Lágrimas de sal

Pietro Bartolo
Lidia Tilotta

Fragmento

 Lágrimas de sal

Índice

Lágrimas de sal

1. Mare Nostrum

2. Una zapatilla roja

3. No podemos acostumbrarnos

4. Las heridas del alma

5. La sabiduría del pequeño Anuar

6. El destino en un sorteo

7. Una elección definitiva

8. El orgullo del rescate

9. Retorno a Lampedusa

10. Lo que entiende un alcalde y no los «grandes» de la tierra

11. «Tú te lo has buscado»

12. Omar, el que nunca se detiene

13. La crueldad del hombre

14. El aroma del hogar

15. El cementerio de barcos

16. La generosidad de las olas

17. El turista fuera de temporada

18. El regalo más bello

19. Brazos de gigante

20. Personas «respetables»

21. El problema es el hombre, no Dios

22. Mala hierba nunca muere

23. Favour, la de los ojos grandes

24. Mujeres en camino

25. 3 de octubre de 2013

26. Hijos del mismo mar

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre los autores

Créditos

Notas

cap

A nuestros padres, Giacomo e Gaspare.

A nuestras madres, Grazia y Nuccia.

A las madres y a los padres, a los hijos y a las hijas
que solo buscan un lugar donde poder vivir y crecer.

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1

Mare Nostrum

El agua está helada. Me cala hasta los huesos. No consigo achicar toda la que hay. Salto de un lado a otro, pero mis intentos son inútiles. Utilizo todas mis fuerzas y mi agilidad, pero la barca sigue llena. Y caigo.

De repente. Sin siquiera darme cuenta. Tengo miedo. Es noche cerrada y hace frío. La inconsciencia de mis dieciséis años no me ha permitido calcular el riesgo. No podía y no debía caerme al mar. Creo que voy a morir.

En el barco grande duermen, y quien está al timón parece que ni siquiera se ha dado cuenta de que en la barca de apoyo ya no hay nadie. Tengo miedo. Estamos a cuarenta millas de Lampedusa y si no consigo que me oigan de inmediato me dejarán aquí, y será el final. Solo se darán cuenta de que me han perdido cuando lleguen a puerto. No quiero morir así. No a los dieciséis años. Estoy aterrorizado.

Estoy a punto de sucumbir al pánico y me pongo a gritar a pleno pulmón, tratando de mantenerme a flote, sin dejar que me arrastre al fondo este mar que nos permite sobrevivir, pero que también puede decidir abandonarnos para siempre, convertirse en un monstruo cruel y despiadado. «¡Patri!», grito mientras la angustia crece dentro de mí. «¡Patri!», grito de nuevo. Está al timón y no puede oírme. El final se acerca, pienso, pero no dejo de gritar. Entonces, algo sucede. Se vuelve y me ve, con los brazos levantados, la voz quebrada por el llanto, y regresa derecho a buscarme.

Grita a los marineros para que se despierten. A bordo del Kennedy crece la agitación. Hay mar picada y no es fácil subirme, pero al final lo consiguen. Estoy a salvo. Tengo frío, estoy mal, vomito agua salada. Lloro como un niño desesperado. Mi padre me abraza con fuerza, me calienta como puede. Volvemos a casa con el barco vacío, una mala jornada de pesca, pero habiendo salvado una vida. La mía.

En nuestra humilde casa de pescadores permanezco en silencio durante días. Yo, que nunca me callo. Yo, que nunca estoy quieto, ahora no puedo ni moverme. De mi boca no emerge sonido alguno. Por primera vez en mi vida he entendido lo que significa mirar a la muerte de frente. Sin embargo, lo que entonces aún no sabía era que no solo esa noche se me quedaría grabada para siempre en la memoria, sino que mi existencia estaría marcada por ese mar que devuelve cuerpos y vidas, y que me tocaría precisamente a mí salvar esas vidas y ser el último en tocar esos cuerpos. Que cada vez que fuera al muelle a examinar a un hombre, a una mujer, a un niño empapados en agua helada y con la mirada invadida por el miedo pensaría en esos momentos.

De vez en cuando la pesadilla de aquella noche revive, pero desde hace más de veinticinco años, a ese sueño aterrador, a ese recuerdo terrible, se le añaden otros, aún más devastadores y, por desgracia, me temo que se añadirán otros.

Prepararse una comida caliente antes de abordar la larga travesía. Eso es lo que trataban de hacer Amina y otras mujeres cuando usaron una manguera para conectar una bombona de gas a un hornillo improvisado. La llamarada no les dejó escapatoria. Sufrieron quemaduras en más del noventa por ciento del cuerpo. Una escena aterradora. Pero los contrabandistas de Libia no tuvieron piedad. Las cargaron a la fuerza en un barco y viajaron en esas condiciones hasta acabar a la deriva en medio de un dolor insoportable, hasta que llegó la Guardia di Finanza a salvarlas.

Los equipos de rescate ni siquiera sabían cómo tocarlas, cómo subirlas a bordo de las patrulleras sin provocarles aún más sufrimiento. Sin embargo, de ellas no salió ni un grito, ni un llanto, ni un gemido. Ni siquiera cuando los soldados las bajaron al muelle en aquellas condiciones.

Yo no podía creerlo. Delante de mis ojos se desarrollaba una escena terrible. No sabía por dónde empezar. Era el enésimo reto. Porque no sabes a qué vas a enfrentarte en cada desembarco. No sabes cuál de las muchas especialidades que no has cursado tendrás que ejercer.

Eran veintitrés. Una, de apenas diecinueve años, no había sobrevivido. La más pequeña solo tenía dos años y estaba completamente quemada. Traté de causarles el menor dolor posible. La piel les caía al suelo a jirones, y las dejaba en carne viva. Debíamos trasladarlas de inmediato. A Catania, a Palermo: tenían que curarlas en instalaciones adecuadas. Aquí en Lampedusa no podíamos hacer mucho por ellas. Una carrera contra el tiempo, con los helicópteros de transporte yendo y viniendo. Cuando finalmente subimos a la última a bordo, nuestras respiraciones volvieron a su ritmo regular. Una vez más, al menos en parte, lo habíamos conseguido.

Unos días más tarde paseaba por la calle Roma, la arteria principal de Lampedusa, todavía pensando en lo que había sucedido. Una trabajadora social me detuvo y me habló de un hombre que había desembarcado con aquellas veintitrés mujeres, y que ahora se encontraba alojado en el centro de acogida. Lo recordaba, también lo había examinado, estaba bien y llevaba a un niño. Me pareció que era su hijo, pero ella me dijo que no era así. El niño era hijo de una de las chicas quemadas. Habían pasado ya varios días y todavía estaban buscando la vía burocrática para averiguar quién era la madre.

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