Mi vida en la transición

Demetrio Sodi

Fragmento

Título

Familia de políticos

Cuando al final del sexenio de Echeverría decidí participar en el sector público desconocía que traía en la sangre la política. Mis dos bisabuelos paternos habían sido connotados políticos en el siglo XIX: Carlos Sodi Candiani fue durante 25 años senador de la República durante el porfiriato, primero por Oaxaca y luego por Michoacán, y Jacinto Pallares, michoacano, fue uno de los abogados más famosos del siglo, de hecho, el aula magna de la Facultad de Leyes de la UNAM lleva su nombre.

Jacinto Pallares fue un hombre independiente y muy crítico de Porfirio Díaz, a quien llamaba, en plan de burla, la “luz de la nación”. Se cuenta que, ante un comentario de Díaz, que calificó a mi bisabuelo como el mejor abogado de México, éste lo corrigió y dijo que era “el mejor jurisconsulto, pero no el mejor abogado, ya que los abogados se venden”.

Mi abuelo paterno fue Demetrio Sodi Guergué, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 1908 y secretario de Justicia durante el último año del gobierno de Porfirio Díaz, incluso se dice que fue él quien le redactó su renuncia. Fue fundador de la Escuela Libre de Derecho y defensor de León Toral, asesino de Obregón, en 1928, cuando ningún abogado en México se atrevía a hacerlo por las amenazas que enfrentaban, debido al ambiente de confrontación política que vivía el país después del movimiento cristero.

Tuve dos tíos diputados, primos de mi padre, y un tío abuelo, Franco Sodi, procurador general de la República durante el alemanismo. Un antepasado mío, Joaquín Guergué, fue gobernador de Oaxaca en 1847, de donde es originaria la familia de mi padre.

Por el lado de mi madre, Soledad de la Tijera Alarcón, cuya familia proviene de Hidalgo y Chihuahua, mi abuelo fue presidente municipal de Tulancingo y contaba mi abuela que estuvo a punto de perder la vida en manos de Pancho Villa, quien finalmente se la perdonó por ruegos de mi madre.

Mi padre siempre estuvo alejado de la política y dedicó su vida a la investigación y práctica médica. En la década de 1940, recién graduado de la UNAM, se incorporó al equipo del maestro Ignacio Chávez en el Hospital General de México; más tarde marchó becado a estudiar Electrocardiografía a la Universidad de Míchigan, en Ann Arbor, Estados Unidos.

A su regreso del extranjero en 1944 fue nombrado jefe del Departamento de Electrocardiografía del Hospital General y posteriormente se hizo cargo de la jefatura del Departamento de Electrocardiografía del flamante Instituto Nacional de Cardiología, cargo que desempeñó por más de 30 años.

Fue un hombre valiente y de fuertes convicciones; en el discurso de inauguración como presidente del Congreso de la Academia Mundial de Medicina, ante el entonces presidente Díaz Ordaz, atribuyó todos sus hallazgos médicos a Dios, ante la sorpresa e incomodidad de toda la clase política del país.

Defendió toda su vida sus creencias religiosas y sus avances científicos, lo que le costó salir de Cardiología y ser criticado por los médicos tradicionales. Con los años mi padre consolidó una brillante trayectoria médica y una situación económica desahogada. Fue uno de los miembros fundadores del Instituto Nacional de Cardiología y estructuró la Escuela Mexicana de Electrocardiografía, que llegó a extender sus ramas por los cinco continentes atrayendo a estudiantes de todas partes del mundo.

En la década que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial se consideraba a México como la meca de la electrocardiografía, y mi padre fue reconocido como el padre de la electrocardiografía a nivel mundial. También fue profesor de la UNAM, presidente de la Sociedad Mexicana de Cardiología en varios periodos, presidente de la Academia Nacional de Medicina y miembro de una veintena de sociedades cardiológicas internacionales; asimismo, publicó una docena de libros y cientos de artículos en revistas especializadas, y fue reconocido por agrupaciones médicas nacionales e internacionales y varios gobiernos, que le otorgaron condecoraciones.

Salió de Cardiología porque no lo dejaban investigar lo que él quería y dedicó el resto de su vida a un tratamiento metabólico para el corazón que mejora notablemente las posibilidades de recuperación del paciente. Falleció en agosto de 2003 a los 90 años, siendo considerado el cardiólogo más eminente de nuestro país. Es para mí el médico más grande que ha dado México a nivel internacional, y como pasa con frecuencia aquí murió sin reconocimiento nacional.

Mi madre se dedicó en cuerpo y alma a mi padre y a la familia, y ni él ni ninguno de mis hermanos seríamos lo que somos de no haber sido por los cuidados y el cariño que nos dio. Fue una compañera incondicional de mi padre y lo acompañó por todo el mundo a dar clases y conferencias.

Nací en Santa María la Ribera, en la calle de Salvador Díaz Mirón, y de muy chico nos fuimos a vivir a la colonia Narvarte. Era una casa de cinco medios pisos en donde vivíamos mis padres, siete hermanos, mi abuela y una tía, hermana de mi madre. Mi niñez y mi juventud fueron felices, sin problemas, salvo por la muerte de mi hermano Luis Roberto, de leucemia, cuando yo tenía ocho años y él seis. Fuera de eso fue una niñez feliz, sin lujos, pero sin carencias.

Mi padre era un joven médico, de esos profesionistas que viven de su trabajo y que van subiendo con mucho esfuerzo. Éramos la típica familia de clase media, muy unidos y con muchos amigos en la cuadra. Pasábamos la mayor parte del día jugando en la calle, con la bicicleta, los patines, el balero. Llegaba de la escuela a las cinco de la tarde y me metía a las ocho de la noche a hacer la tarea. Tengo un hermano, Juan, doctor en Metalurgia, y tres hermanas, Marcela, Ana Alicia y Laura. Hace 15 años murió mi hermana Graciela, una mujer dedicada al trabajo social para familias marginadas y niños y niñas huérfanos.

Mi padre viajaba mucho, daba conferencias en diferentes partes del mundo y cada dos años lo acompañábamos en uno de sus viajes a Estados Unidos. Nos íbamos en coche; mi padre daba sus conferencias y nosotros conocíamos las ciudades. Los fines de semana los pasábamos acompañándolo a ver enfermos, esperándolo durante horas en el coche.

A mi padre le empezó a ir bien y compró un terreno en San Jerónimo a donde íbamos los fines de semana a jugar, después nos fuimos a vivir allá. Compró también una casa en Valle de Bravo, en el Estado de México, para los fines de semana, a donde he ido durante los últimos 65 años casi todos los fines de semana y que se convirtió en una extensión de mi casa.

Hace 40 años compré con unos amigos un rancho al que voy constantemente con mis hijos e hijas, yernos, nuera y nietos y nietas. Tengo cuatro hijos: Demetrio, Verónica, Adriana y Alfonso, y ocho nietos: Santiago, Andrés, Ana, Diego, Luisa, Emilia, Jerónimo y Carla, a quienes les dedico este libro.

Estudié la primaria y la preparatoria en una escuela privada, el Franco Inglés, que estaba en Melchor

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