El futuro del capitalismo

Paul Collier

Fragmento

cap-2

1

Las nuevas ansiedades

PASIÓN Y PRAGMATISMO

Hay grietas profundas que están desgarrando el tejido de nuestras sociedades. Están provocando nuevas ansiedades e iras en la gente, y nuevas pasiones en política. Las bases sociales de esas ansiedades son geográficas, educativas y morales. Son las regiones rebelándose contra la metrópolis; el norte de Inglaterra frente a Londres; el interior frente a las costas. Son quienes tienen menos estudios rebelándose contra los que tienen más. Son los trabajadores precarios rebelándose contra los «gorrones» y los «captadores de rentas». El provinciano esforzado y con menos estudios ha sustituido a la clase trabajadora como fuerza revolucionaria de la sociedad: los sans culottes han sido reemplazados por los sans chic. Pero ¿qué enfada a esta gente?

El lugar se ha convertido en una dimensión de las nuevas quejas; tras un largo periodo de reducción de las desigualdades económicas geográficas, recientemente han aumentado con rapidez. En Estados Unidos, Europa y Japón las áreas metropolitanas han adelantado al resto de la nación. No solo se están volviendo mucho más ricas que las provincias, sino que se están distanciando socialmente y ya no son representativas del país del que a menudo son la capital.

Pero incluso dentro de la dinámica metrópolis, el reparto de estos extraordinarios beneficios económicos está muy sesgado. Los nuevos triunfadores no son ni capitalistas ni trabajadores normales, son aquellos que tienen una buena educación y nuevas habilidades. Se han constituido en una nueva clase; se conocen en la universidad y desarrollan una nueva identidad compartida en la que la estima proviene del talento. Incluso han desarrollado una moralidad distintiva, al elevar características como la pertenencia a una minoría étnica y la orientación sexual a identidades grupales en las que se identifican como víctimas. Sobre la base de su preocupación singular por los grupos de víctimas, se atribuyen una superioridad moral frente a quienes tienen menos estudios. Al haberse erigido como una nueva clase dirigente, quienes tienen una buena educación confían más que nunca tanto en el Gobierno como en ellos mismos.

Si bien la riqueza de quienes cuentan con estudios se ha disparado, y con ello han aumentado las medias nacionales, ahora quienes tienen menos titulaciones están en crisis, tanto en la metrópolis como a escala nacional, y se les ha estigmatizado como la «clase blanca trabajadora». El síndrome del declive empieza con la pérdida de los trabajos satisfactorios. La globalización ha desplazado muchos de tipo semicualificado a Asia, y el cambio tecnológico está eliminando muchos otros. La desaparición de estos empleos ha repercutido con especial virulencia en dos grupos de edad: los trabajadores mayores y aquellos que intentan encontrar su primera colocación.

Entre los mayores, la pérdida del empleo conduce con frecuencia a la ruptura familiar, a las drogas, el alcohol y la violencia. En Estados Unidos, la sensación resultante del fracaso de no tener una vida plena se manifiesta en el descenso de la esperanza de vida para los blancos que no han ido a la universidad, lo cual ocurre en un momento en que el ritmo sin precedentes de los avances médicos está proporcionando un rápido aumento de la esperanza de vida a los grupos más favorecidos.[1] En Europa, las redes de seguridad social han amortiguado la severidad de las consecuencias, pero el síndrome se ha generalizado y en las ciudades más arruinadas, como Blackpool, la esperanza de vida también está disminuyendo. Los despedidos de más de cincuenta años beben de los posos de la desesperación, aunque los jóvenes con menos estudios no lo han pasado mucho mejor. En gran parte de Europa la gente joven se enfrenta a un desempleo masivo; en la actualidad, un tercio de los jóvenes italianos está en paro, una magnitud de escasez de trabajo vista por última vez en la depresión de la década de 1930. Las encuestas muestran un nivel sin precedentes de pesimismo juvenil: la mayoría espera tener un nivel de vida peor que el de sus padres. Tampoco se trata de una falsa impresión: durante las últimas cuatro décadas, el funcionamiento económico del capitalismo se ha deteriorado. Aunque la crisis financiera global de 2008 y 2009 lo puso de relieve, ese pesimismo venía creciendo lentamente desde la década de 1980. La principal credencial del capitalismo, esto es, mejorar el nivel de vida para todos de forma ininterrumpida, ha quedado en entredicho, pues mientras sí ha cumplido con algunos, ha ignorado a otros. En Estados Unidos, el corazón emblemático del sistema, la mitad de la generación nacida en la década de 1980 está rotundamente peor que la generación de sus padres a la misma edad.[2] Para ellos, el capitalismo no está funcionando. Dados los enormes avances en tecnología y en políticas públicas ocurridos desde 1980, el fracaso es asombroso. Con estos avances, que a su vez dependen del capitalismo, hubiera sido por completo factible que todo el mundo llegara a estar sustancialmente mejor. Y sin embargo, ahora una mayoría espera que la vida de sus hijos sea peor que la suya. Entre la clase trabajadora blanca estadounidense este pesimismo alcanza un increíble 76 por ciento.[3] Y los europeos son incluso más pesimistas que los estadounidenses.

El resentimiento de quienes tienen menos estudios no está exento de temor. Reconocen que los que tienen una buena educación se están distanciando, social y culturalmente. Y concluyen que tanto este alejamiento como la aparición de grupos más favorecidos, percibidos como acaparadores de las mejores prestaciones, debilitan su propia pretensión de ayuda. La merma de la confianza depositada en el futuro que le espera a su red de seguridad social está ocurriendo justo cuando la necesidad de esta ha aumentado.

La ansiedad, la ira y la desesperación han hecho trizas las lealtades políticas de la gente, su confianza en el Gobierno e incluso la que había entre iguales. Quienes tienen menos estudios estuvieron en el centro de las insubordinaciones que vieron a Donald Trump derrotar a Hillary Clinton; al Brexit derrotar a aquellos que querían permanecer en la Unión Europea; a los partidos insurgentes de Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon conseguir más del 40 por ciento del voto (reduciendo a los socialistas, entonces en el poder, a menos del 10 por ciento); y la caída de la coalición entre democristianos y socialdemócratas que convirtió a la extrema derecha de la AfD (Alternativa por Alemania) en la oposición oficial en el Bundestag. La brecha educativa se vio agravada por la brecha geográfica. Londres votó en gran medida a favor de permanecer en la Unión Europea; Nueva York votó sobre todo por Clinton; París rechazó a Le Pen y a Mélenchon; y Frankfurt rechazó a la AfD. La oposición radical llegó de las provincias. Las revueltas estaban relacionadas con la edad, pero no fue algo tan sencillo como reducirlo a los mayores frente a los jóvenes. Tanto los trabajadores que tenían más años, que habían sido marginados cuando sus habilidades perdieron valor, como la gente joven, que se incorporaba a un mercado laboral desolador, recurrieron a los extremos. En Francia los jóvenes votaron de una manera desproporcionada a la extrema derecha renovada, mientras que en Reino Unido y Estados Unidos votaron de una manera desproporcionada a la extrema izquierda renovada.

La naturaleza aborrece el vacío, e igual sucede con

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