Eva Braun

Heike B. Görtemaker

Fragmento

ca-1

 

Introducción

Cuando partió de Munich a Berlín el 7 de marzo de 1945 en un vehículo militar todoterreno, Eva Braun estaba a punto de terminar de escribir su historia.1 Esta había comenzado en 1929 en la tienda del fotógrafo muniqués Heinrich Hoffmann, donde conoció a Adolf Hitler, presidente del ultraderechista Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), entonces una formación de escaso éxito en Alemania. Ahora, Eva Braun viajaba a la capital contra la voluntad de Hitler para morir con él.

Hitler le había ordenado que se quedara en el Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden, donde él poseía una gran hacienda, su «fortaleza en las montañas», ya que Berlín, sobre todo después de los ataques aéreos aliados del 3 de febrero, había sido destruida en buena parte; varias veces al día sonaba la alarma antiaérea. Ya en enero, el Ejército Rojo soviético había alcanzado el río Oder. Por el oeste se acercaban estadounidenses y británicos, apoyados por numerosos aliados. En la Cancillería del Reich nadie contaba, pues, con la aparición de Eva Braun. Con su llegada, comentaría más tarde Albert Speer en sus Memorias, «un heraldo de la muerte entró de forma plástica y real en el búnker».2 En ese momento se liberó efectivamente de la existencia de meretriz que había llevado durante muchos años. Desde entonces, su nombre está unido de forma inseparable al de Hitler. Ella misma se convirtió a su lado en leyenda al morir juntos. Pero ¿fue eso lo que ella había querido?

Nadie, escribe el historiador británico Ian Kershaw, ha marcado el siglo XX con más fuerza que Adolf Hitler. También «una sociedad moderna, progresista y cultivada» es susceptible de «hundirse en la barbarie» con una rapidez inimaginable, sostiene.3 Es indiscutible que la conmoción de esa experiencia histórica sigue mostrando sus efectos. El nombre de Hitler se ha convertido, pues, en un símbolo. En todo el mundo se relaciona con violencia, inhumanidad, racismo, nacionalismo perverso, genocidio y guerra. Desde que el presidente del Reich, Paul von Hindenburg, nombrara a Hitler canciller del Reich el 30 de enero de 1933, alcanzando así el NSDAP el poder de forma legal, se han realizado innumerables intentos de revelar las estructuras de la dictadura nacionalsocialista, pero sobre todo de interpretar el «fenómeno» de Hitler.4 Ese debate dura hasta hoy.

En comparación con ello, Eva Braun, la vieja amiga y finalmente esposa de «el mal en persona», aparece como históricamente insignificante, «una sombra muy pálida del Führer»,5 o incluso «una decepción de la historia», como escribiera Hugh Trevor-Roper, un cero a la izquierda. El motivo de ese juicio es la creencia de que Eva Braun «no desempeñó ningún papel en las decisiones que provocaron los peores crímenes del siglo», y de que solo fue parte de un seudoidilio privado que quizá incluso permitiera a Hitler «continuar con el horror de forma aún más consecuente».6 De este modo, Eva Braun queda relegada siempre al margen en las biografías de Hitler. Las pocas obras que se ocupan de la historia de su vida ponen el acento en su supuestamente trágico «destino de mujer», y renuncian —si es que no presentan ya de por sí un claro sello ideológico— a la contextualización de la compañera de Hitler en su entorno social, cultural y político.7

La falta de consideración de Eva Braun como figura histórica se explica también por la imagen dominante de Hitler en la bibliografía. Y es que la descripción de Hitler como persona sigue siendo hoy controvertida. Algunos de sus biógrafos afirman incluso que Hitler fue una «no persona». Por ejemplo, Joachim C. Fest le concedió a principios de los años setenta una concentración de poder opresiva y una «singular grandeza», si bien criticó al mismo tiempo su palidez individual como sujeto histórico, su apariencia de estatua y lo teatral de su figura, además de constatar su «incapacidad para la vida cotidiana».8 Décadas más tarde, también Ian Kershaw opinó que «todo el ser» de Hitler cristalizó en su papel de Führer, de forma que no quedó nada de una existencia «personal» o «más profunda»; la vida privada de ese déspota dotado de un «poder carismático» de «rango extraordinario», no consistió más que en una yuxtaposición de «rituales vacíos».9 Incluso ahora que han pasado sesenta años y desde la convicción de que las ciencias históricas entretanto han «medido con exactitud» el «abismo» del Estado nacionalsocialista, los historiadores siguen fijando la mirada en la «mueca del monstruo».10

Pero ¿no alberga esta interpretación el peligro de subyugarse a la autoestilización de Hitler, de considerar secundaria su persona y de esa forma deshumanizarlo? ¿No se escapa así a nuestra capacidad autocrítica de comprensión? Al fin y al cabo, su ministro de Ilustración Popular y Propaganda, Joseph Goebbels, no paró de propagar la idea de que el Führer sacrificaba su vida y su felicidad privadas por el pueblo alemán. Hitler se situaba «por encima de todas las preocupaciones y deficiencias de la vida cotidiana como una roca en el mar».11 ¿No se estará esbozando de forma retrospectiva una figura artificial que se lo pondrá más difícil a las generaciones futuras a la hora de definir su actitud hacia la propia historia y de comprender el carácter de la dictadura nacionalsocialista?

En modo alguno se tratará de justificar aquí un énfasis excesivo en el individuo en la historiografía. Tampoco se trata de mostrar «comprensión» por la vida privada del dictador, un Lucifer en persona convertido en una figura de dudosa fascinación. Lejos de todo ello, una investigación seria sobre Eva Braun, capaz de interpretar las fuentes con espíritu crítico —algo que ningún autor ha hecho hasta ahora—, ofrece la posibilidad de alumbrar una nueva perspectiva sobre Hitler que podría contribuir a desdemonizarlo.

Surge entonces la cuestión de quién fue realmente esa mujer y qué óptica permite proyectar sobre el «criminal del siglo». A fin de cuentas, Eva Braun y Adolf Hitler estuvieron unidos por una relación que duró más de catorce años, y que no terminó hasta su suicidio conjunto. Además, esa relación constituyó para Hitler, aun a escondidas de la opinión pública alemana, uno de sus pocos vínculos personales con una mujer. Su aspecto físico —joven, rubia, deportista, atractiva, con alegría de vivir— no encajaba en absoluto con un Hitler que en fotos privadas muestra un aire envejecido y rígido y una «cara de psicópata» (Joachim Fest). Eva Braun, dicen, amaba la moda, el cine y el jazz, leía obras de Oscar Wilde —autor prohibido en Alemania a partir de 1933—, le gustaba viajar y practicaba deporte en exceso.12 Así pues, su vida apenas encajaba en el modelo de la mujer alemana propagado por la ideología nacionalsocialista, según el cual esta tenía que ser en primer lugar madre y vigilar el hogar del hombre. Entonces, ¿qué unió a Eva Braun con Hitler? ¿Cómo se pueden caracterizar sus relaciones con los hombres del círculo más cercano al Führer, co

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