La mujer eunuco

Germaine Greer

Fragmento

Prólogo a la edición de l 21.º aniversario

PRÓLOGO A LA EDICIÓN

DEL 21.º ANIVERSARIO

Hace veinte años escribí en la introducción de La mujer eunuco que, en mi opinión, era un libro que iba a pasar de moda y a desaparecer muy pronto. Confiaba en que en la Tierra aparecería una nueva variedad de mujeres para quienes sería del todo irrelevante el análisis de la opresión sexual en el mundo desarrollado en la segunda mitad del siglo XX.

Ahora hay muchas nuevas variedades de mujeres sobre la Tierra: hay mujeres que trabajan sus músculos, con pectorales tan duros como los de cualquier hombre; hay corredoras de maratón, con una musculatura tan fibrosa y prieta como la de cualquier hombre; hay administradoras con tanto poder como cualquier hombre; hay mujeres que pagan una pensión a sus exmaridos y mujeres que cobran una pensión de sus exparejas de hecho; hay lesbianas declaradas que reivindican el derecho a casarse y tener hijos por inseminación artificial; hay hombres que se mutilan y obtienen pasaportes como mujeres legalmente reconocidas; hay prostitutas que se han agrupado en organizaciones profesionales bien visibles; hay mujeres armadas en las filas de combate de los ejércitos más poderosos de la Tierra; hay coroneles con todos los galones que usan lápiz de labios de vivos colores y llevan las uñas pintadas; hay mujeres que escriben libros sobre sus conquistas sexuales, en los que citan nombres y describen las posiciones, tamaño de los miembros, etc. Ninguno de estos prodigios en femenino se podía observar en un número significativo hace veinte años.

Ahora las revistas femeninas se escriben para personas adultas y no hablan solo de relaciones sexuales prematrimoniales, anticonceptivos y aborto, sino también de enfermedades venéreas, incesto, perversiones sexuales y, todavía más sorprendente, de finanzas —altas y bajas—, de política, sobre la conservación del medio ambiente, los derechos de los animales y el poder de los consumidores y consumidoras. Una vez saturado el mercado de la anticoncepción y tras la fuerte reducción de las posibilidades de ganar dinero con la menstruación, las multinacionales farmacéuticas por fin han dirigido su atención hacia las mujeres menopáusicas y postmenopáusicas, que representan un nuevo y enorme mercado no explotado para la terapia de reposición hormonal. En cualquier serial televisivo se puede ver sexo geriátrico. ¿Qué más podrían desear las mujeres?

La libertad, ni más ni menos.

Libertad de la condición de objeto mirado, en vez de ser la persona que devuelve la mirada. Libertad de la inseguridad de ser como son. Libertad del deber de estimular el apetito sexual masculino desfalleciente, para el cual ningún seno es nunca suficientemente duro y turgente, y ninguna pierna suficientemente larga. Libertad de las incómodas prendas que es preciso vestir para excitar. Libertad de los zapatos que nos obligan a acortar el paso y sacar culo. Libertad de la lozanía juvenil siempre presente en la página 3.[*] Libertad de los insultos humillantes con que nos abruman las revistas de la estantería superior de los puestos de periódicos; libertad de ser violadas: desnudadas verbalmente por trabajadores de la construcción, espiadas en nuestras idas y venidas cotidianas, interceptadas en nuestro camino, objeto de proposiciones o seguidas por la calle, blanco de las bromas de mal gusto de nuestros compañeros de trabajo, manoseadas por el jefe, utilizadas sádicamente o contra nuestra voluntad por los hombres que amamos, o atacadas violentamente y apaleadas por un desconocido, o una pandilla de desconocidos.

Hace veinte años era importante subrayar el derecho a la expresión sexual y mucho menos importante destacar el derecho de una mujer a rechazar los avances masculinos. Ahora, debido a la aparición del sida sobre la faz de la Tierra, es aún más importante insistir en el derecho a rechazar la penetración del miembro masculino, el derecho al sexo seguro, el derecho a la castidad, el derecho a aplazar la intimidad física hasta que existan pruebas irrefutables de un compromiso. Aun así, la argumentación de La mujer eunuco continúa siendo válida, puesto que sostiene que una mujer tiene derecho a expresar su propia sexualidad; que no es lo mismo que el derecho a capitular ante los avances masculinos. La mujer eunuco argumenta que rechazar la concepción de la libido femenina como meramente reactiva es esencial para la liberación femenina. Este es el postulado que los gacetilleros descerebrados de Fleet Street interpretaron como que les estaba diciendo a las mujeres que «se lancen y lo hagan».

La libertad por la que yo abogaba hace veinte años era la libertad de ser una persona, con la dignidad, la integridad, la nobleza, la pasión y el orgullo que constituyen la condición de persona. La libertad de correr, gritar, hablar en voz alta y sentarse con las rodillas separadas. La libertad de conocer y amar la Tierra y todo lo que nada, yace y repta sobre ella. La libertad de aprender y la libertad de enseñar. La libertad de vivir sin miedo, la libertad de no pasar hambre, la libertad de palabra y de creencias. La mayor parte de las mujeres del mundo siguen teniendo miedo, siguen pasando hambre, siguen mudas y continúan cargando con todo tipo de prejuicios impuestos por la religión, con la cara cubierta, amordazadas, mutiladas y apaleadas. La mujer eunuco no habla de las mujeres pobres (porque cuando lo escribí, no las conocía) sino de las mujeres del mundo rico, cuya opresión es percibida como libertad por las primeras.

