Amor, pobreza y guerra

Christopher Hitchens

Fragmento

Índice

Índice

Amor, pobreza y guerra

Introducción

I. Amor

Las medallas de sus derrotas

Un hombre de contradicciones permanentes

El viejo

Huxley y Un mundo feliz

Greeneland

¡Noticia bomba!

Un hombre de sentimientos

La desgracia de la poesía

Joyce en Bloom

El inmortal

Americana

Sucedió en Sunset

La balada de la Ruta 66

Las aventuras de Augie March

Fantasmas rebeldes

¿El poeta de América? El logro de Bob Dylan

Luché contra la ley en la Nueva York de Bloomberg

Por sueños patriotas

II. Pobreza

Martha, S. A.

Escenas de una ejecución

En la enfermedad y con sigilo

El extraño caso de David Irving

Por qué los estadounidenses no estudian historia

Cien años de Muggeridge

Las mentiras de Michael Moore

Virginidad recobrada

El divino

El diablo y la madre Teresa

Bienaventurados los creadores de frases

Poder judío, peligro judío

El futuro de una ilusión

El Evangelio según Mel

III. Guerra

Antes de septiembre

La lucha de los kurdos

Trueno en las montañas negras

Visita a un pequeño planeta

La Habana puede esperar

Los debates Clinton-Douglas

Después de septiembre

Todavía estamos en pie

La mañana después

Contra la racionalización

Sobre el pecado, la izquierda y el fascismo islámico

Una respuesta a Noam Chomsky

Culpando primero a Bin Laden

Los fines de la guerra

Pakistán: en la frontera del Apocalipsis

El largo adiós de Sadam

Una experiencia liberadora

Notas

Biografía

Créditos

A Martin Amis

Introducción

Un antiguo proverbio dice que la vida de un hombre está incompleta a menos que, o hasta que, haya probado el amor, la pobreza y la guerra. O. Henry, en cuya epónima pero seudónima taberna en Irving Place malgasté tan agradablemente algunas de mis primeras veladas en Nueva York, escribió un relato titulado «The Complete Life of John Hopkins», donde un ciudadano sin malicia consigue experimentar la trinidad completa de esos fenómenos al salir de su pequeño apartamento en la ciudad en busca de un cigarro de cinco centavos. La considerada opinión de O. Henry era: «Parece que el sabio poder ejecutivo que gobierna la vida del hombre ha pensado que es mejor instruir al hombre en esas tres condiciones, y nadie puede escapar a las tres». No creo lo más mínimo en ningún poder ejecutivo, por no hablar de uno que sea sabio (no creo en Ella, en otras palabras), pero sería ocioso negar un elemento de perspicacia en la observación.

La mayoría de la gente reflexiva o sensible diría, presumiblemente, que tenemos demasiado poco de la primera de esas «condiciones», y un exceso de la segunda y la tercera. Tanto George Orwell como Joseph Heller manifestaron un fuerte desacuerdo, argumentando con vehemencia que el dinero es mucho más importante que el amor. (E incluso que es más importante que la salud, que —como nos recordó Heller en Algo ha pasado— «no compra dinero».) Puede que esto fuera una reacción excesiva ante la pobreza, que a menudo las mentes proclives a la espiritualidad elogian falsamente como algo ennoblecedor, pero a la que ahora se atribuye ampliamente el efecto contrario.

La guerra también ha tenido mala prensa en general, pero parece capaz de conseguir brillantes evaluaciones retrospectivas: la visión retrospectiva es precisamente el apartado en el que el amor más te decepciona. Podría expresarse así, y siento sinceramente que el discurso sea aquí demasiado masculino, pero no puedo evitarlo: los hombres desearían haber sido guerreros, o están orgullosos de haberlo sido. Desearían estar enamorados ahora. Y les gusta ver la pobreza como algo que superaron, o al menos podrían haber superado. El luchador a tiempo completo es una rareza (al igual que el amante a tiempo completo). Pero el hombre que hace hincapié en sus primeros combates con la carencia y la escasez se encuentra prácticamente en todas partes, y continuará contando esas batallitas hasta el fin de los tiempos.

Para presentar mi caso en pocas palabras: vengo de una larga tradición de marinos y militares por parte de mi padre, y me educaron en bases, escuchando historias de estoicismo e incluso coraje. Durante la larga paz que siguió al boom de mi infancia estaba muy contento de ser el primer Hitchens en unas cuantas generaciones que no tenía que considerar siquiera la posibilidad de llevar un uniforme. Mi tío abuelo Harry, cuyo barco se hundió en el mar helado en la batalla de Jutlandia en 1915, no solo se salvó a sí mismo, sino también al camarero del comedor. Las facturas del bar se perdieron para siempre. Recuerdo que me halagaba cuando me decían que me parecía a su retrato al óleo, pero no quería ir más allá. También recuerdo mi completo asombro, hace unos años, cuando mi padre dio el extremadamente infrecuente paso de llamarme para felicitarme por un artículo que había escrito. Era sobre la guerra civil en Beirut. «Me pareció que fuiste bastante valiente al ir», dijo antes de colgar, como si se lo hubiera pensado mejor. Desde entonces he sido testigo de la guerra varias veces, pero nunca sin haber preparado una conveniente vía de escape. El crucero ligeramente armado de mi padre, el Jamaica de Su Majestad, dio el golpe de gracia a un serio acorazado nazi llamado Scharnhorst en diciembre de 1943, un día de trabajo mucho mejor y más arriesgado del que yo he hecho o haré nunca. Experimento el mismo sentimiento encontrado de reverencia y vergüenza cuando viajo brevemente con co

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