Sin palabras

Mark Thompson

Fragmento

 Sin palabras

Índice

Sin palabras

1. Sin habla

2. Labia y soltura

3. Ya estamos otra vez

4. Spin y contraspin

5. ¿Por qué me miente este cabrón mentiroso?

6. Un debate insalubre

7. Cómo arreglar un lenguaje público roto

8. Frases que venden

9. Lancémoslo a las llamas

10. Guerra

11. La abolición del lenguaje público

12. Keep Calm and Don’t Carry On

Últimas consideraciones y agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Mark Thompson

Créditos

Notas

cap

Para Jane

cap-1

1

Sin habla

No retrocedáis. Mejor, ¡RECARGAD!

SARAH L. PALIN,
Twitter, 23 de marzo de 2010[1]

El lenguaje importa. Las palabras no cuestan nada, y cualquier político, periodista o ciudadano de a pie posee una reserva ilimitada de ellas. Sin embargo, hay días en que unas pocas palabras bien elegidas adquieren una importancia crucial, y el orador que las halla decide el curso de los acontecimientos. Con tiempo, los líderes, comentaristas y activistas dotados de empatía y elocuencia pueden emplear las palabras para no solo explotar la opinión pública, sino moldearla. ¿El resultado? Paz, prosperidad, progreso, desigualdad, prejuicios, persecuciones, guerra. El lenguaje importa.

No se trata de ninguna novedad; por algo hace miles de años que se estudia, enseña y debate el lenguaje y la oratoria. Pero nunca antes se habían distribuido las palabras con tal alcance y con tanta inmediatez. Surcan el espacio virtual con un retraso infinitesimal. Un político puede sembrar una idea en diez millones de mentes antes de bajar del estrado. Una imagen con un autor y un significado compuesto de forma meditada —un avión que se estrella contra un rascacielos, sin ir más lejos— puede llegar a espectadores de todo el mundo con una instantaneidad que ya no conoce límites mecánicos o geográficos. Hubo un tiempo, no demasiado lejano en la historia de la humanidad, en que solo habríamos oído un rumor, o leído una noticia al respecto, días o incluso semanas después. Hoy en día todos somos testigos, parte de un público que observa y escucha en tiempo real.

Ahora. Está pasando ahora. Lo está diciendo ahora. Estás colgando tu comentario ahora. Estoy respondiendo ahora. Escúchame. Mírame. Ahora.

Vemos nuestra época como la era de la información digital, y lo es, pero a veces olvidamos cuánta de esa información se transmite en un lenguaje humano que realiza la misma función que ha llevado a cabo en todas las sociedades humanas: avisar, asustar, explicar, engañar, enfurecer, inspirar y, sobre todo, convencer.

Así pues, esta es también la era del lenguaje. Aún más: estamos viviendo una transformación del lenguaje sin precedentes, que todavía no está terminada ni decidida. Y aun así, cuando reflexionamos y debatimos sobre el estado actual de la política y los medios de comunicación —sobre cómo se estudian las políticas y los valores y se toman las decisiones— tendemos a mencionarlo solo de pasada, como si nos interesara solo en la medida en que puede ayudarnos a entender otro tema, algo más fundamental. Este libro sostiene que el lenguaje público —el lenguaje que usamos al hablar de política, al argumentar en un tribunal o al intentar convencer a alguien de cualquier tema en un contexto público— merece un estudio detenido por sí mismo. La retórica, el estudio de la teoría y la práctica del lenguaje público, antaño se consideraba la reina de las humanidades. En la actualidad languidece en un digno anonimato. Pienso defender su derecho al trono.

Tenemos una ventaja sobre las generaciones anteriores de estudiosos de la retórica. Que se puedan hacer búsquedas electrónicas en los medios de comunicación modernos y que sean indelebles significa que nunca ha sido tan fácil seguir el rastro de la evolución de las palabras y declaraciones concretas con las que se constituye una oratoria particular. Cual epidemiólogos tras la pista de un nuevo virus, podemos retroceder en el tiempo y remontar el recorrido de una muestra influyente de lenguaje público empezando por su fase pandémica, cuando está en todas las bocas y pantallas, pasando por su desarrollo, primero tardío y luego temprano, hasta llegar por fin a la singularidad: el momento y lugar precisos en los que fue alumbrada.

El 16 de julio de 2009, la doctora Betsy McCaughey, exvicegobernadora del estado de Nueva York, intervino en el programa de radio de Fred Thompson para dar su opinión sobre el asunto político más candente de aquel verano: el polémico plan del presidente Barack Obama para reformar el sistema sanitario estadounidense y extender la cobertura a decenas de millones de ciudadanos que antes carecían de seguro.