La desaparición súbita del comunismo en 1989-1990 catapultó a las mujeres pobres del mundo a la sociedad de consumo, donde no existe ninguna protección para las madres, las personas mayores o discapacitadas, ningún compromiso a favor de la atención sanitaria o la educación o la mejora del nivel de vida para toda la población. En esos dos años, millones de mujeres vieron desfondarse su mundo; pero aunque perdieron las ayudas para el mantenimiento de los hijos e hijas, sus pensiones, sus prestaciones sanitarias, sus guarderías y sus trabajos protegidos, y se cerraron los hospitales y escuelas donde trabajaban, no hubo un estallido de indignación. Tenían libertad de expresión pero no tenían voz. Tenían la libertad de comprar servicios esenciales con un dinero del cual carecían, la libertad de desarrollar la forma más antigua de empresa privada, la prostitución, prostitución del cuerpo, de la mente y del alma, entregadas al consumismo, o alternativamente la libertad de morirse de hambre, la libertad de mendigar.

Ahora se puede ver a la mujer eunuco en todo el mundo. Durante todo este tiempo, mientras creíamos estarla expulsando de nuestras mentes y nuestros corazones, se ha estado propagando hasta dondequiera que puedan llegar los pantalones tejanos y la Coca-Cola. Dondequiera que vean laca para las uñas, lápiz de labios, sostenes y zapatos de tacón alto, la mujer eunuco ha asentado sus reales. Allí podrán encontrarla triunfante, incluso bajo el velo.

Resumen

RESUMEN

El mundo ha perdido el alma, y yo, mi sexo.

ERNEST TOLLER, Hinkemann

Este libro forma parte de la segunda ola del feminismo. Las antiguas sufragistas, que cumplieron penas de prisión y vivieron los años de progresiva admisión de las mujeres en unas profesiones que renunciaron a seguir, a unas libertades parlamentarias que renunciaron a ejercer, en los centros de enseñanza que comenzaron a utilizar cada vez más como tiendas donde obtener titulaciones mientras esperaban el momento de casarse, han visto revivir su espíritu en otras mujeres más jóvenes, con un estilo nuevo y vital. La señora Hazel Hunkins-Hallinan, dirigente del Six Point Group, ha acogido con agrado a las militantes más jóvenes e incluso su franqueza sexual. «Son jóvenes —le dijo a Irma Kurtz— y sin ninguna finura política, pero están llenas de vida. Las miembros de nuestro grupo han sido hasta ahora demasiado mayores para mi gusto.»[1] Después del éxtasis de la acción directa, las damas militantes de dos generaciones atrás sentaron cabeza y se dedicaron a trabajar en la consolidación de infinidad de pequeñas organizaciones, mientras el caudal principal de su energía, cada vez más reducido, cada vez más respetable, se disipaba en los esfuerzos para estirar los presupuestos de posguerra, en la recuperación de los volantes, los corsés y la feminidad tras los permisivos años veinte, y a través de la estafa sexual de los cincuenta. El afán evangelizador se marchitó, trocado en excentricidad.

El nuevo énfasis es distinto. Antaño, refinadas damas de clase media clamaban pidiendo reformas; ahora, mujeres nada refinadas de clase media llaman a la revolución. En el caso de muchas de ellas, el grito a favor de la revolución antecedió al grito a favor de la liberación de las mujeres. La nueva izquierda ha sido la incubadora de la mayoría de movimientos y muchos consideran que la liberación dependerá de la consecución de la sociedad sin clases y la desaparición del Estado. La diferencia es radical: la fe de las sufragistas en los sistemas políticos existentes y su profundo deseo de participar en ellos se han extinguido. En los viejos tiempos, las damas estaban muy preocupadas por dejar claro que no pretendían trastocar la sociedad ni desbancar a Dios. Sus acciones ponían en peligro el matrimonio, la familia, la propiedad privada y el Estado, pero ellas se mostraban ansiosas de apaciguar los temores de los sectores conservadores y, con ese proceder, las sufragistas traicionaron su propia causa y allanaron el camino para el fracaso de la emancipación. Hace cinco años parecía evidente que la emancipación había fracasado: el número de parlamentarias se había estabilizado en una baja proporción; el número de mujeres profesionales se había estabilizado en una minúscula minoría; el empleo femenino se había acabado ajustando a un patrón de trabajo mal remunerado, subalterno y de apoyo. La puerta de la jaula se había abierto, pero el canario se había resistido a emprender el vuelo. La conclusión era que jamás se debería haber abierto esa puerta, pues los canarios estaban hechos para el cautiverio; la sugerencia de una alternativa solo había servido para desorientarlos y entristecerlos.

Todavía existen organizaciones feministas que siguen las huellas reformadoras marcadas por las sufragistas. La National Organization for Women de Betty Friedan está representada en las comisiones del Congreso, especialmente en las que se consideran de especial relevancia para las mujeres. Las políticas siguen representando los intereses de las mujeres, pero la mayoría de las veces se trata de sus intereses como personas dependientes, que deben ser protegidas del divorcio fácil y de toda clase de privilegios donjuanescos. El Six Point Group de la señora Hunkins-Hallinan es una organización política respetada. Lo novedoso es que grupos como ese están siendo objeto de una nueva atención. Los medios de comunicación se empeñan en hablar cada semana e incluso a diario de la liberación de la mujer. Lo que ha cambiado es que de repente todo el mundo se interesa por el tema de las mujeres. Puede que no estén a favor del movimiento existente, pero les preocupan las cuestiones que plantea. Cabría esperar que el movimiento encontrase un fuerte apoyo entre las jóvenes universitarias. No es de extrañar que las trabajadoras explotadas se decidan a plantear por fin sus reivindicaciones al Gobierno. Sorprende, en cambio, que mujeres que no tienen motivo de queja hayan empezado a murmurar. En mis conferencias ante un pacífico público de mujeres provincianas decorosamente vestidas y ensombreradas, me ha sorprendido verlas suscribir gustosas las ideas más radicales y pronunciar las críticas más reveladoras y las protestas más aceradas. Ni siquiera las sufragistas pudieron vanagloriarse de contar con el apoyo de base que está acumulando día a día el nuevo feminismo.

