Introducción
Admiré la Alemania que creó Adolf Hitler. Me rapé el pelo al cero y adopté la estética skinhead. Me tatué la espalda con un enorme retrato de Rudolf Hess, lugarteniente del Führer. Contribuí a crear diversos grupos NS, nacionalsocialistas. Elaboré un censo de judíos en la ciudad de Pontevedra. Defendí la supremacía de la raza blanca. Me enfrenté a militantes antifascistas. Creí que el papel de la mujer se limitaba a dar hijos sanos a la patria. Me preparé físicamente para la batalla, participando en entrenamientos físicos extremos en la sierra de Madrid. Odié a los camaradas que preferían hablar en lugar de actuar. Igual de rápido que ascendí hasta la cima de la organización, me despeñé por un precipicio que me situó a las puertas del terrorismo. Un día empecé a dudar. Inicié un proceso que me vació por dentro y por fuera. Me quedé sin amistades, sin bares a los que acudir, sin ideas en las que refugiarme. El cañón de una pistola metido en la boca fue la señal de que había tocado fondo. Poco a poco empecé a remontar. Aún sigo remontando, porque el proceso de desconexión es tan largo que, creo, nunca acabaré de completarlo.
Si hace diez años me hubieran dicho que acabaría escribiendo este libro, sin lugar a dudas me habría arrojado de un puente para evitarlo. Decir que pasé dos décadas en la ultraderecha no reflejaría lo que viví. La realidad es que, durante ese largo periodo, la ultraderecha fue toda mi vida. Fue mucho más que asumir una ideología. Mis amigos, los lugares de ocio que frecuentaba, los libros que leía, la música que escuchaba, la información que recibía..., todo era parte de lo mismo y respondía a idénticos objetivos. Al igual que les ocurre a los miembros de una secta o a los fanáticos de cualquier causa, mi mundo era una burbuja, y así lo llamaré a partir de ahora: «la burbuja». Dentro de ella estábamos los puros, los que, a diferencia de los demás, sabíamos cómo salvar al planeta de un enemigo todopoderoso. Fuera quedaban todo y todos los que no comulgaban con unos principios que yo consideraba bellos y justos. Mis motivaciones en ese tiempo fueron sinceras. Verdaderamente creí formar parte del único baluarte defensivo de nuestra civilización frente a los pérfidos intereses que trataban de imponer unos oscuros poderes.
Este no es un libro antifascista ni tampoco pretende ser una crítica radical y despiadada de la ultraderecha. No es un libro «progre» ni responde a un encargo periodístico. No es un libro antiespañol o antipatriótico. Quien lo escribe ha estado veinte años dentro del llamado nacionalismo duro. De hecho, si he dado este paso es por mi sentido de lealtad y amor a España y porque considero que no se debe permitir que manos indignas corrompan nobles ideales. No he adoptado una postura contraria que sustituya a la inicial. Los procesos mentales que he superado me han permitido desarrollar una nueva personalidad sobre y no contra la anterior.
La esencia de esta obra se acerca más a una radiografía de la extrema derecha española. Partiendo de mis propias vivencias, analizo desde dentro cómo piensa y por qué, y cuáles son las palancas que la llevan a remar en cada dirección. Democracia Nacional, Hogar Social Madrid, Alianza Nacional, Falange, CEDADE, Vox o Ultras Sur: diferentes ladrillos de un mismo edificio que puede adoptar distintas formas pero que, sin embargo, es fácilmente reconocible una vez se comprenden sus líneas maestras. Es un mundo nada homogéneo que engloba un amplio abanico de ideas y posiciones no siempre bien avenidas y, en ocasiones, irremediablemente enfrentadas. Existen algunos puntos de encuentro en los que toda la extrema derecha parece estar a priori de acuerdo: la defensa de España, de sus valores y de su cultura occidental.
Sus integrantes se ven a sí mismos como una suerte de santos e incorruptibles cruzados que se enfrentan en solitario a ocultos poderes que solo ellos alcanzan a distinguir. En ocasiones son ambiguos al señalar al enemigo, como cuando nos hablan del «sistema», pero otras veces afinan más el objetivo apuntando al «progresismo» o al «feminismo».