Fred Thompson, quien murió en el otoño de 2015, era un conservador pintoresco, cuya gravedad adusta y carrilluda le había catapultado desde una próspera carrera como abogado hasta el Senado de Estados Unidos, por no hablar de sus diversas temporadas de éxito como actor de carácter en Hollywood. Después de su paso por el Senado, presentó un programa de radio con llamadas del público, y en 2009 el suyo era uno de los incontables altavoces mediáticos conservadores en los que se diseccionaba y criticaba el Obamacare.

No había persona más indicada que Betsy McCaughey para ese cometido. Historiadora y con un doctorado por la Universidad de Columbia (que le daba derecho a utilizar el tratamiento de doctora, de sonoridad tan médica), había escalado, gracias solo a su inteligencia, desde unos orígenes humildes en Pittsburgh hasta convertirse en un personaje público importante de la derecha estadounidense. Además, se la consideraba una especialista en sanidad pública. Había sido forense, y una crítica feroz de la fallida reforma sanitaria de Clinton con la que los demócratas habían intentado cambiar el sistema en la década de 1990. El Obamacare, por supuesto, era un programa muy diferente; tanto, que algunos de sus principios fundamentales habían sido desarrollados y hasta puestos en práctica por republicanos. El proyecto guardaba un parecido especialmente incómodo con las reformas sanitarias que había aplicado el republicano Mitt Romney cuando era gobernador de Massachusetts. Por las fechas en que se emitió la entrevista radiofónica de McCaughey, ya se estaba señalando a Romney como posible candidato a enfrentarse a Barack Obama en las presidenciales de 2012.

Pero Betsy McCaughey era demasiado franca y tenía un compromiso ideológico demasiado fuerte para dejarse amilanar por la genealogía intelectual del Obamacare. Tampoco era probable que se las viese con un interrogatorio demasiado estricto por parte de su abogado, ahora presentador de radio. La política estadounidense ya había polarizado las opiniones incluso antes de que Barack Obama llegase a la Casa Blanca, y el debate mediático sobre esa propuesta ya se había orientado en dos direcciones contrapuestas. El paradójico resultado era que, cuanto más enconadas se volvían las discrepancias, más probable era que todos los presentes en un estudio televisivo o una página web de política estuvieran de acuerdo entre ellos. Las personas con las que todos ellos discrepaban estaban ausentes; en realidad, tal vez se hallaban reunidas en otro estudio, defendiendo el punto de vista contrario dentro de un reducto ideológico igual de reconfortante, donde afrontaban el mismo riesgo escaso de contradicción.

Sobre el papel, pues, en aquel encuentro no había nada fuera de lo ordinario: ni la coyuntura política, ni los personajes ni el cariz o la fluidez que cabía esperar de la conversación. Pero el 16 de julio, Betsy McCaughey tenía algo nuevo que decir. Escondida en las profundidades de uno de los borradores de la legislación del Obamacare que en aquellos momentos se estaba debatiendo en el Congreso, se había topado con una alarmante propuesta que había pasado desapercibida:

Una de las cosas más escandalosas que encontré en este proyecto de ley, y había muchas, está en la página 425, donde el Congreso haría obligatorio [...] que cada cinco años los titulares de un plan de salud Medicare asistieran a una sesión de asesoramiento para informarles sobre cómo terminar antes con sus vidas, cómo rechazar la nutrición, cómo rechazar que les hidraten, cómo pasar a cuidados paliativos... Son cuestiones sagradas de vida y muerte. El gobierno no tendría que inmiscuirse en eso.[2]

Esta acusación presenta dos elementos reseñables. El primero es que, sencillamente, no es cierta. La parte del proyecto de ley a la que McCaughey hacía referencia —la sección 1233— en realidad no imponía sesiones de orientación obligatorias sobre cómo «terminar con la vida». Tales sesiones habrían permanecido a discreción del paciente. El objetivo de esa sección del proyecto de ley era añadir la opción de esas sesiones voluntarias a la cobertura de Medicare, el programa federal que paga los costes sanitarios de muchos estadounidenses de la tercera edad.

Pero la falsedad de la acusación —que en realidad fue refutada con prontitud y contundencia por los defensores de la ley— no impidió en lo más mínimo que corriera como la pólvora. Ese es el segundo aspecto destacable, más enigmático que el primero. Con anterioridad, la cobertura del asesoramiento sobre la muerte digna había gozado de un tímido apoyo por parte de los dos partidos, pero en los días que siguieron a la intervención de McCaughey, muchos de los comentaristas conservadores más influyentes de Estados Unidos y una serie de políticos republicanos destacados, entre ellos el líder de la minoría en la Cámara de Representantes, John Boehner, hicieron causa común con ella. Y empezó a adornarse la acusación. La presentadora de radio conservadora Laura Ingraham apeló a su padre, de ochenta y tres años de edad: «No quiero que ningún burócrata del gobierno le diga qué tratamiento debe plantearse para ser buen ciudadano. Es algo que da miedo».[3] Aunque un puñado de tertulianos asociados con la derecha ridiculizaron el «mito» o «patraña» de la sección 1233 —en el programa Morning Joe, de la MSNBC, Joe Scarborough habló en broma de la «cláusula de la Parca»[4]— la mayor parte de la opinión vertida por el lado conservador de la divisoria política presuponía que la acusación de McCaughey contra el proyecto de ley no era un mito, sino la exposición franca de un hecho.

Entonces, el 7 de agosto, Sarah Palin salió a la palestra con un mensaje de Facebook que incluía el siguiente pasaje:

Los Estados Unidos que conozco y amo no son un país donde mis padres o mi bebé con síndrome de Down tengan que plantarse delante del «comité de la muerte» de Obama para que sus burócratas puedan decidir, basándose en un juicio subjetivo de su «nivel de productividad en la sociedad», si son merecedores de atención sanitaria. Un sistema así es maligno, sin más.[5]

Lo que vino después es historia. En cuestión de días, el recién acuñado término «comité de la muerte» (death panel) estaba en boca de todos —en la radio, la televisión, los periódicos, internet, Twitter—, difundido no solo por la autora y sus partidarios sino también, de forma involuntaria a la par que inevitable, por quienes intentaban desenmascararlo por todos los medios. Para mediados de agosto, un sondeo de Pew indicaba que nada menos que un 86 por ciento de los estadounidenses había oído el término. De entre ellos, un 30 por ciento creía que se trataba de una propuesta real —entre los republicanos la proporción era del 47 por ciento—, mientras que otro 20 por ciento afirmaba no estar seguro de si era verdadera o falsa.[6]

A pesar de todos los desmentidos, la teoría de que el Obamacare significaba la implantación de comités de la muerte obligatorios siguió gozando de una obstinada aceptación, y al cabo de unos meses los demócratas eliminaron la propuesta original. Cuando en 2012 la administración Obama planteó de nuevo la posibilidad de cubrir la orientación sobre la muerte digna dentro de Medicare, la expresión de marras amenazó con volver a la carga y la propuesta se abandonó con rapidez. En el verano de 2015, después de llevar a cabo otras intensas investigaciones y consultas adicionales, Medicare anunció que, en efecto, pretendía costear el asesoramiento para la muerte digna. Como era de prever, Betsy McCaughey apareció de inmediato en The New York Post para anunciar: «Vuelven los comités de la muerte».[7]

Una expresión que exageraba y tergiversaba una acusación que ya era de por sí falsa y que, en cualquier caso, no tenía casi nada que ver con la idea central del Obamacare, había variado el curso de la política. En realidad, es probable que sea lo único que muchos estadounidenses recuerdan de todo el debate sobre la Seguridad Social. Como observó el veterano conservador Pat Buchanan a propósito de Sarah Palin: «La señora sabe cómo enmarcar un tema».[8]

Dejemos de lado las opiniones que nos merezcan los protagonistas de este drama político, o incluso la sanidad pública y la política, y centrémonos en la expresión «comité de la muerte» como mero elemento retórico. ¿Qué hace que funcione? ¿Por qué tuvo tanto éxito en la configuración del debate? ¿Y qué nos dice, si es que nos dice algo, sobre lo que está pasando con nuestro lenguaje público?

Parte de su fuerza radica, sin duda, en su «compresión». Un argumento político poderoso que puede expresarse mediante cuatro palabras resulta ideal para el mundo de Twitter... y no solo Twitter. Supongamos que, en algún momento del verano de 2009, alguien que está en un aeropuerto estadounidense pasa por delante de un televisor. Las palabras «comité de la muerte» encajan de maravilla en las cintillas que todas las cadenas de noticias sitúan en la parte inferior de la pantalla. La persona en cuestión ni siquiera sabe si quien aparece en el monitor está a favor o en contra del Obamacare. Lo que ve —y lo que recuerda— son esas cuatro palabras.

Podemos analizar la compresión más a fondo. La expresión tiene el efecto de una sinécdoque, la variedad de metonimia en la que se toma la parte por el todo. Sabemos, nada más oírlas, que las palabras «comité de la muerte» no representan tan solo a la sección 1233, sino a la totalidad del Obamacare. En realidad, representan todo lo relacionado con Barack Obama, su administración y su visión para Estados Unidos.