Solo podemos conjeturar las causas de esta nueva agitación. Quizá el engaño sexual fue excesivo. Puede que las mujeres jamás creyeran seriamente en la descripción de su persona que les obligaron a aceptar psicólogos, dirigentes religiosos, las revistas femeninas y los hombres. Tal vez las reformas que efectivamente se llevaron a cabo acabaron situándolas en una posición desde la cual por fin pudieron contemplar todo el panorama y empezar a comprender las razones de su situación. Quizá al no estar atrapadas en la red de los embarazos no deseados y de las tareas domésticas pesadas, han tenido tiempo de pensar. Tal vez la situación de nuestra sociedad ha llegado a ser tan desesperada y tan evidente que las mujeres ya no pueden contentarse con dejarla en manos de otras personas. Los enemigos de las mujeres han atribuido el descontento femenino a todas estas circunstancias. Las mujeres deben valorarlo como el primer latido de la reivindicación de vivir; han empezado a tomar la palabra y a hablar entre ellas. A los hombres siempre les ha inquietado ver a las mujeres hablando entre ellas; actualmente, este hecho es indicativo de una franca subversión. «¡Bravo!»

Las liberacionistas organizadas son una minoría bien promocionada; las mismas caras aparecen cada vez que se debate un tema feminista. Inevitablemente se las presenta como las dirigentes de un movimiento que en esencia carece de líderes. No están mucho más cerca de poder ofrecer una estrategia revolucionaria que en cualquier otro momento del pasado; manifestarse, elaborar listas de lecturas y ocupar puestos en comisiones no constituyen de por sí formas de conducta liberadas, sobre todo cuando continúan inscribiéndose en un contexto de trabajo doméstico y artimañas femeninas. Su eficacia como método para formar a las personas que deberán actuar para liberarse es limitada. El concepto de libertad implícito en semejante liberación está vacío de contenido; en el peor de los casos se define en función de la condición de los hombres, que tampoco son libres, y, en el caso más favorable, se deja sin definir en un mundo con posibilidades muy limitadas. Por un lado, se pueden encontrar feministas al servicio de la idea de la igualdad «social, jurídica, ocupacional, económica, política y moral», que tienen como enemigo la discriminación, y como medios, la competencia y la reivindicación. Por el otro lado, están aquellas que acarician un ideal de una vida mejor, que se conseguirá cuando se haya logrado garantizar una vida mejor para todas las personas a través de los medios políticos correctos. Ni una ni otra alternativa pueden resultar demasiado atractivas para las mujeres hastiadas de los métodos políticos convencionales, sean constitucionales, totalitarios o revolucionarios. Es excusable que pierda la esperanza el ama de casa, obligada a esperar hasta el triunfo de la revolución mundial para poder acceder a la libertad, mientras, por otra parte, los métodos políticos conservadores son incapaces de inventar ningún modo de diversificar la unidad económicamente necesaria de la familia como reducto de un solo hombre. Sin embargo, existe otra dimensión en la que podrá encontrar motivos y una causa para entrar en acción, aunque quizá no encuentre un modelo de utopía. Podría empezar, no por cambiar el mundo, sino por reconsiderar quién es ella.

Resulta imposible argumentar a favor de la liberación de las mujeres cuando no se sabe con ninguna seguridad qué grado de inferioridad o de dependencia natural es inalterablemente femenino. Por esto este libro empieza por el cuerpo. Sabemos cómo somos, pero no cómo podríamos llegar a ser o cómo podríamos haber sido. El dogmatismo científico expresa el statu quo como resultado inalterable de unas leyes: las mujeres deben aprender a cuestionar los supuestos más elementales sobre la normalidad femenina para poder reabrir las posibilidades de desarrollo que el condicionamiento ha conseguido cerrar. Por lo tanto, vamos a empezar por el principio, por el sexo de las células. La diferencia cromosómica poca cosa nos dice hasta que no se manifiesta en el curso del desarrollo y este no puede tener lugar en un vacío: nuestra observación de la persona de sexo femenino está consciente o inconscientemente sesgada de entrada por supuestos que no podemos evitar adoptar y que no siempre podemos identificar cuando los adoptamos. El nuevo supuesto que hay detrás de las consideraciones que aquí se harán sobre el cuerpo es que todo lo que observamos podría ser distinto. Para demostrar algunos de los aspectos del condicionamiento, vamos a considerar los efectos de la conducta sobre el esqueleto. Luego, de los huesos pasaremos a las curvas, que siguen siendo esenciales para las presunciones sobre el sexo femenino, y luego al pelo, considerado durante largo tiempo como una característica sexual secundaria básica.

La sexualidad femenina ha sido siempre un tema fascinante; aquí se examina en un intento de mostrar cómo la han ocultado y deformado la mayoría de observadores, y nunca con tanta intensidad como en nuestro propio tiempo. Antes, ya se habrá descrito la configuración de la mujer desde la perspectiva de un tipo particular de condicionamiento, y en este capítulo se comenzará a perfilar el carácter específico de dicho condicionamiento. Lo que ocurre es que se considera a la mujer como un objeto sexual destinado a ser usado y evaluado por otros seres sexuales, los hombres. Su sexualidad se niega y a la vez se desvirtúa cuando se identifica con la pasividad. Se elimina la vagina de la imaginería de la feminidad, igual que se suprimen las manifestaciones de independencia y vigor del resto de su cuerpo. Las características que se elogian y recompensan son las de los castrados: apocamiento, figura regordeta, languidez, delicadeza y preciosismo. La parte dedicada al cuerpo acaba con una mirada a cómo se considera que influye la reproducción femenina sobre todo el organismo a través de los mecanismos del Útero maligno, fuente de histeria, depresión menstrual, debilidad e ineptitud para cualquier empeño continuado.

Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el conocimiento que pueden adquirir los hombres sobre las mujeres, incluso sobre cómo han sido y cómo son ahora, sin ninguna referencia a lo que podrían ser, es terriblemente imperfecto y superficial, y siempre lo será hasta que las mujeres mismas hayan dicho todo lo que tienen que decir.