Aunque no lo parezca, el duro discurso, firmemente defendido, está repleto de inseguridades y sobre todo de contradicciones. De entrada, un nacionalsocialista nunca iría a un acto de Vox por diversas razones: su apoyo al Estado de Israel, su herencia franquista, su defensa del nacionalcatolicismo... Sin embargo, tras el sorpasso a Podemos en las elecciones generales celebradas en noviembre de 2019, muchos fascistas olvidaron estos principios básicos para inscribirse en la formación que lidera Santiago Abascal. En su favor jugaba el hecho de ser el primer partido político de este espectro ideológico, desde la desaparición en 1982 de la ya muy debilitada Fuerza Nueva, que rompía la tradicional marginalidad y lograba entrar en las instituciones democráticas surgidas de la Constitución del 78. A partir de ese momento las reglas del juego cambiaron completamente en la ultraderecha y, salvo algunos irreductibles, los diferentes sectores parecieron enterrar sus viejas rencillas para unirse bajo las siglas del partido.
Es cierto que siempre había existido una línea dura dentro del Partido Popular, de la que surgió Vox. Sin embargo, el día en que los diputados de Abascal llegaron al Parlamento introdujeron en la sede de la soberanía nacional un discurso que hasta entonces nunca había traspasado las puertas de las sedes y los bares en los que nos reuníamos los ultras más radicales. La normalización del relato antiinmigración, antifeminista, antinacionalista —excluyendo el nacionalismo español— y conspiranoico supone una doble amenaza. Primero por lo que representa y el efecto que provoca en la sociedad. Segundo, y no menos grave, porque está abonando el terreno para que otras formaciones ultras, de ideología aún más extrema, puedan irrumpir próximamente en el panorama político español. Normalizado el discurso, desaparecen las barreras que frenan la expansión de las organizaciones que luchan contra la supuesta trama urdida para exterminar a la raza blanca. Una trama orquestada por los poderes económicos, los partidos políticos, las ONG y los medios de comunicación. Por si fuera poco, en el contexto de la pandemia mundial que nos ha tocado vivir surgieron toda suerte de teorías conspiranoicas y creencias que, en la línea del discurso de Vox, actuaron y actúan como argumento para «demostrar» la existencia de la gran conspiración que mueve todos los hilos de poder en nuestro planeta. Una supuesta amenaza sin la que es imposible comprender la dimensión en la que orbita la auténtica extrema derecha.
Quiero dejar claro en este punto, en el que comienzo a compartir mis análisis, que no soy sociólogo, ni politólogo, ni psicólogo. El valor que puede tener esta obra radica en que yo formé parte de ese mundo, al que entregué mi identidad, emociones y raciocinio. Estas páginas no están escritas por un observador externo, categoría en la que entrarían los periodistas o policías infiltrados, que por mucho que logren integrarse en este tipo de organizaciones siempre conservan una mentalidad ajena y contraria a lo que puedan ver y escuchar en la burbuja. Mi caso es diferente. Pocos mostraban una determinación y un fanatismo mayor que el mío. Para bien o para mal, todo cuanto he pensado, leído o sentido me ha llevado a convertirme en la persona que actualmente soy y creo que puedo aportar numerosos elementos para responder a la pregunta clave: ¿por qué? La mayoría de los estudios sobre la extrema derecha abordan, con mayor o menor acierto, el «cómo», pero no logran explicar, en mi humilde opinión, los motivos por los que, a pesar de los no tan lejanos horrores que trajo al mundo el fascismo, estamos al borde de un nuevo reinicio.
Según mi experiencia personal y la de la mayoría de los ultraderechistas a los que conocí, una de las claves está en el modo en que funciona nuestra mente, más aún en los tiempos actuales. La sensación de sentirse desamparado personal y socialmente puede llegar a adquirir categoría de norma en una época en la que el individualismo y la falta de tejido social provocan estragos. Ahora que las nuevas tecnologías nos llevan a toda velocidad y a la deriva en un eterno e imparable fluir de opiniones, clics, noticias, estados de WhatsApp y likes en Facebook e Instagram, las ideologías políticas extremas a menudo actúan de salvavidas o tronco flotante al que agarrarse. Un discurso lleno de conceptos como «comunidad», «camaradería», «patria», «fortaleza», «unión» o «seguridad» emociona y gana adeptos. La literatura fascista, encubierta bajo la apariencia de sesudos estudios históricos y académicos, hace el resto al reforzar la credibilidad y el impacto de los mensajes.
