Índice
Amor, pobreza y guerra
Introducción
I. Amor
Las medallas de sus derrotas
Un hombre de contradicciones permanentes
El viejo
Huxley y Un mundo feliz
Greeneland
¡Noticia bomba!
Un hombre de sentimientos
La desgracia de la poesía
Joyce en Bloom
El inmortal
Americana
Sucedió en Sunset
La balada de la Ruta 66
Las aventuras de Augie March
Fantasmas rebeldes
¿El poeta de América? El logro de Bob Dylan
Luché contra la ley en la Nueva York de Bloomberg
Por sueños patriotas
II. Pobreza
Martha, S. A.
Escenas de una ejecución
En la enfermedad y con sigilo
El extraño caso de David Irving
Por qué los estadounidenses no estudian historia
Cien años de Muggeridge
Las mentiras de Michael Moore
Virginidad recobrada
El divino
El diablo y la madre Teresa
Bienaventurados los creadores de frases
Poder judío, peligro judío
El futuro de una ilusión
El Evangelio según Mel
III. Guerra
Antes de septiembre
La lucha de los kurdos
Trueno en las montañas negras
Visita a un pequeño planeta
La Habana puede esperar
Los debates Clinton-Douglas
Después de septiembre
Todavía estamos en pie
La mañana después
Contra la racionalización
Sobre el pecado, la izquierda y el fascismo islámico
Una respuesta a Noam Chomsky
Culpando primero a Bin Laden
Los fines de la guerra
Pakistán: en la frontera del Apocalipsis
El largo adiós de Sadam
Una experiencia liberadora
Notas
Biografía
Créditos
A Martin Amis
Introducción
Un antiguo proverbio dice que la vida de un hombre está incompleta a menos que, o hasta que, haya probado el amor, la pobreza y la guerra. O. Henry, en cuya epónima pero seudónima taberna en Irving Place malgasté tan agradablemente algunas de mis primeras veladas en Nueva York, escribió un relato titulado «The Complete Life of John Hopkins», donde un ciudadano sin malicia consigue experimentar la trinidad completa de esos fenómenos al salir de su pequeño apartamento en la ciudad en busca de un cigarro de cinco centavos. La considerada opinión de O. Henry era: «Parece que el sabio poder ejecutivo que gobierna la vida del hombre ha pensado que es mejor instruir al hombre en esas tres condiciones, y nadie puede escapar a las tres». No creo lo más mínimo en ningún poder ejecutivo, por no hablar de uno que sea sabio (no creo en Ella, en otras palabras), pero sería ocioso negar un elemento de perspicacia en la observación.
La mayoría de la gente reflexiva o sensible diría, presumiblemente, que tenemos demasiado poco de la primera de esas «condiciones», y un exceso de la segunda y la tercera. Tanto George Orwell como Joseph Heller manifestaron un fuerte desacuerdo, argumentando con vehemencia que el dinero es mucho más importante que el amor. (E incluso que es más importante que la salud, que —como nos recordó Heller en Algo ha pasado— «no compra dinero».) Puede que esto fuera una reacción excesiva ante la pobreza, que a menudo las mentes proclives a la espiritualidad elogian falsamente como algo ennoblecedor, pero a la que ahora se atribuye ampliamente el efecto contrario.
La guerra también ha tenido mala prensa en general, pero parece capaz de conseguir brillantes evaluaciones retrospectivas: la visión retrospectiva es precisamente el apartado en el que el amor más te decepciona. Podría expresarse así, y siento sinceramente que el discurso sea aquí demasiado masculino, pero no puedo evitarlo: los hombres desearían haber sido guerreros, o están orgullosos de haberlo sido. Desearían estar enamorados ahora. Y les gusta ver la pobreza como algo que superaron, o al menos podrían haber superado. El luchador a tiempo completo es una rareza (al igual que el amante a tiempo completo). Pero el hombre que hace hincapié en sus primeros combates con la carencia y la escasez se encuentra prácticamente en todas partes, y continuará contando esas batallitas hasta el fin de los tiempos.
Para presentar mi caso en pocas palabras: vengo de una larga tradición de marinos y militares por parte de mi padre, y me educaron en bases, escuchando historias de estoicismo e incluso coraje. Durante la larga paz que siguió al boom de mi infancia estaba muy contento de ser el primer Hitchens en unas cuantas generaciones que no tenía que considerar siquiera la posibilidad de llevar un uniforme. Mi tío abuelo Harry, cuyo barco se hundió en el mar helado en la batalla de Jutlandia en 1915, no solo se salvó a sí mismo, sino también al camarero del comedor. Las facturas del bar se perdieron para siempre. Recuerdo que me halagaba cuando me decían que me parecía a su retrato al óleo, pero no quería ir más allá. También recuerdo mi completo asombro, hace unos años, cuando mi padre dio el extremadamente infrecuente paso de llamarme para felicitarme por un artículo que había escrito. Era sobre la guerra civil en Beirut. «Me pareció que fuiste bastante valiente al ir», dijo antes de colgar, como si se lo hubiera pensado mejor. Desde entonces he sido testigo de la guerra varias veces, pero nunca sin haber preparado una conveniente vía de escape. El crucero ligeramente armado de mi padre, el Jamaica de Su Majestad, dio el golpe de gracia a un serio acorazado nazi llamado Scharnhorst en diciembre de 1943, un día de trabajo mucho mejor y más arriesgado del que yo he hecho o haré nunca. Experimento el mismo sentimiento encontrado de reverencia y vergüenza cuando viajo brevemente con co