JOHN STUART MILL

La suma de las características inducidas del alma y del cuerpo es el mito del «eterno femenino», designado actualmente como el estereotipo. Esta es la imagen dominante de la feminidad que prevalece en nuestra cultura y a la que aspiran todas las mujeres. Una vez establecido el supuesto de que la diosa de la cultura de consumo es un artefacto, pasaremos a examinar cómo se confecciona este, cómo se fabrica el alma. El principal elemento de este proceso, igual que en el caso de la castración que —como habremos visto— se practica sobre todo el cuerpo, es la supresión y desviación de la energía. Siguiendo el mismo modelo simple, empezaremos por el principio, por el bebé, y mostraremos cómo un «más» se transforma en un «menos». La niña se esfuerza por conciliar su condicionamiento femenino con su escolarización conforme a orientaciones masculinas hasta que la pubertad resuelve la ambigüedad y, si todo funciona, la deja firmemente anclada en la posición femenina. Si no funciona, se le aplican nuevos condicionamientos correctivos, especialmente por intermedio de psicólogos, cuyos supuestos y recetas se describen aquí bajo el nombre de la estafa psicológica.

Dados los numerosos supuestos sobre el sexo de la mente que enturbian el tema de la aptitud mental femenina, sigue una breve descripción del fracaso de cincuenta años de meticulosas y variadas pruebas, que no han logrado descubrir ninguna pauta diferencial en las capacidades intelectuales masculinas y femeninas, designadas como la materia prima. Toda vez que las pruebas han resultado irrelevantes frente a la persistente convicción de que las mujeres son ilógicas, subjetivas y bobas, como norma general, el capítulo «El poder de las mujeres» parte de una expresión coherente de todos esos prejuicios: la obra de Otto Weininger, Sexo y carácter, y transforma en ventajas todos los defectos que allí se definen, rechazando los conceptos de virtud e inteligencia de Weininger para adoptar los de Whitehead y otros. Como contrapunto corrector de dicha percepción teórica sobre lo valiosas que podrían ser las mentes femeninas, el capítulo dedicado al trabajo ofrece una descripción factual de las formas que adopta la contribución femenina en la práctica y cómo se valora dicha contribución.

Acércate, mujer, y oye lo que tengo que decirte. Dirige por una vez tu curiosidad hacia objetos útiles y considera las ventajas que la naturaleza te dio y la sociedad te arrebató. Acércate y descubre que naciste como compañera del hombre y cómo te convertiste en su esclava; cómo llegaste […] a apreciar esa posición y a considerarla natural; y, finalmente, cómo el prolongado hábito de la esclavitud te degradó hasta el extremo de preferir sus vicios debilitantes, pero cómodos, a las virtudes más difíciles de la libertad y la fama. Si el cuadro que pintaré […] no os descompone, si podéis contemplarlo sin emoción, volved a vuestros fútiles pasatiempos; «no hay remedio; los vicios se han vuelto costumbre».

CHODERLOS DE LACLOS, La educación de las mujeres y otros ensayos, 1783

La castración de las mujeres se ha llevado a cabo en el marco de una polaridad masculino-femenino, en la que los hombres se han apropiado de toda la energía y la han canalizado en forma de fuerza conquistadora agresiva, reduciendo todo contacto heterosexual a un patrón sadomasoquista. Esto ha conllevado la distorsión de nuestras concepciones sobre el amor. Esta parte empieza con la celebración de un ideal y luego pasa a describir algunas de las principales perversiones, el altruismo, el egoísmo y la obsesión. Dichas distorsiones aparecen encubiertas bajo diversas formas míticas, de las que a continuación se presentan dos: el amor romántico, una descripción de las fantasías con las que se alimenta la mujer apetente y decepcionada, y el objeto de la fantasía masculina, una consideración sobre las formas favoritas bajo las que se presenta a las mujeres en la literatura específicamente masculina. El mito de clase media del amor y del matrimonio da cuenta del desarrollo de la fantasía mutua sobre el amor heterosexual más comúnmente aceptada en nuestra sociedad, como preludio de un examen de la forma de vida considerada normal: la familia. Se critica severamente la familia nuclear de nuestro tiempo y se sugieren algunas alternativas difusas, pero la función principal de ese capítulo —y también del resto del libro— es sobre todo sugerir la posibilidad y deseabilidad de una alternativa. El principal espantajo de quienes temen la libertad es la inseguridad y por esto la parte dedicada al amor acaba con un comentario sobre el carácter ilusorio de la seguridad, la máxima deidad del Estado del bienestar, que nunca había sido tan insustancial como en la era de la guerra total, la contaminación a escala planetaria y la explosión demográfica.

Dada esta enorme perversión del amor, este ha acabado incluyendo muchas veces una dosis de odio, que en los casos extremos adopta la forma de aversión y repugnancia, producto del sadismo, del despotismo y de la culpa, y que inspira agresiones abominables contra los cuerpos de las mujeres, pero que la mayoría de las veces se limita al insulto y la ridiculización, expresados por medio de improperios y burlas circunstanciales. En lugar de extenderse sobre las injusticias que sufren las mujeres en sus circunstancias domésticas individuales, esos capítulos se ocupan de las ocasiones más o menos públicas en las que las complicadas pautas de aprovechamiento mutuo no generan ningún tipo de contexto ambiguo. Puesto que en la literatura feminista se pueden encontrar muchas descripciones subjetivas del sufrimiento, el capítulo dedicado a la aflicción se ocupa del problema a una escala más amplia y presenta la enorme abundancia de pruebas objetivas disponibles de que las mujeres no son felices aunque sigan el modelo marcado por los consultorios sentimentales y matrimoniales y el sistema al que estos representan. Si bien no existe un patrón de ataques femeninos contra los hombres comparable a la violencia que ellos ejercen contra las mujeres, hay abundantes pruebas de la intervención del resentimiento en enconados conflictos sexuales no físicos, que generalmente se representan bajo la forma de una especie de juego, una situación ritualizada en la que nunca salen a la luz los verdaderos problemas. Ese afán de venganza inconsciente tiene paralelismos con la rebelión femenina, más organizada y articulada, toda vez que intenta caracterizar a los hombres como el enemigo, o bien competir con ellos, o bien plantarles cara y atacarlos. En la medida en que dichos movimientos reclaman a los hombres que les concedan la libertad o les fuerzan a hacerlo, siguen perpetuando el distanciamiento entre los sexos y su propia dependencia.