Si a una personalidad con carencias importantes le ofrecemos una fraseología en la que absolutamente todo está reducido a un nivel de alevín con discursos de conspiraciones, formidables enemigos del mundo, patriotismo idealizado, combates heroicos y resistencia, tendremos lo inevitable. A este proceso de ruptura con la realidad contribuye un lenguaje que fomenta los lazos con el grupo y genera desprecio hacia todo aquel cuyo pensamiento no se sitúa en estas líneas marginales, elevadas a la categoría de «lo único verdadero». El hermanamiento y la complicidad que se establecen entre los miembros de la extrema derecha sustituyen a los vínculos sociales rotos. Cuanto mayor sea la fractura, sentida como un profundo vacío interior o soledad, mayor será la violencia con la que se defienda ese islote rodeado de mar embravecido. Debe quedar claro que cuando hablo de «carencias» no solo me refiero a problemas afectivos, complejos o traumas infantiles. Muchos de los nacionalsocialistas que conocí eran personas introvertidas, no pocos habían sufrido bullying, y una buena parte provenía de familias desestructuradas. Sin embargo, un porcentaje muy superior eran chicos y chicas que no habían tenido ninguno de esos problemas. Quizá el denominador común de las «carencias» de quienes se dejan llevar por estas ideologías era la falta de conocimiento histórico. Nos encontramos por primera vez con los mensajes ultras sin que en la escuela, en el instituto o en casa nos hayan explicado mínimamente lo que supuso para este mundo el auge del fascismo.
Una vez que has entrado en la burbuja, se activa un proceso mental que me gusta comparar con el archiconocido, aunque ya casi obsoleto, videojuego del Tetris. En él iban apareciendo en la pantalla diferentes figuras geométricas que debían encajarse en la parte inferior con el objetivo de rellenar líneas horizontales que desaparecían a medida que se completaban. Una mentalidad abierta analiza la realidad y va encajando cada una de las fichas que se presentan en la vida, sin importar su forma, para que cuadre perfectamente con las demás. El fascismo, sin embargo, en una pantalla de ese Tetris mental levanta un muro que solo pueden atravesar las figuras que tengan una forma determinada. Todas las demás son consideradas ajenas y aberrantes, aunque la palabra que se suele emplear en la burbuja para definirlas es «antinatural». Cualquier noción que se sitúe fuera de sus coordenadas no atenta contra sus ideales sino contra la naturaleza misma. No debe aparecer en la pantalla. No cabe en el mundo. Así es como se va elaborando ese férreo «nosotros». Todo lo demás es «ellos» y se identifica con el mal, con lo antinatural que promueven los poderes oscuros. Esta lógica se lleva hasta sus últimas y más terribles consecuencias. Si de algo he de enorgullecerme en lo personal es de no haber participado en actividades violentas, más allá de puntuales encuentros con antifascistas.
Difícilmente alguien podrá enseñarme nada sobre el potencial destructivo que determinadas ideas y formas de razonar pueden desencadenar. No ya en la sociedad, como demuestra la historia y los hechos que empezamos a vivir, sino sobre todo en el ámbito personal. El peaje que dichas ideas se cobran en la vida de los radicales y de sus familias solo es comparable al odio desmedido que nos consume. Estoy convencido de que los patrones que se establecieron firmemente en mi cabeza son muy similares a los de un integrista religioso e incluso a los de un terrorista. La frustración acumulada durante incontables campañas propagandísticas infructuosas. El tiempo perdido en intentar motivar a legiones de jóvenes que se acercaban a nuestras formaciones para desaparecer poco después. La impotencia que todo esto me generaba, año tras año. Nació entonces, al final, la firme convicción de que el camino emprendido no servía y no quedaba más que la lucha armada. Cualquier medio estaba justificado para alcanzar la victoria contra ese conglomerado llamado «el sistema». Esa fue la conclusión a la que llegaron también Anders Breivik y Brenton Tarrant antes de asesinar, respectivamente, a 77 personas en Noruega y a 51 en Nueva Zelanda. Esa es la causa del incremento de atentados violentos perpetrados por supremacistas blancos en Estados Unidos o por organizaciones nazis en diversos países de Europa.
Sabiendo, por tanto, hacia dónde pueden derivar estas dinámicas de pensamiento y comportamiento, es importante conocer cómo empiezan, qué las motiva y qué las sostiene. Dado que yo mismo he participado en todos estos procesos, creo ser capaz de resumir su espíritu en tres elementos principales que se retroalimentan e