El saqueo de la imaginación

Irene Lozano

Fragmento

1

Lo llaman comunicación

La tecnología ha transformado en los últimos años los medios y los hábitos comunicativos. En medio de tan profundo cambio, resulta aún más llamativo comprobar cómo los nuevos medios permiten al poder refinar la difusión de sus mensajes, mientras los fines permanecen intactos, como ha venido ocurriendo a lo largo de los siglos.

La piedra Rosetta nos habla de cómo los objetivos del poder permanecen inalterables. El ejemplar conservado hoy en el Museo Británico como objeto único fue tallado bajo el reinado de Ptolomeo V, en el año 196 a.C. Se trata del Decreto de Menfis, escrito por el Consejo de Sacerdotes para reafirmar el culto a un faraón que, con trece años de vida y uno de reinado, se hallaba en horas bajas: ya había hecho frente a un motín contra uno de sus ministros. La piedra difundía su política fiscal, ventajosa para los templos, y rendía grandes honores al propio Ptolomeo y a sus antepasados, desprestigiados por haber conducido al país a la inestabilidad. En los años anteriores, la dinastía había perdido el control de parte del territorio, aún no recuperado en ciudades como Tebas, y había sofocado revueltas nacionalistas. La monarquía estaba en decadencia y para contrarrestar ese desprestigio difundió su autoelogio en tres lenguas: egipcio jeroglífico (el propio de los decretos sacerdotales), egipcio demótico (la lengua escrita de uso cotidiano) y griego (lengua de la administración en el Egipto tolemaico).1 Miles de piedras fueron distribuidas por todo el país; una se ha conservado hasta nuestros días, como vestigio de la propaganda política en sus albores. No sabemos si los sacerdotes llamarían a eso «comunicación».

EL SAQUEO DE LA IMAGINACIÓN

En la España de los años treinta los partidos políticos y las organizaciones sindicales no pensaban que fuera necesario ocultar sus pretensiones: todos contaban con un departamento de propaganda, cuya función era exactamente la que corresponde a ese nombre. Propaganda es la forma femenina del participio latino de propago, y aparece ya en Cicerón con el significado de «lo que se ha de propagar o extender».2 Siglos después, el término pasó al habla común desde una expresión del lenguaje religioso, De propaganda fide, que designaba la congregación de cardenales encargada de difundir la religión católica. Y por extensión se aplicó a la difusión de doctrinas u opiniones para atraer adeptos, así como a la información positiva de un producto para estimular su adquisición.

Si se echa un vistazo a una Agenda de la Comunicación actual, se comprueba que los partidos y los sindicatos no tienen ya departamento de propaganda, sino gabinete de comunicación, y sólo la central anarquista CNT, que no figura en la versión electrónica del directorio, denomina al responsable de esta materia en su Comité Nacional «secretario de prensa, propaganda y cultura».3 Si en algo han cambiado los objetivos de los partidos políticos en estas siete décadas es en que, en una época desideologizada como la nuestra, prevalece la voluntad de atraer el voto de los ciudadanos, más que la de convencerlos de unas ideas políticas. Y, sin embargo, la denominación de «comunicación» sugiere un proceso más rico y complejo que al de propaganda. Cuanto más se ha empobrecido el discurso político, hasta asemejarse a una presentación de ofertas electorales deslavazadas, más incómoda resulta para los protagonistas de ese proceso la palabra en sí. Por eso prefieren «comunicación»: lima las aristas punzantes.

«Comunicar» nos remite a un aséptico hilo de dos cabos. Consiste en trasladar información al oyente que está al otro lado, es un acto genérico y neutro, despojado de la voluntad persuasiva de la propaganda y más bien vinculado a la generosidad dadivosa. Etimológicamente, el verbo latino communicare, procedente de communis (común), significa «compartir». Tener comunicaciones con alguien es hacerle

LO LLAMAN COMUNICACIÓN partícipe de algo, una idea de distribución que explica el origen común de comunicación y comunión: communicatio fractionis panis es el reparto de un pedazo del pan consagrado.4 Algo de ese sustrato queda cuando un director de comunicación no se nos representa en nuestra imaginación peleando por el aumento de la militancia o los votantes, sino dedicado a compartir información con sus semejantes; él no hace proselitismo ni agit-prop (apócope de agitación y propaganda), él se desenvuelve en los salones de las conferencias de prensa: sus actos se nos presentan despolitizados. Lo mismo cabe decir de empresas, bancos o cualquiera de las organizaciones humanas que cuentan con sus departamentos de comunicación. El organigrama corporativo, no obstante, acaba revelando la voluntad propagandística: los departamentos de comunicación suelen depender del área de marketing. Venden, al fin y al cabo, reputación.

¿Por qué este camuflaje tan superfluo? ¿Es que alguien negaría la legitimidad de los partidos o las organizaciones sociales para hacer oír su discurso y tratar de extender su ideario? ¿Se puede reprochar a las empresas su afán de vender sus productos? En absoluto. Entonces, ¿por qué disfrazar la «propaganda» con la asepsia de la «comunicación»? ¿Por qué revestir de neutralidad un acto que ni lo es ni se pretende que lo sea? Lo reprobable es confundir acerca de los fines que se persiguen, como hace Google cuando su consejero delegado, Eric Schmidt, asegura que su empresa no aspira «a hacer dinero, sino a cambiar el mundo»,5 para lo cual dispone de un camino de buenas intenciones: «Intentamos usar nuestro poder para ayudar a distribuir nueva publicidad» o «China tendrá que ser más abierta, y nosotros queremos ayudar», fueron algunas de las frases con que explicó su trabajo en una entrevista.6

Resulta llamativa la coincidencia con el discurso que le oí a un muy alto directivo del BBVA durante una comida con periodistas en diciembre de 2005. Nos habló de que su banco quería ampliar sus actividades en los próximos lustros para convertirse en una empresa de servicios, que vendiera desde viajes hasta entradas de espectáculos y muchas otras cosas más. Su explicación adquirió de pronto un sesgo

EL SAQUEO DE LA IMAGINACIÓN filantrópico inesperado, en el que el verbo ayudar cobraba una importancia similar a la del discurso de Schmidt: «Queremos ayudar a la gente en su ocio, en su tiempo libre». Sobra decir que ese alto directivo ya se había proporcionado a sí mismo la cuantiosa ayuda de unos ingresos anuales de 19,7 millones de euros (9,7 millones de sueldo y diez en concepto de bonus), lo cual tampoco le impidió afirmar que la banca debe luchar contra la pobreza.7

Una propaganda que no se perciba como tal

La compañía más poderosa de internet dice consagrarse a cambiar el mundo, como los revolucionarios de antaño, y uno de los bancos más grandes del planeta afirma dedicarse a «prestar cooperación» —pues eso y no otra cosa significa «ayudar»—, como una ONG. ¿No clarificaría las cosas el que las compañías admitieran su deseo de obtener beneficios, lo cual no sólo es su fin legítimo, sino la función que vienen desempeñando desde los orígenes del capitalismo? Si no hay nada indigno ni ilegítimo en la actividad a la que verdaderamente se dedican, ¿por qué los departamentos de propaganda pasan a la clandestinidad semántica denominándose «de comunicación»? ¿Por qué se reniega de la voluntad de vender un producto y se convierte ese acto en «ayuda» o se equipara la prestación de un servicio a una revolución?

El discurso

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