La revolución debería comportar la corrección de algunas de esas falsas percepciones que se han ido creando a partir de la combinación de nuestras presunciones sobre el ser mujer, el sexo, el amor y la sociedad. De momento apunta hacia un nuevo despliegue de la energía, que ya no se consumirá en la represión, sino en el deseo, el movimiento y la creación. Es preciso rescatar el sexo del ámbito de la transacción entre personas poderosas y sin poder, dominantes y dominadas, sexuadas y neutras, con objeto de que llegue a convertirse en una forma de comunicación entre seres potentes, dulces y tiernos, algo que es imposible conseguir si se rechaza el contacto heterosexual. La Ultrafemenina debe negarse a continuar consintiendo el autoengaño del Administrador Omnipotente, más que atacándolo, y liberarse así del deseo de colmar sus expectativas. Sería de esperar que los hombres opusiesen resistencia a la liberación femenina, puesto que esta amenaza los cimientos del narcisismo fálico, pero existen indicios de que ellos mismos también están buscando un papel más satisfactorio. Si las mujeres se liberan, a la vez liberarán forzosamente a sus opresores: es muy posible que los hombres sientan que han asumido una tarea imposible en su calidad de depositarios exclusivos de la energía sexual y protectores universales de las mujeres y los niños y niñas, sobre todo ahora que sus energías mal encauzadas han creado el arma definitiva. Los hombres ya han demostrado una disposición a compartir la responsabilidad al admitir a mujeres en ámbitos de la vida dominados por el sexo masculino, aunque la invitación no haya sido atendida. En un momento en que se podría argumentar que se espera que las mujeres arrimen el hombro para cargar el cubo lleno de la basura que han generado los hombres, no es de extrañar que ellas no se hayan apresurado a coger la oportunidad al vuelo. Si las mujeres fuesen capaces de pensar que la civilización solo alcanzará su madurez si participan plenamente en ella, quizá se sentirían más optimistas con respecto a las posibilidades de cambio y de nuevas transformaciones. La crisis espiritual que estamos atravesando en estos momentos tal vez resulte ser solo otro de los dolores de crecimiento.

El capítulo dedicado a la revolución apenas se asoma a lo que «podría ser». Insinúa que las mujeres no deberían comprometerse en relaciones socialmente legitimadas, como el matrimonio, y que, una vez desdichadamente comprometidas, no deberían tener escrúpulos en salir huyendo. Incluso puede dar la impresión de que en él se sugiere que las mujeres deberían ser deliberadamente promiscuas. Desde luego afirma que deberían ser autosuficientes y evitar de manera deliberada establecer dependencias exclusivas y otros tipos de simbiosis neuróticas. Buena parte de lo que recomienda es lisa y llanamente la irresponsabilidad, pero cuando lo que está en juego son la vida y la libertad y la condición necesaria es recuperar la voluntad de vivir, la irresponsabilidad parece un riesgo menor. Hace ya casi un siglo que Nora le preguntó a Helmer: «¿Cuál consideras que es mi deber más sagrado?», y cuando él le respondió: «Tu deber hacia tus hijos y tu marido», ella disintió:

Tengo otros [deberes] no menos sagrados... Mis deberes para conmigo misma... Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú... o, al menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te dará la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros, pero ahora no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que imprimen en los libros. Necesito formarme mi idea respecto a esto y procurar darme cuenta de todo.[2]

Las relaciones que nuestra sociedad reconoce, y que dignifica otorgándoles plenos privilegios, son solo las de carácter vinculante, simbióticas, económicamente determinadas. La más generosa, tierna y espontánea de las relaciones se diluye y se desliza en el molde aprobado cuando se aprovecha de las salvaguardias autorizadas: la legalidad, la seguridad, la permanencia. El matrimonio no puede ser un empleo como ha llegado a serlo. El estatus social de las mujeres no se debería medir en función de que hayan conseguido atraer y atrapar a un hombre. La mujer que comprende que millones de hilos liliputienses la mantienen inmovilizada en una actitud de impotencia y odio, encubierta bajo la apariencia de serenidad y amor, no tiene más alternativa que salir huyendo, si no quiere acabar corrompida y totalmente apagada. La libertad es aterradora, pero también puede resultar estimulante. La vida no es más fácil ni más agradable para las Noras que han emprendido el camino hacia la autoconciencia, pero sí más interesante e incluso más noble. Este consejo se describirá como una invitación a la irresponsabilidad, pero la que en verdad es irresponsable es la mujer que acepta un modo de vida que no ha escogido conscientemente y representa una serie de papeles circunstanciales que se le presentan falsamente como su destino. Renunciar a la propia percepción moral, tolerar crímenes contra la humanidad, dejarlo todo en manos de otro, del padre-gobernante-rey-ordenador, es la única irresponsabilidad que existe. Negar que se ha cometido un error cuando sus resultados son un caos visible y tangible en todo lo que nos rodea, eso es irresponsabilidad. Lo que la opresión nos impone no es la responsabilidad sino la culpa.

