La historia de mi gente

Edoardo Nesi

Fragmento

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Fábrica de Tejidos de Lana T. O. Nesi e Hijos S.A.

En septiembre de 2004, concretamente el 7 de septiembre de 2004, vendí la empresa textil de mi familia.

Nacida como tejeduría en los años veinte, se había convertido en fábrica de tejidos de lana inmediatamente después de la guerra con el prolijo nombre de Fábrica de Tejidos de Lana T. O. Nesi e Hijos S.A. Mientras escribo, a mi espalda cuelga la ampliación de una foto en blanco y negro de la tejeduría fechada en 1926. Alrededor de tres telares gigantescos, un grupo de hombres, mujeres y niños mira con atención a la cámara. A un lado, con expresión sombría y el sombrero ladeado, está mi abuelo, Temistocle Nesi. En el extremo izquierdo de la imagen, con camisa blanca, chaleco y pantalones anchos, está Omero Nesi, hermano de Temistocle y como mínimo quince años mayor que éste. Son los socios fundadores, la razón por la que la empresa se llama T. O. Nesi e Hijos. Temistocle Omero Nesi e Hijos.

Nunca se ha sabido por qué sus padres —que respondían a los nombres bastante comunes de Adamo y Maria— les pusieron, en los últimos lustros del siglo XIX, esos nombres extravagantes de héroes griegos. El nombre es el primer regalo de los padres a los hijos, y quién sabe si ellos, que no habían terminado la primaria, eran conscientes de haber dado a uno el nombre del insigne poeta ciego y al otro el de un general, el último héroe de la república ateniense; de haber unido las fuerzas de las armas y las letras, como si hubieran pensado que incluso el nombre podía convertirse en un instrumento importante para vivir a comienzos del siglo como tejedor en Narnali, un pueblo enroscado en torno a su iglesia, en el arranque de la antigua carretera que lleva de Prato a Pistoia.

Sentado en una caja de madera llena del hilo sucio de la lana, con pantalones cortos y mirada despierta, está Alfiero, hijo de Omero. Aparenta unos diez años, quizá doce. Es todavía un niño. Sin embargo, en la mente de los socios fundadores la empresa se proyecta en él. Ya está previsto que la Fábrica de Tejidos de Lana T. O. Nesi e Hijos tendrá una larga vida, mucho más larga que la de sus fundadores, y que Alfiero la sacará adelante, porque no ha sido fundada tanto para el presente como para el futuro, para los hijos que han nacido y para aquellos que vendrán.

Alvarado, mi padre, hijo de Temistocle, nacería en 1932, seis años después de que sacaran esta foto, con casi seis kilos de peso, segundo hijo varón de Temistocle y Rosa, concebido inmediatamente después de la muerte del primer Alvarado, nacido también él con peso de coloso, que falleció de noche en la cuna y fue velado hasta el amanecer en la cama de sus padres. También mi padre nació con el destino ya escrito: lo quisiera o no, la empresa estaba en su futuro, y aunque enseguida resulta evidente el origen español de su nombre, nunca se ha sabido por qué Temistocle y su mujer lo llamaron así, y por si fuera poco le endosaron Gualberto como segundo nombre. La única vez que estuve en Los Ángeles hice una foto de la placa de Alvarado Street y se la enseñé. Él la miró unos segundos, después me miró a mí y simplemente dijo: «No tengo nada que comentar.»

Yo nací en 1964, y si bien mi primer nombre es mucho más habitual que los de mi familia, de segundo llevo el del abuelo. Junto con mis hermanos, Federico y Lorenzo, formo parte de la que debería haber sido la tercera generación textil de la familia Nesi, y se me había prometido el mundo.

Nadie me lo dijo jamás claramente —de hecho, no consigo imaginar algo más impropio de mi padre—, pero la realidad de los hechos así lo establecía. Lo proclamaba. El mundo estaba a mi disposición. Si hubiera tenido aptitudes, valor y entereza habría triunfado. No tenía límites que no fueran los míos propios. Por ejemplo, si quería ir a Estados Unidos a estudiar en verano, apenas tenía que pedirlo e iría. Así que cuando lo pedí, en el verano de 1979, a los quince años, después de haberme pasado un invierno escuchando las canciones de Bob Dylan y Neil Young, fui a estudiar inglés a la Universidad de Berkeley. En San Francisco, California. Yo solo.

Un recuerdo indeleble de aquellos días es el del campus invadido por un batallón de jóvenes avejentados en sillas de ruedas, todos supervivientes de Vietnam. No eran estudiantes —quizá lo habían sido—, pero estaban siempre por allí, y por la noche bebían y alborotaban sin que nadie les llamara la atención. El que armaba más jaleo iba con una preciosa chaqueta raída de húsar, llevaba una larga barba y tenía una novia espléndida. Nos saludábamos siempre.

Cuando anuncié a los profesores que no asistiría a las clases de inglés porque, total, ya sabía inglés, me dijeron que lo comprendían: era julio de 1979 ¡en Berkeley! Me hicieron firmar un papel, y desde aquel día no hice otra cosa que recorrer arriba y abajo las intrépidas cuestas de San Francisco en tranvías chirriantes, con el Golden Gate en los ojos y el viento del Pacífico en la cara, sin dejar de sorprenderme por todo. Recuerdo que no entendía cómo podían ganarse la vida los habitantes de aquella ciudad ¡sin trabajar en el sector textil! ¿De dónde salía su dinero? ