Contra la censura

J.M. Coetzee

Fragmento

Índice

Índice

Contra la censura

Prefacio y agradecimientos

1. Ofenderse

2. Salir de la censura

3. El amante de lady Chatterley: el estigma de lo pornográfico

4. Los daños de la pornografía: Catharine MacKinnon

5. Erasmo: locura y rivalidad

6. Osip Mandelstam y la Oda a Stalin

7. Censura y polémica: Solzhenitsin

8. Zbigniew Herbert y la figura del censor

9. El pensamiento del apartheid

10. El trabajo del censor: la censura en Sudáfrica

11. La política de la disidencia: André Brink

12. Breyten Breytenbach y el lector en el espejo

Bibliografía

Notas

Biografía

Créditos

Prefacio y agradecimientos

Los ensayos aquí recogidos constituyen una tentativa de comprender una pasión con la cual no tengo ninguna afinidad intuitiva, la pasión que se expresa en actos de silenciamiento y censura. También constituyen una tentativa de comprender, desde una perspectiva histórica y sociológica, por qué sucede que no tengo ninguna afinidad con esa pasión. No equivalen, por lo tanto, a ninguna clase de historia de la censura (lo cual no significa que yo trate la censura como una institución sin historia). Tampoco plasman ninguna teoría sólida sobre la censura. La censura es un fenómeno que pertenece a la vida pública, y el estudio de la misma se extiende a varias disciplinas, entre ellas el derecho, la estética, la filosofía moral, la psicología humana y la política (la política en el sentido filosófico, pero más a menudo en el sentido más limitado y pragmático del término).

Del mismo modo que hay una diferencia enorme entre las ideas subversivas y las representaciones moralmente repugnantes (por no hablar de las expresiones blasfemas), en teoría debería existir una gran diferencia entre la censura ejercida para supervisar los medios de comunicación y la censura que vigila las artes. En la práctica, sin embargo, los censores que controlan los límites de la política y de la estética son los mismos. Al no trazar ninguna línea definida entre la censura por motivos políticos y la debida a razones morales, imito al censor cuando sigue la pista de «lo indeseable», la categoría bajo la cual equipara de manera forzada e incluso caprichosa lo subversivo (lo políticamente indeseable) y lo repugnante (lo moralmente indeseable).

«Indeseable» es una palabra curiosa. En el sentido de «indigno de ser deseado», no coincide con la mayoría de los adjetivos que empiezan por «in-» y acaban en «-ble». «Inexplicable» significa «que no se puede explicar», pero desde luego «indeseable» no significa «que no se puede desear». Al contrario, lo que el censor trata de refrenar es precisamente el entusiasmo por los libros, las imágenes o las ideas sometidos a escrutinio. En su vocabulario, «indeseable» significa «que no se debería desear» o incluso «que no está permitido desear».

El argumento puede llevarse aún más lejos. Lo que es indeseable es el deseo del sujeto que desea: el deseo del sujeto es indeseado. Si nos tomamos la libertad morfológica de leer «indeseado» no como in(deseado) sino como (indesea)do, podemos imaginar un verbo «indesear» cuyo significado es algo parecido a «refrenar el deseo de X por Y».

Un objeto indeseable —objeto Y— es un objeto indeseado, un objeto cuyo deseo hay que prohibir. También es, en el sentido amplio que acabo de sugerir, un objeto cuyo deseo por parte del sujeto X se convierte a su vez en el objeto de un antideseo activo cuya esencia es fría (glacial) en lugar de caliente (ardiente).

Los objetos indeseados que se tratan en este libro son, en su mayoría, producciones de escritores; no me interesan tanto las razones por las cuales son indeseados en cada caso como los modos en que sus autores han respondido a la atención del censor. En casos extremos (Osip Mandelstam conminado a componer una oda de alabanza a Stalin, Breyten Breytenbach escribiendo poemas bajo la vigilancia de sus carceleros, que también eran sus únicos lectores), el censor se cierne sobre el escritor y no se lo puede ignorar. Sin embargo, en la mayoría de los casos la contienda con el censor es más privada, y consiste en impedir que un lector poco grato e hipercrítico invada la vida interior y creativa del escritor.

La censura no es una ocupación que atraiga a mentes inteligentes y sutiles. Se puede burlar a los censores, y a menudo así ha sucedido. Ahora bien, el juego de colarle mensajes esópicos al censor resulta en última instancia estéril y distrae a los escritores de su verdadera tarea.

El único caso que recojo de un artista implicado con entusiasmo en una prueba de intelectos con los órganos del Estado es el de Alexandr Solzhenitsin durante los años anteriores a su expulsión de la Unión Soviética, acaecida en 1974. El Solzhenitsin de aquellos años era un polemista hábil y temible; según todos los criterios salvo el empleado por el propio Estado soviético —el criterio de quién disponía de más fuerza—, ganó. No tengo ninguna razón para pensar que Solzhenitsin contemple retrospectivamente sus esfuerzos con alguna duda acerca de sí mismo.

El gesto punitivo de censurar tiene su origen en la reacción de ofenderse. La fortaleza de estar ofendido, como estado mental, radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo. Aplico a la seguridad en sí mismo del estado de ofensa una crítica erasmista cuya fortaleza y cuya debilidad radican en que es una crítica insegura, no vacilante pero tampoco segura de sí misma. En la medida en que mi propia crítica del censor es insegura (tengo dudas, por ejemplo, de qué pensar de los artistas que rompen tabúes pero reclaman la protección de la ley), el presente libro está dominado por el espíritu de Erasmo.

El único ejemplo que recojo que procede por completo del ámbito de la política es el de Geoffrey Cronjé, uno de los primeros teóricos del apartheid. Cronjé fue censor a regañadientes de su propia obra (un practicante, a su pesar, de la literatura esópica para un público tan poco familiarizado con dicha modalidad que, tras haber disimulado al principio lo que había querido decir, luego tuvo que señalarlo enérgicamente), y también fue, en un momento posterior de su vida, cuando el apartheid había empezado a buscar con ansia la respetabilidad, el objeto de las maquinaciones de colegas impacientes por relegarlo a los rincones más oscuros de los archivos. Sin embargo, la verdadera razón por la cua

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