Contra el populismo

José María Lassalle

Fragmento

cap-1

1

La democracia estremecida

Un estremecimiento sombrío recorre la superficie de Occidente bajo el nombre de «populismo». De norte a sur y de este a oeste, avanza sobre la piel de la democracia minando su crédito y legitimidad. No se sabe cómo, pero se ha extendido sin apenas réplicas. Al principio fue una anécdota, después adquirió carta de naturaleza en las urnas y ahora amenaza con aposentarse en el poder de forma generalizada, aupado por el sunami de los votos.

A su paso se han roto tabúes y cruzado líneas rojas que se creían infranqueables. Ha logrado debilitar e incluso cuestionar los fundamentos de los consensos cívicos que sustentan la paz social en Europa y Norteamérica desde la Segunda Guerra Mundial. Tras su arremetida, todo se ha puesto en duda. Ninguna de las instituciones que han definido la cultura jurídica de la civilización liberal desde las llamadas «revoluciones atlánticas» hasta nuestros días está a salvo.

Todo ello se debe a que se ha originado a partir de seísmos profundos que han removido los sustratos del inconsciente colectivo de Occidente. De ellos han brotado pulsiones complejas y ambiguas que se creían olvidadas y que resucitan antiguas reflexiones, como las que abordaron Tocqueville y Ortega al prevenirnos frente a los riesgos que aloja la arquitectura igualitaria y masiva de la democracia cuando no se preservan límites al servicio de la libertad individual y el pluralismo.

Esas pulsiones conllevan ahora una factura formidable. Primero, porque sus vínculos con la globalización tecnológica y con la irrupción de nuevos modelos de identidad masiva y virtual son capaces de desestabilizar el relato mismo de la Ilustración y, con él, las bases materiales de su epistemología, sensible y corpórea. Y segundo, porque al desdeñar de forma abierta la racionalidad instrumental introduce en el debate democrático una razón populista que dota peligrosamente de emoción a la política y, de paso, «descoloniza» intelectualmente las estructuras de pensamiento que supuestamente han «normalizado» situaciones de dominación y patriciado inaceptables a sus ojos.

Todas estas circunstancias conducen a que el populismo entrañe una creciente potencialidad totalitaria. Desprovisto de las aristas más despreciables del totalitarismo clásico, adopta una fisonomía novedosa que lo hace aún más inquietante y peligroso. No en balde se desliza por los meandros de lo aceptable para la opinión pública. Estaríamos, por tanto, ante un totalitarismo de baja intensidad, un movimiento tendencial o inaugural cuya aparición incipiente no repugna todavía a los resortes mayoritarios de lo asumible políticamente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En realidad, el populismo actual plantea un modelo de democracia alternativa. Niega los patrones institucionales, representativos y legales del modelo vigente y, al mismo tiempo, ofrece otro que apela directamente a la gente para sobredimensionar la esencia popular de la democracia. Ello a partir de un planteamiento de liderazgo que intensifica la horizontalidad de este para construir y conservar una voluntad política mayoritaria; una voluntad que articule de manera pacífica a una mayoría que aspire a ser permanente.

El objetivo final del populismo es conquistar y preservar el poder al precio institucional que sea. Para lograrlo propone una fórmula posmoderna de sociedad cerrada que se sustenta en el resentimiento y el miedo, y que parte de una reconfiguración corrompida del concepto de pueblo. Ya no hablamos de aquella idea que manejaron las revoluciones atlánticas para definir la suma de los ciudadanos que daban soporte colectivo a la soberanía nacional que fundamentaba la ley y se sometía a ella. No: hablamos de otra cosa. El populismo apela al pueblo no como sujeto, sino como víctima. Es el depositario de un derecho a la venganza, el que reclaman los humillados y ofendidos por un sistema de castas que ha hecho de la democracia un trampantojo de sí misma.

Schmitt vuelve a la política. Y con él su dialéctica amigo-enemigo y su idea de legitimación del poder por aclamación de un líder redentor. A este le corresponde la función mesiánica de regenerar la democracia y devolvérsela al pueblo manipulando su inestabilidad emocional y convirtiéndose, primero, en portavoz de sus frustraciones y, después, en sanador de sus heridas mediante un clientelismo que desactive el miedo y dé rienda suelta al resentimiento. Ambas tareas le confieren un aire de vengador, y él las asocia al empeño de muscular permanentemente el sentimiento comunitario del pueblo desplegando una épica de combate frente a sus enemigos.

Y es que para los populistas el pueblo tiene que estar movilizado en la defensa activa de su statu quo. Su energía comunitaria nunca puede enfriarse, y menos aún verse maniatada por atavíos de institucionalidad. Si el pueblo es el único activador del cambio, nada puede debilitar la fuerza transformadora que constituye su razón de ser cuando responde a la llamada de su líder en pos de la regeneración de la patria. En este caso no hay límites al cambio. Ni siquiera el entramado de legalidad puede oponerse a su dinámica. Kelsen sobra dentro de los esquemas populistas, y con él cualquier lógica de institucionalidad formal y representativa.

Digámoslo más claramente: el populismo tiene una vocación regeneradora abrasiva. Quiere regenerar el tejido comunitario necrosado por el legalismo y los controles institucionales arrancándolo de raíz. Busca así devolver al pueblo su protagonismo mayestático. Para ello el líder actúa directamente en su nombre y apela a él sin necesidad de intermediarios. Estos desaparecen porque la teoría de la representación es una artimaña para quitarle la voz. Por eso el pueblo debe volver a la mayoría de edad. Pero no en términos kantianos, sino en términos populistas, es decir, reivindicando una racionalidad populista que lo someta sin fisuras ni dudas al líder y a su relato de regeneración colectiva.

De ahí la importancia de mantener a la sociedad tensa desplegando un relato épico que estimule su musculatura. Un relato que la ponga en plena forma a través de su movilización permanente. «Ni un átomo de grasa elitista en su cuerpo» es el lema. Bajo el populismo se vive, por tanto, en un estado de guerra perpetua dentro de la sociedad. El objetivo es derrotar a los enemigos de la gente y a todos los que exhiben el spleen conformista, inmovilista y decadente de las castas.

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