La mujer revolucionaria tiene que saber quiénes son sus enemigos: los médicos, psiquiatras, auxiliares sanitarios, sacerdotes, asesores matrimoniales, policías, jueces y elegantes reformadores, todos los hombres autoritarios y dogmáticos que revolotean a su alrededor cargados de advertencias y consejos. Tiene que saber quiénes son sus amigas, sus hermanas, y buscar entre sus rasgos los suyos propios. Con ellas podrá descubrir la cooperación, la comprensión y el amor. El fin no puede justificar los medios: si descubre que su vía revolucionaria solo conduce a una mayor disciplina y continuada incomprensión, con sus corolarios de amargura y minusvaloración, por deslumbrante que sea el objetivo que supuestamente lo justifica, debe comprender que se trata de un camino equivocado y un objetivo ilusorio. Una lucha que no sea gozosa es una lucha equivocada. La dicha de la lucha no se encuentra en el hedonismo ni en la hilaridad, sino en el sentido de un propósito, unos logros y una dignidad, que constituye el renacimiento de la energía mortecina. Solo eso podrá sostenerla y mantener el fluir de la energía. Los problemas solo son comparables a las posibilidades: cualquier error queda redimido cuando se ha llegado a comprenderlo. Las únicas maneras en que la mujer revolucionaria podrá sentir esa dicha son maneras radicales: cuanto más radical sea la acción que haya emprendido, más burlas y difamación suscitará.

El camino es desconocido, como también lo es el sexo de la hembra no castrada. Por muy lejos que proyectemos la mirada, jamás alcanzará la distancia suficiente para poder discernir los contornos de lo que en última instancia es deseable. Por lo tanto, no es posible diseñar una estrategia definitiva. La libertad de ponernos en marcha y la búsqueda de compañeras de viaje es todo lo que necesitamos ver desde el punto en el que nos encontramos ahora. El primer ejercicio que debe realizar la mujer libre es diseñar su propio modo de rebelión, un modo que reflejará su independencia y originalidad propias. Cuanto más claramente comiencen a perfilarse en su entendimiento las formas de la opresión, más claramente percibirá la forma de su acción futura. En la búsqueda de la conciencia política no hay nada que pueda sustituir al enfrentamiento. Sería muy sencillo ofrecer a las mujeres otra forma de abnegación, más oportunidades de apetencia y vanas esperanzas, pero las mujeres ya están hartas de intimidaciones. Las han llevado engañadas en todas las direcciones equivocadas hasta que se han visto obligadas a reconocer que, como todo el mundo, están perdidas. Una élite feminista podría intentar conducir a las mujeres desconcertadas en otra dirección arbitraria, entrenándolas como grupo operativo para una batalla que podría librarse algún día, pero que no debería llegar a materializarse jamás. Si se produce una batalla frontal, las mujeres perderán, porque nunca ganan los mejores; las consecuencias de la militancia no desaparecen cuando esta ya ha dejado de ser necesaria. La libertad es frágil y hay que protegerla. Sacrificarla, aunque sea como una medida temporal, equivale a traicionarla. No se trata de decirles a las mujeres qué deberían hacer a continuación o ni siquiera qué deberían desear hacer a continuación. Este libro se ha escrito con la esperanza de que ellas descubran que tienen voluntad y, una vez que esto suceda, podrán decirnos qué quieren y cómo lo quieren.

El miedo a la libertad que tenemos interiorizado es potente. Lo llamamos caos o anarquía, y estas son palabras amenazadoras. Vivimos inmersos en un auténtico caos de autoridades contradictorias, una era de conformismo sin comunidad, de proximidad sin comunicación. Solo podríamos temer el caos si imaginásemos que es algo desconocido para nosotros, pero en realidad lo conocemos muy bien. Es poco probable que las técnicas de liberación que adopten espontáneamente las mujeres planteen un conflicto tan exacerbado como el que ahora existe entre intereses personales enfrentados y dogmas contrapuestos, ya que ellas no intentarán eliminar todos los sistemas excepto el propio. Por diversas que sean sus técnicas, no tendrán que ser por fuerza absolutamente inconciliables, puesto que no las animará un afán de conquista.

Ojalá este libro sea subversivo. Ojalá atraiga las iras de todos los sectores con capacidad de expresión de la comunidad. El moralista convencional encontrará muchas cosas reprensibles en el rechazo de la santa familia, la denigración de la sagrada maternidad y la inferencia de que las mujeres no son monógamas por naturaleza. Los políticamente conservadores seguramente deberían quejarse de que el libro abre las puertas a la depresión económica y a tiempos de penuria con su alegato a favor de la destrucción de los patrones de consumo de las principales gastadoras de dinero: las amas de casa. Lo cual equivaldría a reconocer que la depresión de las mujeres es necesaria para mantener la economía y solo viene a ratificar lo que se trataba de demostrar. Si la estructura económica actual solo se puede modificar a través de su hundimiento, más vale que se derrumbe cuanto antes. El país que reconoce que todos sus trabajadores merecen ser contratados y luego deja de pagar a diecinueve millones y medio de ellos no puede seguir adelante. Los freudianos objetarán que el libro es mera metafísica —dado que prescinde de la explicación convencional de la psique femenina y se basa en un concepto de mujer que no puede comprobarse que exista—, olvidando el fundamento metafísico de su propia doctrina. Los reformadores lamentarán que el texto degrada la imagen de la condición de mujer, puesto que fomenta la transgresión y con ello aleja todavía más a las mujeres de los verdaderos centros de poder. En el reino de los ordenadores, los centros de poder político se han convertido en centros de impotencia, pero aun así, en el libro no hay nada que excluya el uso de la maquinaria política, aunque puede que esté contraindicado confiar en ella. Las críticas más reveladoras procederán de mis hermanas de la izquierda: las maoístas, las trotskistas, las socialistas internacionalistas, las Estudiantes por una Sociedad Democrática,[*] por mi fantasía de que tal vez sea posible saltarse los pasos de la revolución y llegar de algún modo a la libertad y al comunismo sin estrategia y sin disciplina revolucionaria. Pero si las mujeres son el verdadero proletariado, la mayoría verdaderamente oprimida, la revolución por fuerza habrá de estar más próxima si ellas le retiran su apoyo al sistema capitalista. El arma que sugiero es la más reconocida del proletariado, la retirada de su fuerza de trabajo. Aun así, es evidente que no considero que la fábrica sea el verdadero centro de la civilización; ni la reincorporación de las mujeres al trabajo industrial, una condición necesaria para la liberación. A menos que se modifiquen por completo los conceptos de trabajo y diversión, y de remuneración del trabajo, las mujeres tendrán que seguir aportando fuerza de trabajo barata y, más aún, gratuita, extraída legalmente por un empleador en posesión de un contrato de por vida extendido a su favor.

