas novedades por compartir como ellas?

—Me pregunto quién será la primera en presentarse —dijo Isabel, con mariposas en el estómago.

—Gladys siempre llega puntual. Y Lady Phyllis Bentley, que va con un coche de primera, seguro que también está ahí —musitó Pat recordando a su compañera, que el trimestre anterior había hecho creer a toda la clase que sus padres se habían vuelto ricos de repente gracias a una herencia, cuando en realidad era miembro de una familia noble y muy adinerada.

—Puede que incluso haya llegado en un jet privado —observó Isabel—. Me pregunto cómo le habrán ido las vacaciones a Claudine. Debe de haber viajado mucho.

—Seguro que se lo ha pasado en grande. ¡Casi tanto como nosotras! —exclamó Pat con entusiasmo—. Estoy impaciente por contarle a todo el mundo lo que hemos aprendido en las clases.

Las gemelas iban sentadas en el asiento trasero del coche y, cuanto más cerca tenían la estación, más nerviosas estaban. Les esperaba un trimestre muy intenso: iban a tener que esforzarse al máximo, como alumnas y como delegadas de la escuela. Habían soñado con ser delegadas de todo el Santa Clara desde el primer día que habían puesto los pies en la escuela. Su sueño, sin embargo, no se había hecho realidad hasta el trimestre anterior, después de haber demostrado a toda la escuela su compromiso y su entrega, un ejemplo para todas las alumnas. Ahora, no obstante, debían esforzarse en seguir teniendo buenas notas y manejar los posibles conflictos tan bien como pudieran. Eran tan diversas las edades y las personalidades de las alumnas que apenas podían evitarse las discusiones, las bromas inofensivas y las travesuras. Las gemelas tendrían que estar muy atentas y tratar de gestionar cualquier enfrentamiento de la mejor forma posible.

—¿Creéis que se habrá marchado alguna otra alumna? —preguntó Pat al recordar a Angela y a Hilary, que ya no estarían con ellas en el Santa Clara.

No era fácil ver cómo se iban sus compañeras, sobre todo aquellas con las que tenían un vínculo estrecho, como Hilary, pero había que aceptar que ninguna podría quedarse allí para siempre. Algún día les llegaría el turno a todas y vivirían nuevas aventuras fuera de la escuela.

—¿Habrá alguna alumna nueva? —preguntó Isabel con curiosidad.

—Siempre las hay —observó Pat muy contenta—. Solo espero que ninguna de ellas sea tan estirada como Priscila Parsons. Me alegro de que ya no esté en la escuela. ¡Con ella el trimestre pasado fue un calvario!

—Puede que este sea más tranquilo —suspiró Isabel esperanzada—. Al fin y al cabo, estamos en sexto y nos hemos convertido en personas sensatas que conocen muy bien sus prioridades.

Sin embargo, ninguna de las dos gemelas estaba muy segura de eso. Al fin y al cabo, aunque todas las alumnas de sexto se comportaran bien y se centraran en sus estudios durante el trimestre, ¡las más pequeñas siempre estarían dispuestas a hacer travesuras!

De repente, un coche deportivo descapotable se acercó al vehículo de las gemelas a una velocidad considerable. El conductor llevaba un casco de piel marrón y unas gafas que, a juzgar por la velocidad a la que circulaba el vehículo, debían de estar llenas de mosquitos aplastados.

—¿Y eso? —preguntó el señor O’Sullivan sorprendido—. No se puede conducir tan deprisa por esta carretera.

Al conductor, sin embargo, eso le traía sin cuidado, porque adelantó como un loco al coche en el que viajaban las gemelas y sus padres. En cuanto el descapotable estuvo delante del vehículo del señor O’Sullivan, las gemelas se fijaron en las dos cabecitas que sobresalían en el asiento trasero. Ambas iban envueltas en pañuelos a juego que solo dejaban a la vista dos trenzas rubias. El coche también se dirigía a la estación... ¡y parecía que iba con prisa!

—Es muy peligroso ir a esa velocidad —protestó el señor O’Sullivan.

Y enseguida le tocó el claxon al conductor temerario para tratar de hacerlo entrar en razón. Pero no sirvió de nada. El coche no redujo la velocidad. La única reacción al bocinazo fue que las dos cabecitas de la parte trasera del vehículo se volvieron hacia el coche de la familia O’Sullivan. Lo hicieron de forma muy sincronizada y sus miradas eran casi idénticas. No cabía duda...

—¡Son las gemelas Lacey! —gritaron Pat e Isabel al unísono.

Las dos gemelas eran inconfundibles: tenían una mirada vivaracha de un azul profundo y una boca diminuta. Era imposible no reconocerlas, aunque fuera desde lejos.

—Creo que las mencionabais en una de vuestras cartas —recordó la señora O’Sullivan.

—Son de primero. ¡A principios del trimestre pasado, trataron de hacernos creer que solo había acudido a la escuela una de las hermanas! —recordó Isabel—. Son la peste. ¡Y ahora ya sabemos dónde lo han aprendido!

La estaci

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