El arte de actuar

Rolf Dobelli

Fragmento

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EL ARTE DE ACTUAR

Prólogo

Todo empezó una noche de otoño de 2004. A invitación de un magnate de los medios de comunicación, viajé a Múnich para participar en lo que se llamó un «intercambio informal con intelectuales». Nunca antes me había considerado un «intelectual» (estudié empresariales y me hice empresario, es decir, lo contrario de un intelectual), pero había publicado dos novelas y evidentemente eso bastaba.

En la mesa estaba Nassim Nicholas Taleb, por entonces un oscuro financiero de Wall Street con inclinaciones por la filosofía. Le fui presentado como experto en la Ilustración inglesa y escocesa, sobre todo en David Hume. Obviamente me habían confundido. No dije nada, sonreí algo inseguro a mi alrededor y dejé que la pausa así producida pareciera una prueba de mis vastos conocimientos filosóficos. De inmediato, Taleb acercó una silla libre y me la ofreció dando palmaditas en el asiento. Por suerte, tras unas pocas frases, la conversación se desvió de Hume a Wall Street. Nos maravillamos de los errores sistemáticos que cometen los directores ejecutivos, sin excluirnos a nosotros mismos. Hablamos del hecho de que, al examinar en retrospectiva sucesos improbables, estos parecían mucho más probables. Nos reímos de los inversores que apenas podían separarse de sus acciones con las cotizaciones por debajo del precio de compra.

Poco después, Taleb me envió unas páginas de su manuscrito, que comenté y en parte critiqué, y acabaron formando parte del éxito de ventas mundial El cisne negro. El libro catapultó a su autor a la liga de las estrellas intelectuales mundiales. Con una creciente hambre intelectual, devoré la bibliografía sobre heurísticas y sesgos. En paralelo, se intensificó el intercambio vía correo electrónico con numerosos investigadores y empecé a visitar sus laboratorios. En 2009 me di cuenta de que, en paralelo con mi trabajo como novelista, había completado un auténtico estudio de psicología social y cognitiva.

La incapacidad de pensar con claridad, o lo que los expertos denominan un «error cognitivo», constituye una desviación sistemática de la lógica, del pensamiento y de la conducta óptima, racional y razonable. Con «sistemática» quiero decir que estos no se limitan a ser errores de juicio ocasionales sino más bien errores rutinarios, obstáculos frente a la lógica con los que tropezamos una y otra vez, repitiendo pautas a través de las generaciones y los siglos. Por ejemplo: es mucho más habitual que sobreestimemos nuestro conocimiento a que lo subestimemos. De un modo similar, el peligro de perder algo resulta mucho más estimulante que la perspectiva de obtener una ganancia similar. En presencia de otras personas tendemos a adaptar nuestra conducta a la de ellas y no a la inversa. Las anécdotas hacen que pasemos por alto la distribución estadística (índices de referencia) subyacente y no al revés. Los errores que cometemos siguen la misma pauta una y otra vez y se amontonan en un rincón específico y previsible como la ropa sucia, mientras que el otro rincón permanece relativamente limpio (es decir, se amontonan en el rincón del «exceso de confianza», no en el de la «falta de confianza»).

Para evitar apuestas frívolas con las ganancias acumuladas a lo largo de mi carrera literaria, empecé a confeccionar una lista de esos errores cognitivos sistemáticos, junto con notas y anécdotas personales,… sin la intención de publicarla jamás. Originalmente, la lista estaba destinada a mi uso exclusivo. Algunos de esos errores de pensamiento se conocen desde hace siglos; otros, desde hace unos años. Algunos vienen con dos o tres nombres adjuntos. Opté por los términos de uso más extendido. Pronto me di cuenta de que semejante colección de escollos no solo resultaba útil a la hora de decidir en qué invertir, sino también para resolver asuntos comerciales y personales. Una vez que hube preparado la lista me sentí más sereno y tranquilo. Comencé a reconocer mis propios errores con mayor prontitud y fui hábil para cambiar de rumbo antes de causar daños duraderos. Y por primera vez en la vida fui capaz de advertir cuándo otros podían estar a punto de cometer esos mismos errores sistemáticos. Armado con mi lista, no pude evitar su atractivo… y tal vez obtener ventajas en mis negocios. Ahora disponía de categorías, términos y explicaciones con los que defenderme de la irracionalidad. Desde los días en que Benjamin Franklin remontaba su cometa, los truenos y los relámpagos no se han vuelto menos frecuentes, poderosos o sonoros… pero sí menos inquietantes. Eso es exactamente lo que hoy en día siento respecto de mi propia irracionalidad.

Mis amigos no tardaron en enterarse de la existencia de mi compendio y de mostrarse interesados. Ello derivó en una columna semanal en periódicos de Alemania, Holanda y Suiza, innumerables presentaciones (en general ante médicos, inversores, miembros de consejos, presidentes de empresas y funcionarios gubernamentales), y, finalmente, a este libro.

Al hojear sus páginas, deben tenerse en cuenta tres cosas. Primero: la lista de falacias que aparecen en él es incompleta; no cabe duda de que se descubrirán otras. Segundo: en su mayor parte estos errores están relacionados entre sí, lo que no debería suponer una sorpresa, ya que, al fin y al cabo, las zonas del cerebro están vinculadas. Proyecciones neuronales viajan de una zona neuronal a otra, ninguna funciona de manera independiente. Tercero: básicamente, soy un novelista y un empresario, no un sociólogo. No dispong­o de un laboratorio propio en el que llevar a cabo experimentos acerca de errores cognitivos ni de un equipo de investigadores a quienes encargar la búsqueda de errores conductuales. Al escribir este libro me considero una suerte de traductor, cuya tarea consiste en interpretar y sintetizar lo que ha leído y aprendido, de ponerlo en palabras que otros puedan comprender. Siento un gran respeto por los investigadores que, en décadas recientes, han descubierto estos errores cognitivos y conductuales. El éxito de este libro es, fundamentalmente, un homenaje a sus investigaciones. Siento una enorme gratitud hacia ellos.

Este no es un libro de instrucciones. En él el lector no hallará los «siete pasos para alcanzar una vida libre de errores». Los errores cognitivos están demasiado arraigados para que podamos librarnos de ellos por completo. Silenciarlos exigiría una fuerza de voluntad sobrehumana, pero eso ni siquiera es una meta que merezca la pena. No todos los errores cognitivos son tóxicos, y algunos incluso son necesarios para llevar una buena vida. Aunque puede que este libro no contenga la llave de la felicidad, al menos funciona como un seguro frente a un exceso de infelicidad autoin­ducida.

De hecho, mi deseo es bastante sencillo: si al pensar pudiéramos aprender a reconocer y evitar los mayores errores —en nuestra vida privada, en el trabajo o en el gobierno—, es posible que nuestra prosperidad aumentase de manera considerable. No necesitamos una astucia adicional, ideas nuevas, artilugios innecesarios ni una hiperactividad febril: lo único que necesitamos es menos irracionalidad.

ROLF DOBELLI

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