Además, las palabras son «prolépticas»: toman una situación futura imaginaria y la presentan como la realidad del momento. Mientras que Betsy McCaughey se limita a tergiversar el proyecto de ley, Sarah Palin ofrece un vaticinio político que expone lo siguiente: la legislación que proponen los demócratas concederá al gobierno federal el control de vuestra salud y la de vuestra familia, el control sobre la vida y la muerte, y tarde o temprano crearán una burocracia para decidir qué le corresponde a cada cual. A primera vista, por lo tanto, se trata de un argumento que alerta sobre el peligro de abrir ciertas puertas: si les dejamos que aprueben esta ley, al final el gobierno decidirá quién vive y quién muere. Pero claro, no se trata ni mucho menos de un argumento completo. Es una muestra de agudeza retórica que salta directamente al desenlace distópico, del que pinta un vívido retrato. Tal es el poder de la prolepsis que puede hacer que el oyente no repare en la ausencia de los pasos intermedios del argumento.

El impacto de la expresión viene acentuado en el mensaje original por dos inspiradas muestras de travestismo. Sarah Palin escribe la expresión «comité de la muerte» entre comillas, como si estuviera citando del proyecto de ley; también entrecomilla «nivel de productividad en la sociedad», como si también ese fuera un término de Barack Obama, en lugar de una expresión inventada por ella. Esta evocación de un estado socialista/burocrático deshumanizado parece basarse en la interpretación sesgada que hizo una correligionaria conservadora, la congresista Michele Bachmann, de las opiniones del bioético Ezekiel Emanuel, uno de los más fervientes defensores de la sanidad universal. Se adecúa a la perfección, eso sí, con los ataques contra los intentos del gobierno estadounidense de reformar la Seguridad Social, que se remontan a más de medio siglo atrás: a mediados de la década de 1940, la American Medical Association describió los planes del presidente Truman para instaurar una cobertura sanitaria nacional como «medicina socializada» al estilo soviético. Pero las palabras «comité de la muerte» activan alusiones incluso más siniestras: los programas de eugenesia y eutanasia del siglo XX y los procesos de selección de los campos de exterminio, con Barack Obama y los funcionarios de Medicare en el papel de médicos nazis.

Si escuchamos con verdadera atención, no obstante, oiremos algo más. La mención de Trig, su hijo con síndrome de Down, revela hasta qué punto Palin ha generalizado y radicalizado un argumento que empezó con la acusación, que ya parece un poco modesta, de que se iba a hostigar a los ancianos para que se negaran a recibir tratamiento médico. De pronto se trata de asesinar a los jóvenes.

Y existe una consecuencia más amplia. Sería razonable que un votante de Estados Unidos concluyera que existen dos clases de cuestiones de política pública: las que van al corazón de las diferencias religiosas, culturales y éticas —los debates sobre el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo son ejemplos obvios— y las que son básicamente de gestión. ¿Cómo prevenir otro sobresalto como el de Lehman Brothers? ¿Cuál es el mejor modo de proteger a Estados Unidos del virus del Zika? Siguiendo este hilo, podría concluirse que la cuestión de la reforma de la asistencia sanitaria cae de lleno en esta segunda categoría.

No según Sarah Palin. Sus anteriores alusiones públicas a Trig habían tenido que ver con su oposición al aborto, y para ella el Obamacare provoca objeciones parecidas: es una batalla entre las fuerzas del bien y del mal. Al referirse a su hijo con síndrome de Down, intenta trasladar el carácter visceral y maniqueo del debate sobre el aborto a la contienda sobre la reforma sanitaria. Cuando se habla del aborto, los dos bandos creen que no pueden hacerse concesiones. Lo mismo sucede con la atención médica, afirma ella. No cabe hacer concesiones a quienes pretenden sacrificar a tu hijo.

Y esa es la conclusión que podemos extraer de la expresión «comité de la muerte». Es maximalista: en todos los aspectos, defiende su postura en los términos más fuertes posibles. Lo que Sarah Palin afirma desenmascarar es, ni más ni menos, una conspiración homicida. No se presupone la más mínima buena fe de parte del oponente: se trata de un combate político a muerte, una lucha en la que vale toda arma lingüística. Es una retórica que no aspira a reducir la desconfianza en los políticos, sino a fomentarla. Y ha funcionado.

A ustedes tal vez el término «comité de la muerte» les deje fríos. Quizá consideren grotesco o cómico el concepto retórico, y les asombre que alguien pueda dejarse arrastrar por un recurso tan grosero y exagerado. Pero toda retórica está diseñada para un momento y un lugar concretos, y por encima de todo para un público específico —es un arte en extremo táctico y contextual—, y es probable que la expresión no estuviera pensada para ustedes. Dados el contexto y el público que en principio iba a oírla, sin embargo, tuvo una eficacia devastadora, como un misil de precisión que destruye los obstáculos hasta alcanzar su objetivo.

Y aun así, en un aspecto, es un sonoro fracaso. Es tan tendenciosa, tan abstraída de las auténticas —y difíciles— decisiones y compensaciones que deben afrontarse en cualquier debate sobre sanidad pública, es tan partidista en su intención y significado, que hace que las opciones políticas reales relacionadas con el Obamacare no resulten más fáciles de entender, sino más difíciles. De forma intencionada o no, el poder explicativo se ha sacrificado por completo en aras del impacto retórico.