Este libro constituye tan solo una aportación más a un diálogo continuado entre la mujer que se hace preguntas y el mundo. En él no se da respuesta a ninguna pregunta, pero tal vez se formulan algunas de manera más adecuada que hasta la fecha. Si no es ridiculizado o vilipendiado, habrá fracasado en su propósito. Si las parásitas más exitosas no lo encuentran ofensivo, será señal de que es inocuo. Lo que ellas son capaces de tolerar es intolerable para una mujer con un mínimo de orgullo. Quienes se oponían al sufragio femenino se lamentaban de que la emancipación de la mujer supondría el fin del matrimonio, de la moralidad y del Estado; su extremismo era más clarividente que la vaga benevolencia de liberales y humanistas que pensaban que conceder cierto grado de libertad a las mujeres no trastocaría nada. Cuando recojamos la cosecha que sembraron las sufragistas sin saberlo, comprobaremos que los presagios antifeministas eran acertados a fin de cuentas.

El cuerpo

EL CUERPO

El sexo

EL SEXO

Es cierto que cada célula del cuerpo de una persona atestigua su sexo. Sin embargo, no se sabe qué trascendencia tiene exactamente esta diferencia entre las células desde el punto de vista de su funcionamiento. Ni tan siquiera podemos inferir una diferencia significativa entre los tejidos que constituyen dichas células a partir de las diferencias observadas entre ellas. Cualquier presunción con respecto a su superioridad o inferioridad basada en ese hecho dista mucho de estar demostrada. Cuando hayamos aprendido a descifrar el ADN, tal vez estemos en condiciones de determinar la naturaleza de la información común a todos los miembros del sexo femenino; pero incluso en ese caso se requerirá un largo y tedioso razonamiento para explicar la conducta a partir de los datos biológicos.

Que los sexos constituyen una polaridad y una dicotomía de la naturaleza es un elemento esencial de nuestro sistema conceptual. Lo cual es, de hecho, absolutamente falso. Los mundos animal y vegetal no están divididos de manera universal en dos sexos, o ni siquiera en dos sexos con la posible aparición esporádica de aberraciones y tipos indeterminados; algunas criaturas afortunadas son sucesivamente masculinas y femeninas; algunos hongos y protozoos tienen más de dos sexos y más de una manera de aparearlos. El grado de diferenciación entre los sexos puede variar desde un detalle tan nimio que apenas resulta perceptible hasta una diferencia tan grande que la ciencia ignoró durante mucho tiempo que ciertas especies clasificadas como diferentes correspondían en realidad a los machos y las hembras de una sola especie. Algunos antropólogos nazis sostuvieron que las características sexuales secundarias están más desarrolladas en las especies con un nivel evolutivo superior y destacaron que los tipos negroide y asiático presentan a menudo características secundarias menos definidas que el tipo ario.[1]

En realidad, muchas formas simples de vida presentan una diferenciación sexual mucho más llamativa que los seres humanos. Pero también podemos observar que las diferencias entre los sexos humanos se destacan y se exageran, y antes de justificar el proceso deberíamos preguntarnos por qué se procede así.

La distinción fundamental para la determinación del sexo humano resulta visible cuando se aumenta el tamaño de una célula del cuerpo hasta que sea posible distinguir los cromosomas, o sea, unas dos mil veces. En las células del cuerpo masculino se encuentra, junto con otros cuarenta y cinco cromosomas, uno diminuto, llamado cromosoma Y. En realidad, este no es en absoluto un cromosoma sexual y se enfrenta con problemas particulares debido a su aislamiento.

Puesto que la mutación de un cromosoma solo se puede poner a prueba en diferentes combinaciones cuando es posible su distribución aleatoria como resultado de un cruce, la imposibilidad de que este se produzca impide ese proceso de experimentación de las mutaciones que hayan tenido lugar dentro de la forma Y. Dado que el cruce no se produce, el cromosoma Y no puede ser objeto de ningún tipo de intercambio estructural a través de un intercambio entre las partes. En consecuencia, en el curso de su evolución, el cromosoma Y acabará perdiendo su eficacia para determinar el sexo y será sustituido por los autosomas que interaccionan con X.[2]

Los autosomas son aquellos cromosomas que no son ni X ni Y, y en cada célula del cuerpo hay veintitrés pares. El sexo femenino está determinado, además, por un par de cromosomas que tienen exactamente la misma apariencia que el resto pero que, de hecho, son determinantes del sexo y se designan como XX. El individuo de sexo masculino tiene un par XY, en lugar de un par XX, junto con sus veintitrés pares de autosomas. El cromosoma Y tiene una función negativa: cuando un esperma que contiene Y fecunda un óvulo, simplemente reduce la cantidad de feminidad que se traduciría en la formación de un feto femenino. Junto con su masculinidad, el feto hereda una serie de deficiencias que se describen como «asociadas al sexo», ya que proceden de genes que solo se encuentran en el cromosoma Y. Algunas extrañas deformaciones como la hipertricosis —un crecimiento excesivo del vello, sobre todo en las orejas—, la presencia de zonas callosas en las manos y los pies, piel con textura de corteza y una formación membranosa entre los dedos de los pies son algunas de estas deficiencias, menos conocidas que la hemofilia, que en realidad es el resultado de la presencia de un gen mutante del cromosoma X que el cromosoma Y no puede neutralizar; por esto se transmite por vía femenina, pero solo se manifiesta en los individuos de sexo masculino. El daltonismo sigue un patrón idéntico. Existen cerca de treinta afecciones más que, por la misma razón, se manifiestan entre los machos de la especie y pocas veces en las hembras. Está comprobado que la mujer es de constitución más resistente que el hombre: vive más años y en cada grupo de edad mueren más individuos de sexo masculino que de sexo femenino, a pesar de que el número concebido de los primeros sea de un 10 a un 30 por ciento superior. No hay nada que explique este índice superior de concepciones masculinas: los espermatozoides que engendran fetos femeninos se producen en la misma cantidad que los que engendran fetos masculinos. Resulta tentador especular sobre la posibilidad de que este hecho sea una compensación natural de la mayor vulnerabilidad de los individuos de sexo masculino.[3]

