Leche, fermento y vida

Clara Diez
Clara Diez

Fragmento

Introducción

Introducción

En multitud de entrevistas en los últimos años me han preguntado por qué razón acabé dedicándome al mundo del queso. La pregunta es acertada, porque nadie entiende por qué una chica de veintidós años, cuya familia no se dedica al sector del queso ni al de la alimentación, decide dejarlo todo y posicionarse a sí misma como activista y defensora de un sector envejecido y a priori poco atractivo, como es el del queso artesano.

Siempre me ha costado mucho afrontar la pregunta, porque siento que la respuesta más simple y objetiva solo arroja luz sobre cómo llegué al sector, pero no sobre por qué me quedé. Respecto a las razones que me llevaron a comenzar mi aventura con el queso artesano, se podría decir que una serie de circunstancias accidentales se alinearon en tiempo y lugar, pero más adelante me referiré a ellas. Sin embargo, para contestar con propiedad al por qué me quedé, necesitaría ir más atrás en el tiempo, hablar de mi familia y de mi infancia, de quien soy y de cómo he crecido… y en última instancia, de las razones que subyacen a la aparentemente desconcertante decisión de dedicar mi vida profesional al queso cuando apenas acababa de cruzar el umbral que separa la adolescencia de la adultez temprana.

Nací en Valladolid, en 1992. Soy la mayor de siete hermanos, y crecí en un entorno rural donde los paseos por el campo estaban a la orden del día e incluían siempre una clase magistral de botánica instruida por mi padre. Su pasión por la naturaleza le llevó a convertirse en fotógrafo, con el fin último de profundizar en la belleza y magnitud del reino Plantae que se encuentra a nuestro alrededor y que tantas veces obviamos. La cámara le permitía bucear en los innumerables tejidos de conocimiento que el mundo vegetal nos ofrece; un mundo que posee una belleza salvaje, involuntaria, rica en matices y generosa con el ojo reflexivo. Quizá parecía que no le escuchábamos cuando iba mencionando (todavía lo hace) los nombres en latín de cada una de las especies que encontrábamos en nuestros paseos, pero sin duda esa práctica hizo que tanto mis hermanos como yo creciésemos siendo conscientes de la existencia de un apasionante y complejo microcosmos, cuya observación es oportuno ejercitar, y que es un deber respetar. No hace falta que intente describir con palabras la sensibilidad de la mirada de mi padre hacia el entorno que le rodea, pues tengo el privilegio de que sus imágenes acompañen mis textos en este libro.

Estos paseos por el campo eran embellecidos por la presencia de mi madre, personificación de la ligereza y la persona más dulce, generosa y fuerte que he conocido. Una mujer que decidió dedicarse vocacionalmente al cuidado de sus siete hijos, criándolos desde la sencillez, la espiritualidad y el sentido del humor. Mi madre parece habitar una realidad paralela, donde las preocupaciones se reducen a lo imprescindible y donde la fe y la presencia de Dios lo llenan todo de paz, de resiliencia y de un temple envidiable ante la adversidad. Si hay alguien a quien quiero parecerme en el mundo, es a mi madre.

Así crecimos mis hermanos y yo, en un pueblo a orillas del río Pisuerga. En nuestra casa con patio y jardín, hemos criado hurones, águilas de Harris, búhos, mochuelos, caballos, gallinas y, por supuesto, camadas enteras de perros y gatos. También atrapábamos escarabajos y mariposas (para después devolverlos a su hábitat natural), cuya taxonomía admirábamos a través de un bote de cristal que hacía las veces de jaula. Nada como la emoción primitiva que le brinda a un niño el observar a su presa, fruto de su pericia como cazador de campo, roer unas hojas de lechuga en el interior de un tarro de cocina. En nuestra casa no se le cerró nunca la puerta a ninguna especie de ser vivo, ni animal ni vegetal, y siempre se ha considerado la vida que albergan ambos reinos merecedora del mismo respeto y comprensión.

Crecer en el seno de una familia numerosa (los siete hermanos bien seguidos, con una diferencia de edad de diez años entre el más pequeño y yo, la mayor) nos hizo respetuosos y amigables con aquello que es diferente, y en casa la singularidad siempre se consideró una virtud. Por eso, cuando yo decidí inesperadamente que mi camino era el queso, o cuando mi hermano Gonzalo, con veintitrés años, se compró unas cabras para vivir del pastoreo en la montaña (por poner algunos ejemplos), nadie intentó persuadirnos de lo contrario, y se celebraron nuestras decisiones personales, así como la valentía de apostar por llevarlas a cabo. Siempre agradeceré a mis padres la libertad de dejarnos elegir y no condicionar nuestros caminos. Álvaro, Gonzalo, Lucía, Jaime, Santiago y Miguel estoy segura de que lo agradecen también.

Volviendo a la razón de ser de este libro, estas páginas buscan facilitar al lector el acceso a este universo que me conquistó hace siete años, cuando solo contaba veintidós, y en el que llevo sumergida desde entonces. Es importante apuntar que aquí se hablará de queso exclusivamente en términos de artesanía, pues es esta la única forma de entender el producto al que rindo devoción. No siento ningún tipo de debilidad por elaboraciones de queso que no sigan las pautas de la manualidad, de la transformación consciente, de la representación del territorio. Me interesa el queso desde una perspectiva holística y cultural: esa que nos ayuda a entender mejor quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos. Me interesan la tierra, el alimento, las bacterias que rondan por el aire y que generan cortezas: esos pequeños universos irrepetibles y milagrosamente comestibles. Me interesan las manos de los queseros, arrugadas por el contacto con la cuajada, tibia. Me interesan los campos, el alimento del animal, las variaciones en la leche. Me interesa el queso como alimento, pero en última instancia, me interesa el queso como ritual transformador y como manifiesto cultural que conecta la sensibilidad del ser humano con la mutabilidad del universo. Ambos mundos confluyen en un producto de valor gastronómico inigualable: un anclaje cultural comestible, de carácter hedonista y elevado y, sin embargo, llano, honesto, sencillo, putrefacto. El queso es una balada en la que se concilian lo hu

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