LA GENTE ESTÁ MUY ENFADADA

De un extremo a otro del espectro, cada vez más gente reconoce que algo va mal en nuestra política y en el modo en que las cuestiones políticas se debaten y deciden en Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países occidentales. La democracia no es un camino de rosas y la inquietud que despierta no tiene nada de nuevo; basta leer a Platón o a Thomas Hobbes. Pero existen pruebas sustanciales que respaldan el mayor desasosiego actual.

«La gente está muy enfadada. Creedme, muy enfadada», dijo a sus seguidores el famoso promotor inmobiliario Donald Trump el 15 de marzo de 2016, en un discurso pronunciado después de vencer en otros cuatro estados durante las elecciones primarias republicanas. Más allá de lo que se piense de Trump, cuesta rebatir esa observación. El barómetro de Edelman Trust mide la confianza en el gobierno, las empresas, los medios de comunicación y las ONG en veintiocho países del mundo. Su encuesta de 2016 revelaba una ínfima mejoría en lo referente a la confianza en el gobierno, que había tocado fondo durante la crisis financiera, pero también sugería que la brecha entre el nivel de confianza en las instituciones políticas y de otra índole por parte de las élites (o el «público informado»[*]) y por parte del grueso de la población se había ensanchado año tras año, hasta el punto de ser la más amplia que Edelman haya registrado nunca.[9] Los tres países donde más ha crecido esa distancia a lo largo de los últimos cuatro años son Francia, Reino Unido y Estados Unidos.

Tanto en América como en Europa, la desilusión a corto plazo frente a los políticos tradicionales —causada por su incapacidad para corregir la desigualdad de renta o castigar a nadie después de la crisis financiera, por la creciente ansiedad que provocan la globalización y la inmigración y por el poso amargo que dejó la guerra de Irak— ha exacerbado y acelerado unas tendencias adversas hacia nuestros sistemas políticos que ya antes resultaban preocupantes. En Estados Unidos y otros países occidentales, la política se ha crispado, la brecha entre izquierda y derecha se ha ensanchado no solo entre los partidos sino entre la ciudadanía, y se ha reducido el número de áreas de legislación en que los principales partidos están dispuestos o capacitados para alcanzar acuerdos con sus oponentes; en el caso de Estados Unidos casi hasta cero. El resultado es que se ha esclerotizado la toma de decisiones en muchas instituciones políticas nacionales y supranacionales.

El bajo grado de confianza en los políticos tradicionales ha llevado a muchos ciudadanos a darles la espalda y buscar alternativas. Entre estas figuran radicales izquierdistas chapados a la antigua como Jeremy Corbyn en Gran Bretaña y Bernie Sanders en Estados Unidos; partidos de extrema derecha en contra de la inmigración como el Frente Nacional francés, que ha obtenido magníficos resultados en las recientes elecciones y cuya líder, Marine Le Pen, tiene visos de convertirse en una seria aspirante a ganar las elecciones presidenciales de 2017, y el FPÖ o Partido de la Libertad de Austria, cuyo candidato, Norbert Hofer, quedó a un pelo de alcanzar la presidencia de su país en mayo de 2016; nuevas agrupaciones populistas-radicales como Syriza en Grecia y Podemos en España; partidos centrados en una sola cuestión, como el UKIP británico y el SNP escocés; y antipolíticos puros, como el cómico italiano Beppe Grillo o Donald Trump. El éxito de esos partidos e individuos no tradicionales ha tentado a algunos políticos convencionales a imitar su estilo y sus tácticas. Cada uno a su manera, Ted Cruz y Boris Johnson son ejemplos de este último fenómeno. De resultas, los partidos y las instituciones públicas tradicionales están experimentado fuerzas de ruptura desde dentro y desde fuera.

Pero la apatía pública y la falta de compromiso político suponen un problema por lo menos igual de grave que la fragmentación o el auge de los populistas. En muchas democracias la participación está descendiendo. En especial, preocupan los jóvenes: en las elecciones al Congreso de 2014 solo votó uno de cada cinco estadounidenses de entre dieciocho y veintinueve años. Tanto la oferta como el consumo de noticias serias llevan un tiempo en declive; además, la confianza pública en los medios de comunicación tradicionales, que afrontan sus propias fuerzas centrífugas además de una crisis económica y existencial fruto de la era digital, no presenta mejor salud que la política convencional.

La pregunta más obvia es, sin duda, por qué. O, para ser más incisivos, y reconociendo que (por motivos que también estudiaremos) las conspiraciones hoy en día nos resultan más creíbles que los accidentes, ¿de quién es la culpa? La buena noticia es que en el caso trabaja un gran equipo de detectives, que ya cuentan con un grupo de sospechosos. La noticia bastante menos buena es que los sospechosos son tantos, y las teorías de los detectives tan contradictorias y difíciles de confirmar, que por el momento se ha demostrado imposible inculpar a nadie.

Un grupo de sabuesos quiere cargarles la culpa a los políticos. Suena bastante lógico, pero incluso en eso hay discrepancias. Hay quien culpa a los individuos. El nombre de Tony Blair aparece con frecuencia, así como el de George Bush, aunque algunos de los detectives más veteranos siguen obsesionados con Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Bill Clinton. Sus colegas de la Europa continental mencionan a Silvio Berlusconi y Nicolas Sarkozy, además de a una serie de líderes de los países del centro y el Este. Cada detective defiende su hipótesis con pasión, pero no podemos evitar fijarnos en que solo mencionan a los políticos que les desagradan y con cuyas políticas discrepan de forma evidente; los detectives de izquierdas solo culpan a los políticos de derechas, y viceversa. Por supuesto, no podemos descartar la posibilidad de que todos los males de la democracia en un país deriven de las acciones nefandas de un solo individuo, partido u orientación ideológica, pero cuesta no concluir que esos detectives están tan emocionalmente implicados en el caso que han perdido la objetividad.

Otros investigadores vislumbran desplazamientos de actitud y comportamiento que van más allá de los políticos individuales. En su libro titulado con un alegre It’s Even Worse Than It Looks: How the American Constitutional System Collided With the New Politics of Extremism,[*] publicado en 2012, los distinguidos politólogos Thomas E. Mann y Norman J. Ornstein analizan una serie de enfrentamientos políticos recientes para demostrar las dificultades que experimenta el sistema político estadounidense —comparado con una democracia parlamentaria europea— para afrontar periodos de fuerte antagonismo ideológico entre sus principales partidos. Pero la postura del libro es del todo parcial: la «nueva política del extremismo» es culpa en exclusiva del Partido Republicano, y una de sus sugerencias para corregir la situación es la siguiente: «Castigar a un partido por su extremismo ideológico votando en su contra. (Hoy en día, eso significa el G.O.P.[*]). Es un modo infalible de devolver el partido a la centralidad política».[10]

Voten a los demócratas, en otras palabras. Pero culpar de una tendencia negativa en la cultura política a un solo partido para luego invitar a tus lectores a votar al otro no es una gran receta para reducir la división política. Tampoco abordan en serio el problema de la radicalización y la fragmentación dentro de los propios partidos; una fragmentación que, en pocas palabras, en el caso de los republicanos, significa que no hay nadie al timón ni existe herramienta alguna para alcanzar un consenso sobre la dirección que debe tomar el partido en el futuro, ya sea acercándose al centro o alejándose de él.

Quizá tengamos más suerte con Amy Gutmann y Dennis Thompson y su The Spirit of Compromise: Why Governing Demands It and Campaigning Undermines It.[*] El libro aborda el mismo problema —la diferencia ideológica que conduce a un punto muerto legislativo y gubernamental— con algo más de imparcialidad, buscando causas sistémicas en vez de culpar a un solo partido. Para Gutmann y Thompson, la causa de fondo recae en que las campañas electorales se han vuelto continuas en lugar de limitarse a los periodos acotados previos a las elecciones, y que los comportamientos que acompañan a las campañas —en especial la necesidad de distinguirse con absoluta nitidez de los rivales políticos— resultan contraproducentes para un gobierno exitoso y, en concreto, para el «espíritu del pacto» que da título a su libro y del que, según ellos, tanto depende en la práctica el progreso político.

Es un diagnóstico potencialmente más convincente, aunque no esté del todo claro qué proponen los autores. El libro termina con algunas sugerencias prácticas para reformar las instituciones políticas estadounidenses, aunque lo que reclaman por encima de todo es algo mucho más abstracto: un nuevo equilibrio entre el doctor Jekyll, la mentalidad responsable y razonable del buen gobierno, y el desenfrenado mister Hyde de la campaña electoral:

La mentalidad intransigente no debería eliminarse aunque fuera posible. Las campañas electorales la requieren. El electoralismo y la mentalidad intransigente están en el ADN del proceso democrático. El objetivo democráticamente defendible, por lo tanto, es encontrar un mejor equilibrio entre las mentalidades. Ese equilibrio es algo que ahora mismo se le escapa a la democracia estadounidense, y que peligra cada vez más en otras democracias.[11]

También aquí —a pesar de las recomendaciones específicas de Gutmann y Thompson para mejorar la educación cívica y reformar la financiación de las campañas electorales— nos encontramos leyendo la receta de una solución que suena sospechosamente a la reformulación del problema. El quid del pobre doctor Jekyll es que está destinado a no encontrar nunca un punto medio feliz, ni siquiera un modus vivendi, entre las dos mitades de su carácter.

Gutmann y Thompson tampoco ofrecen una respuesta del todo satisfactoria al problema de la oposición política. Mientras los gobiernos gobiernan, es natural que los partidos de la oposición se opongan (en el sistema estadounidense, los partidos a menudo combinan las funciones de gobernar y hacer oposición a la vez en diferentes ramas del gobierno o diferentes cámaras del Congreso), y la oposición es, de forma inevitable, una variedad de campaña electoral permanente. En consecuencia, se aplican las reglas habituales de las campañas: se anima a los líderes opositores a atacar tanto como permita la decencia el programa político de sus rivales, y a esforzarse por cosechar victorias simbólicas. No hacerlo, no reaccionar contra unas medidas que se criticaron con vehemencia antes de las elecciones, y en lugar de eso ayudar al otro bando, que está en el gobierno, a conseguir mejores resultados que lo que les permita el número de votos, puede antojarse hipocresía y una traición a los propios votantes.

El llamamiento que hacen Gutmann y Thompson a regresar al espíritu de la negociación y la generosidad choca, por lo tanto, con una asimetría fundamental: el consenso, por lo general, resulta más atractivo y necesario para los gobiernos mismos que para las oposiciones. Hace dos mil quinientos años, los atenienses arreglaron ese problema instaurando el ostracismo, o exilio político, como una forma de evitar que los aspirantes a líder derrotados alterasen el funcionamiento ordenado del gobierno. No puede decirse que nosotros dispongamos de esa opción.

Además, aunque los autores nunca lo afirmen con todas las letras, de sus conclusiones podría desprenderse que las mejores políticas se encuentran por lo general a medio camino entre los dos polos ideológicos. No obstante, existen muchos ejemplos de ideas políticas exitosas que nacieron de la izquierda o la derecha radicales, más que en el centro pragmático y moderado que las separa. También debemos ser cautos antes de suponer que la mejor política es aquella que tiene vocación consensual y talante dócil. A menudo, la obstinación y una sonora determinación de hacerse oír son el único modo de lograr que se acepten nuevas y valientes ideas políticas. La pasión y el debate encendido pueden ser indicadores de una democracia sana, y no solo de una enferma.

He escogido dos libros sobre política estadounidense. Si hubiera seleccionado otros parecidos sobre el estado de la cuestión en la Europa contemporánea, con seguridad también se habrían centrado en la parálisis política, aunque tal vez en la inmovilidad, bastante distinta, que puede surgir de la cultura de coaliciones en un sistema parlamentario o de una maraña de intereses creados dentro de una tradición política no reformada. En cualquier caso, muchos de los temas de fondo habrían sido los mismos.

Detrás de esos diagnósticos de actualidad hay toda una serie de teorías académicas sobre por qué nuestras democracias sufren sus presentes tribulaciones. Por ejemplo, en su libro de 2014 Orden y decadencia de la política, el politólogo Francis Fukuyama seguía el rastro del auge y declive de las instituciones en las civilizaciones, occidentales o no, a lo largo de los siglos. El historiador Niall Ferguson también se centró en el papel de las instituciones en The Rule of Law and Its Enemies, la serie de programas que grabó para las conferencias Reith de la BBC en 2012. Pero las instituciones —por las que entendemos nuestras disposiciones constitucionales y prácticas políticas, nuestros sistemas de orden público y las estructuras y convenciones bajo las que se desenvuelven las actividades económicas, sociales y culturales en nuestras sociedades— no son más que un punto de partida cuando un politólogo se sirve de la historia para explicar nuestras actuales dificultades. Sin intentar siquiera hacer justicia a las distintas escuelas de pensamiento sobre el tema, podríamos limitarnos a señalar que por lo común podemos ubicar incluso a esos eruditos investigadores en algún punto del espectro político: los de izquierdas advierten que las contradicciones de la democracia liberal capitalista —a grandes rasgos, las desigualdades de poder y riqueza— por fin están pasando factura; los de derechas, en cambio, ven unas culturas políticas y sociales antaño vigorosas socavadas por las fuerzas aplanadoras del progresismo y la corrección política.

Pero algunos de nuestros detectives andan tras la pista de un conjunto distinto de culpables: los medios de comunicación. También aquí se dividen entre los que culpan a unas fuerzas malignas concretas —Fox News, Rupert Murdoch, The New York Times, la BBC y el Daily Mail son nombres que pueden aparecer en los primeros puestos de las listas estadounidenses y británicas— y aquellos que apelan a cambios estructurales. Se refieren a ellas como las fuerzas tecnológicas y comerciales que han fragmentado a las audiencias, transformado a los medios tradicionales, implementado la programación de noticias las veinticuatro horas del día y, por lo menos según algunos, empobrecido y emponzoñado en general el discurso público.

En realidad, las acusaciones de que nuestros medios de comunicación están fallando a la democracia —y en concreto, que no explican como es debido las opciones políticas a la ciudadanía— son muy anteriores a los canales televisivos de noticias, por no hablar ya de Gawker y BuzzFeed. Hace más de cuatro décadas, John Birt, futuro director general de la BBC que a la sazón era productor de un programa de sucesos de actualidad, conocido por su seriedad, escribió en el londinense The Times con su compañero Peter Jay que «existe un sesgo en el periodismo televisivo. No va en contra de ningún partido o punto de vista concretos; es un sesgo contra la comprensión».[12]

La tesis de John Birt era que el romance del periodismo televisivo con la narración, la emoción y los momentos de impacto llamativos pero en última instancia insignificantes provocaba que los serios dilemas que caracterizan la verdadera actividad de gobierno y la formulación de políticas o bien no se emitieran en absoluto o bien se simplificaran o abreviaran de tal manera que resultaban inútiles si el propósito era informar al público, en lugar de solo entretenerle.

Esa acusación, y otras parecidas, se han repetido con creciente urgencia a medida que la tecnología cambiaba la gramática del periodismo y el modo en que se consume. En 2007, Tony Blair describió a los medios de comunicación como una «fiera salvaje», sosteniendo que la competencia resultante entre grupos mediáticos había desembocado en una cacería desenfrenada de lo que él llamaba (siguiendo a Birt) «periodismo de impacto», en virtud del cual el trabajo responsable del reportero había sido sustituido por el sensacionalismo y la difamación.[13] De resultas, se estaba volviendo cada vez más difícil entablar un diálogo sincero y directo entre los dirigentes políticos y el público. El periodista John Lloyd, en su libro de 2004 What the Media Are Doing to Our Politics, retrataba a unos medios británicos modernos (con la BBC a la cabeza) tan arrogantes, tan obsesionados con el éxito sobre la competencia y tan engañados sobre sí mismos que se arriesgaban a perder cualquier sentido de la responsabilidad cívica.

Una vez más, he escogido ejemplos de un solo país occidental. Si en lugar de eso hubiese recogido críticas a los medios de Estados Unidos o de la Europa continental, los casos y las instituciones habrían variado pero la lista de acusaciones habría sido muy parecida.

Por último, está la opinión pública. Algunos políticos y otros miembros de nuestras élites se preguntan —siempre en privado, por supuesto— si el verdadero culpable del deterioro de la confianza, la participación y la comprensión entre votantes y políticos no será el propio pueblo. A lo mejor son ellos los que han cambiado. A lo mejor una mezcla de prosperidad, hedonismo y las tecnologías que les permiten llenarse la cabeza de ocio mañana, tarde y noche les ha llevado a volverse más superficiales y egoístas, menos cívicos, menos capaces de concentrarse.

También en este sentido podemos recurrir a expertos desapasionados, sobre todo en el ámbito de la psicología social, que se ha desarrollado y ampliado en los años recientes para incluir el campo, muy en boga, de la «economía conductual», que aplica datos y conceptos psicológicos, sociales y económicos para comprender cómo toman los seres humanos sus decisiones sobre qué comprar o qué servicios emplear y, por extensión, qué políticas públicas respaldar o incluso a quién votar. A decir verdad, las conclusiones de figuras punteras en la economía conductual como Cass R. Sunstein (coautor, junto con Richard H. Thaler, del influyente libro de 2009 Un pequeño empujón), tienden a refrendar lo que dice el sentido común sobre los seres humanos: que muchos preferimos evitar los puntos de vista con los que no estamos de acuerdo y que, si nos los ponen delante, es muy probable que nos aferremos más, y no menos, a nuestras opiniones previas; que es mucho más probable que nos creamos un rumor o una teoría de la conspiración como los «comités de la muerte» si concuerda con nuestra visión del mundo que en caso contrario.

Los políticos, los medios de comunicación, el público. Cada cual tendrá su propia opinión sobre cada una de esas explicaciones. A mí me inspira escepticismo cualquier teoría que se base en la maldad o enajenación de un partido político o grupo mediático particular. Creo que los psicólogos sociales y otros especialistas están realizando avances empíricos interesantes y potencialmente significativos en nuestra comprensión del comportamiento humano individual y colectivo. Pero no hay nada en su trabajo que sugiera que deba achacarse al público el palpable deterioro de nuestras culturas políticas. En realidad, es el instinto de repartir culpas de inmediato, de convertir a individuos, partidos, empresas o instituciones concretas en malvados de pantomima o psicópatas, de percibir un complot detrás de cualquier novedad política o cultural que vaya en contra de l

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