Tengo miedo

Alberto Soler
Concepción Roger

Fragmento

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Érase una vez un planeta muy muy lejano donde vivía un pequeño e inquieto extraterrestre que se llamaba Churuchuru. Era de color verde, tenía tres ojos, tres antenas, cuatro brazos y no solo caminaba, no… ¡también volaba! Su planeta era enorme y precioso. Tenía dos soles y cuatro lunas, grandes lagos y montañas, y un montón de divertidos habitantes.

Érase otra vez un planeta muy muy cercano donde vivía una niña que se llamaba Lisa. Su piel era más bien rosada, tenía dos ojos, dos brazos, una larga melena y no volaba, no… ¡Lisa caminaba! Su planeta era enorme y precioso. Tenía un sol y una luna, grandes lagos y montañas, y un montón de animalitos de diferentes especies que siempre iban corriendo de acá para allá.

Desde muy pequeño, a Churuchuru le fascinaba mirar el cielo y observar las estrellas y los planetas. Mientras sus amigos se quedaban embobados delante de la churupantalla, él devoraba libros de viajes intergalácticos. Pasaba horas y horas mirando dibujos de otros planetas e imaginando cómo sería vivir allí. Y es que Churuchuru tenía un sueño: ¡quería ser el explorador intergaláctico más intrépido que jamás hubiera existido! Solo había un problema… Churuchuru no tenía miedo. De hecho, él no era el único, ya que todos los habitantes de su planeta tenían ese mismo problema. Churuchuru lo sabía y se había propuesto encontrar una solución.

Desde muy pequeña, a Lisa le fascinaba mirar el cielo y observar las estrellas y los planetas. Mientras sus amigas se quedaban embobadas delante de la tele, ella se lo pasaba pipa con sus libros del espacio. Le encantaba imaginar cómo serían los habitantes de otros planetas: ¿tendrían brazos y piernas como ella?, ¿cómo respirarían?, ¿hablarían su idioma? Soñaba con conocerlos y aprender de ellos, pero había un problema… Lisa tenía miedo. Mucho miedo.

Lo que Lisa no sabía es que los otros niños, e incluso las personas mayores, también tenían miedo. Lisa pensaba que su problema no tenía solución y, encima, sus hermanos no paraban de chincharla y de burlarse de ella y de sus miedos.

—Lisa, nos vamos a ver las estrellas con el telescopio, ¿te vienes? —propuso un día su hermano mayor.

—¡Vale! ¿Adónde vais? —preguntó Lisa.

—Donde el otro día, al claro del bosque.

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—¡Nooo! ¡Al bosque no, qué miedo! —contestó Lisa con voz temblorosa.

—¿De verdad? ¿Otra vez estás con esas? Bueno, pues si no quieres venir no vengas, pero nosotros nos vamos. ¡Es donde mejor se ven las estrellas!

—Mamááá, ¡¡¡me están fastidiando otra vez!!!

—Chicos, ¡dejad de fastidiar a vuestra hermana! —ordenó su madre.

—¡No la estamos fastidiando! Solo hemos dicho que vamos al bosque a ver las estrellas, pero a ella le da miedo y no quiere venir. Pues que no venga. ¡Ella se lo pierde!

Como iba diciendo, en el planeta Churuchuru tenían un gran problema: sus habitantes no sentían miedo. Sí, sí... ¡No lo notaban! Y eso, aunque suene bien, en realidad no mola tanto como parece... La falta de miedo les estaba llevando a una situación insostenible; si seguían así, acabarían por extinguirse. Por eso, todos los habitantes del planeta debían estudiar en la escuela lo que era el miedo.

Sin embargo, a Churuchuru no le bastaba con estudiarlo en los libros. Él quería conocer a alguien que de verdad sintiera el miedo. Y sabía dónde tenía que buscar.

Había un planeta en una galaxia muy lejana en el que todos sus habitantes sentían las emociones y, al parecer, les había ido muy bien gracias a ellas. Así que, cuando por fin Churuchuru aprobó el gran examen

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