Mientras que la mujer permanece más próxima al tipo infantil, el hombre se aproxima más al tipo senil. La tendencia a una variabilidad extrema en el hombre se traduce en un mayor porcentaje de genialidad, demencia e idiotismo; la mujer permanece más próxima a la normalidad.

W.I. THOMAS, Sex and Society, 1907, pág. 51

La criminología ha aportado últimamente otra observación desconcertante sobre el cromosoma Y. Se descubrió que entre los varones condenados por crímenes violentos había una alta proporción de portadores del cromosoma XYY, es decir, con un Y adicional, un hecho que parecía estar vinculado a ciertas deficiencias en la capacidad mental.[4]

El desarrollo de las características sexuales no está condicionado únicamente por los cromosomas: estos aportan la diferencia primaria, pero en el desarrollo de las distintas características físicas interviene todo el sistema endocrino, así como la interacción de varias hormonas. Las mujeres han empezado a ser especialmente conscientes de sus hormonas como resultado del uso de ciertas hormonas sintéticas en la píldora anticonceptiva. Como suele ocurrir cuando se divulgan nociones de este tipo, se ha dado una descripción demasiado simple de la función de las hormonas. En realidad, los conocimientos sobre toda la extensión de las actividades hormonales son muy imperfectos. Los médicos han tenido que reconocer que con su interferencia en el delicado equilibrio fluctuante entre las hormonas femeninas han generado alteraciones no previstas en ciertas funciones de carácter no sexual ni reproductivo. Bastante difícil resulta ya comprender la combinatoria simple de los genes y cromosomas; en el caso de la química hormonal, la identificación de los procesos es aún más difícil. Sabemos que la hormona masculina, la testosterona, induce el desarrollo de las características sexuales masculinas y que está relacionada de algún modo con la otra hormona masculina, el andrógeno, que estimula el desarrollo de los músculos, los huesos y la tripa. La segregación de andrógeno depende de la hormona luteinizante, igual que sucede con la hormona femenina, el estrógeno, muy semejante al primero. Ambos sexos producen ambas hormonas. Lo único que se sabe es que, si se administra estrógeno a los varones, sus características sexuales secundarias se vuelven menos evidentes, y otro tanto sucede cuando se administra andrógeno a las mujeres. Para algunas funciones, el estrógeno necesita el apoyo de la otra hormona femenina, la progesterona. Todas nuestras secreciones reaccionan de manera complementaria y catalítica: casi todos los estudios de sus reacciones acaban detectando nuevas sustancias químicas con nombres nuevos. A pesar del bombardeo al azar con grandes dosis de hormonas al que se somete a las mujeres con objeto de evitar la concepción, la actitud más habitual hacia dichas sustancias entre quienes están informados es de respeto y admiración. Se continúa buscando una píldora que inhiba únicamente la función esencial para la concepción, y las mujeres no deberían sentirse seguras hasta que se haya encontrado.

El sexo de una criatura queda determinado en el momento de su concepción, pues cada espermatozoide contiene un cromosoma Y y un cromosoma X, mientras que el óvulo maduro contiene un cromosoma X. El cromosoma especializado determina la diferencia primaria, pero el desarrollo de las características sexuales depende de ciertas sustancias químicas especializadas contenidas en los cromosomas. Hasta la séptima semana, el feto no presenta ninguna característica diferenciada según el sexo y, cuando se inicia el desarrollo sexual, este sigue una pauta notablemente similar en ambos sexos. El clítoris y el glande se parecen mucho a primera vista, y la uretra se desarrolla como un pliegue en ambos sexos. En los niños, el abultamiento genital da lugar al escroto, y en las niñas, a los labios mayores. El análisis del tejido de dichas zonas análogas revela que, de hecho, este es distinto, aunque las mujeres tienen tejidos parecidos a los masculinos en diversas zonas.[5]

La propia naturaleza no siempre actúa de manera inequívoca. Puede ocurrir que una niña tenga un clítoris tan desarrollado que se la tome por un niño. Análogamente, muchos niños pueden estar infradesarrollados o pueden tener los genitales deformados u ocultos, de modo que se supone que son niñas. En algunos casos, aceptan el sexo adjudicado y se consideran miembros defectuosos del sexo equivocado: adoptan el comportamiento y las actitudes de ese sexo, a pesar de los conflictos particulares que sufren. En otros casos, una especie de conciencia genética provoca un problema que lleva a investigar el caso y se determina el sexo correcto de la criatura.[6] A algunas criaturas, como por ejemplo las niñas que nacen sin vagina, se las considera erróneamente como neutras; a otras, que tienen la combinación XXY, se las considera mujeres sin ovarios. Algunas de estas dificultades se pueden resolver mediante la cirugía estética, pero los cirujanos practican con demasiada frecuencia esta clase de operaciones por motivos particulares, cuando un examen de la estructura celular pondría de manifiesto que no existe ninguna anomalía congénita. En la mayor parte de los casos, la homosexualidad es consecuencia de la incapacidad de la persona para adaptarse a su papel sexual asignado y no debería tratarse como un hecho ge

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