Saqueo

Gemma Martínez

Fragmento

Introducción

El futuro aún huele a gasolina

Creí que ya lo había visto todo. Viví en directo la mayor crisis financiera de la historia moderna, provocada por las hipotecas de alto riesgo (subprime). Desde el inicio, en 2007, y en el epicentro de todos los problemas, Estados Unidos. La corresponsalía del diario económico Expansión en Nueva York me permitió contar historias impensables hasta ese momento, como la desaparición de la firma Bear Stearns de Wall Street, la quiebra del banco Lehman Brothers, el pánico posterior en las bolsas, la recesión más grave desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el contagio internacional y la agonía de la población. La estabilidad financiera se tambaleó por las conductas temerarias de los gestores de los grupos más problemáticos.

Richard Fuld, presidente ejecutivo de Lehman Brothers, es un exponente claro de la asunción de riesgos excesivos y de la desfachatez extrema. Su pésima dirección estranguló a uno de los iconos de la banca de inversión. La Reserva Federal, el banco central estadounidense, contribuyó a la quiebra de la entidad al negarle más financiación de emergencia cuando su posición se hizo insostenible, en una decisión muy polémica, sobre todo cuando dos días después aprobó el rescate de la aseguradora AIG con fondos públicos.

El desfallecimiento de la primera economía del mundo1 disparó el desempleo. La tasa de paro superó los dos dígitos, con quince millones de estadounidenses sin trabajo y sin perspectivas de mejora a corto plazo. Pese a los esfuerzos y las grandes esperanzas depositadas en el presidente del país, Barack Obama, se desdibujaba el sueño americano, aquella ilusión de que cualquier persona podía prosperar con su propio esfuerzo y generar riqueza para los suyos, con independencia de cuál fuera su raza, clase o religión.

Mientras tanto, España disfrutaba aún del espejismo de felicidad surgido durante los años de la burbuja inmobiliaria. Gobernantes, empresarios, banqueros y ciudadanos, adictos a la deuda, exprimían el dinero barato, vivían por encima de sus posibilidades y se olvidaban de ahorrar.

Cuando volví a España, la directora del periódico, Ana Pereda, me propuso que me encargara de cubrir la información de la banca. El sector ya sufría por los problemas de las cajas de ahorros más débiles, como Caja Castilla-La Mancha, CajaSur y Caja de Ahorros del Mediterráneo, que estaban dirigidas por gestores inútiles, avariciosos, temerarios y carentes de toda decencia. Pero lo peor todavía estaba por venir. La economía española, destrozada por el estallido de la burbuja inmobiliaria, entró en su peor crisis desde los años posteriores a la Guerra Civil.2 El deterioro coincidía en el tiempo con la crisis financiera internacional aún viva y con las tensiones de la deuda pública europea. La música celestial dejó de sonar por los errores sangrantes de los gestores de las cajas de ahorros más problemáticas, el cambio de ciclo económico y la respuesta tibia y tardía tanto del Gobierno socialista como del Banco de España.

El modelo de negocio de las cajas fue positivo y útil para la sociedad en su origen, pero después se pervirtió, con un amplio grupo de directivos que se arrimaron al poder político, abusaron del riesgo inmobiliario, buscaron su propio beneficio y se concedieron retribuciones, indemnizaciones y pensiones millonarias. Saquearon sin pudor las entidades para las que solo trabajaban pero que sentían como si fueran suyas. La ministra de Economía, Elena Salgado, y el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, creyeron que la crisis más grave de la historia moderna era pasajera y, con una ingenuidad infantil, negaron la realidad a un país que se preparaba para celebrar elecciones generales en marzo de 2008. Los gobiernos regionales tampoco contribuyeron a la causa con sus decisiones de oponerse a fusiones de cajas que tenían su lógica en favor de otras operaciones disparatadas que nunca debieron producirse.

Cuando todos se dieron cuenta de sus errores y quisieron reaccionar ya era demasiado tarde. El posterior maremágnum de cambios normativos, con nueve leyes distintas aprobadas en cuatro años (tres ya con Mariano Rajoy en La Moncloa), desestabilizó al sector financiero y lo dejó en una situación de fragilidad sin precedentes. La confianza de los clientes y de los inversores, la proteína que los bancos necesitan tanto como el aire, desapareció. Como en las crisis no existen compartimentos estancos, los problemas contagiaron a la economía real y a los ciudadanos. España, que aspiraba a colocarse entre las siete mayores potencias del mundo, perdió posiciones en la clasificación mundial. Aunque llegó a ser la octava economía, descendió hasta el puesto número dieciséis. El desempleo está en máximos históricos y el impago de los créditos amenaza al conjunto de la banca.

El Gobierno del Partido Popular heredó un sector financiero en reestructuración y, al contrario que el Partido Socialista, quiso resolver los problemas cuanto antes e imprimió velocidad al saneamiento, aunque su actuación fue un tanto errática y desconcertante durante los nueve primeros meses. El ministro de Economía, Luis de Guindos, forzó la nacionalización de entidades como Bankia, en una de las crisis peor gestionadas de los últimos tiempos, pidió ayuda financiera a la Unión Europea y diseñó un plan para reconfigurar el sistema bancario español. Su objetivo es que haya menos entidades y que estas sean cada vez más grandes y más solventes, lideradas por Santander, BBVA y La Caixa, para que así puedan centrarse en captar ahorro, dar crédito y contribuir a la reactivación de la economía. El impacto de las políticas promovidas por el Gobierno de Rajoy todavía está por definir. Por ahora tan solo puede afirmarse que han fracasado en su intento de que los mercados vuelvan a confiar en los bancos españoles y que las fusiones y adquisiciones provocarán una reducción de la competencia que encarecerá los servicios financieros.

La crisis económica ha obligado ya a comprometer más de 225.000 millones de euros para sanear los balances de las entidades sanas y para respaldar los planes de reestructuración de los grupos intervenidos, nacionalizados o en proceso de fusión. Las propias entidades financieras han asumido tres cuartas partes de esta factura y el Estado ha sufragado el resto. Está por ver si parte de este dinero podrá recuperarse a medio y largo plazo, siempre que la economía salga de la recesión y la banca recobre su salud, o si, por el contrario, será necesario aportar más fondos. De momento, el Gobierno ya ha tenido que admitir que las inyecciones de capital tendrán un impacto en la deuda y en el presupuesto del Estado, lo que complicará aún más el objetivo de reducir el déficit público. Así será difícil cumplir los compromisos adquiridos con los socios europeos, a pesar de las subidas de impuestos aprobadas por el Ejecutivo de Rajoy. Los incrementos del IRPF o el IVA han castigado a unas rentas familiares que ya estaban maltrechas por la crisis.

Estados Unidos comenzaba a reanimarse cuando dejé el país. España todaví

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