Volando solo (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

La travesía

La travesía

El barco que me llevaba en el otoño de 1938 de Inglaterra a África se llamaba el SS Mantola. Era un viejo cascarón pintado, de 9.000 toneladas, provisto de una única y alta chimenea y de un motor trepidante que hacía que las tazas de té tintinearan en sus platos en la mesa del comedor.

El viaje desde el puerto de Londres a Mombasa duraba dos semanas y durante la travesía íbamos a recalar en Marsella, Malta, Port Said, Suez, Port Sudán y Aden. Hoy día se puede volar a Mombasa en pocas horas, sin hacer escala en ningún sitio, y ya nada resulta fantástico, pero en 1938 un viaje como ése estaba salpicado de escalas y el África Oriental se hallaba muy lejos de casa, especialmente si tu contrato con la Compañía Shell estipulaba que debías permanecer allí durante tres años seguidos. Cuando salí tenía veintidós años. Antes de que volviera a ver a mi familia tendría veinticinco.

Lo que aún recuerdo claramente de aquella travesía es el comportamiento singular de mis compañeros de viaje. Nunca me había tropezado antes con esa peculiar raza de ingleses, forjadores del Imperio, que se pasa toda la vida trabajando en lejanos rincones del territorio británico. No deben olvidar que en los años treinta el Imperio Británico era aún el Imperio Británico y que los hombres y mujeres que lo hacían marchar eran de una raza con la que la mayoría de ustedes no se ha tropezado nunca y ya nunca podrá hacerlo. Me considero muy afortunado por haber podido tener una visión fugaz de esa rara especie, mientras aún vagabundeaba por los bosques y senderos de la tierra, porque hoy está totalmente extinguida. Más ingleses que los ingleses, más escoceses que los escoceses, constituían el grupo de seres humanos más locos que he conocido nunca. En cierto sentido, hablaban un idioma propio. Si trabajaban en el África Oriental, sus frases aparecían salpicadas de palabras swahili y, si vivían en la India, entremezclaban toda clase de dialectos. Al mismo tiempo, existía un completo vocabulario de palabras de frecuente uso, que parecía ser común entre toda aquella gente. Así, por ejemplo, una bebida por la tarde era una «puesta de sol». Una bebida a cualquier otra hora era un chota peg. La esposa era la mensahib. Echarle un vistazo a algo era un shufti. Por eso, lo que resultaba ciertamente curioso era que, en la jerga de la RAF en el Oriente Medio, a un avión de reconocimiento se le llamaba, durante la última guerra, una cometa shufti. Algo de poca calidad era shenzi. La cena era tiffin, y así sucesivamente. La jerga de los forjadores del Imperio podría haber llenado un diccionario. Todo aquello era maravilloso para mí, un muchacho pueblerino metido de repente en medio de aquel puñado de tipos robustos y tostados y de sus agudas y huesudas mujercitas, y lo que más me gustaba de todos ellos eran sus excentricidades.

Parecía como si, cuando los británicos viven durante años en un clima inmundo y sudoroso, entre gente extraña, conservaran su sano juicio al permitirse ellos mismos ser ligeramente extravagantes. Practicaban costumbres caprichosas que nunca serían toleradas en su patria, mientras que en la lejana África, en Ceilán, en la India o en los Estados Federados de Malaya podían hacer lo que les viniera en gana. En el SS Mantola, cada uno, o cada una, tenía su rareza especial y, para mí, la travesía fue como disfrutar de una ininterrumpida representación teatral. Permítanme que les hable de dos o tres de aquellos comediantes.

Yo compartía mi camarote con el gerente de una fábrica de algodón del Punjab, llamado U. N. Savory (apenas podía creer que tuviera esas iniciales cuando las vi por primera vez en su baúl), y ocupaba la litera superior. Por eso, desde mi almohada divisaba por el ojo de buey la cubierta de los salvavidas y, más allá, el ancho mar azul. El cuarto día de travesía me desperté muy temprano. Yo estaba tumbado en mi litera mirando perezosamente por el ojo de buey y oyendo los apacibles ronquidos de U. N. Savory, que dormía debajo de mí. De repente, cruzó precipitadamente por delante del ojo de buey la figura de un hombre desnudo, desnudo como un mono de la jungla, y desapareció. Apareció y desapareció en completo silencio y yo permanecí tumbado, preguntándome si habría visto un fantasma o una visión o, quizá, un espectro desnudo.

Un minuto o dos después, la figura desnuda volvió a pasar.

Esta vez me incorporé bruscamente. Quería contemplar mejor aquel fantasma morondo del amanecer, así que me arrastré hasta los pies de mi litera y asomé la cabeza por el ojo de buey. La cubierta de los botes salvavidas estaba desierta. El Mediterráneo azul lechoso estaba en calma y en el horizonte comenzaba a aparecer un sol amarillo brillante. La cubierta se hallaba tan vacía y silenciosa que pensé seriamente si no habría visto, después de todo, una auténtica aparición, quizá el alma en pena de algún pasajero que hubiera caído por la borda en un viaje anterior y que se pasara su vida eterna corriendo sobre las olas y volviendo a encaramarse en su barco perdido.

De pronto, observé desde mi atisbadero un movimiento al fondo de la cubierta. Entonces se hizo visible un cuerpo desnudo. Pero no era ningún fantasma. Era de carne y hueso y el hombre se movía velozmente por la cubierta, entre los botes salvavidas y los ventiladores, sin hacer ningún ruido, mientras se acercaba corriendo hacia mí. Era bajo, rechoncho, ligeramente barrigudo en su desnudez, y lucía un gran bigote negro. Cuando estuvo a unos veinte metros de distancia, vio mi estúpida cabeza asomada al ojo de buey y me saludó con un brazo peludo, diciéndome:

—¡Venga, muchacho! ¡Venga y eche una carrerita conmigo! ¡Hinche sus pulmones con aire del mar! ¡Póngase en forma! ¡No sea perezoso!

Sólo por el bigote reconocí en él al mayor Griffiths, un hombre que la noche anterior me había contado durante la cena que había pasado treinta y seis años en la India y que regresaba de nuevo a Allahabad tras el acostumbrado permiso en casa.

Sonreí débilmente cuando el mayor pasó brincando, pero no me retiré. Quería verle de nuevo. Había algo que resultaba casi asombroso en la forma en que correteaba desnudo alrededor de la cubierta, algo sorprendentemente inocente y desenvuelto, campechano y amistoso. Y allí estaba yo, con mi juvenil autosuficiencia, mirándole a través del ojo de buey y desaprobando lo que hacía. Pero al mismo tiempo le envidiaba. En realidad me sentía celoso de aquella actitud suya de no importarle nada un ardite, y me hubiera gustado tener arrestos suficientes para salir y hacer lo mismo. Quería ser como él. Deseaba ardientemente tener el valor de despojarme del pijama y lanzarme desnudo a la cubierta y que se fuera al infierno quien me viera. Pero ni en un millón de años hubiera podido hacer aquello. Esperé a que volviera a pasar.

¡Ah, allí estaba! All

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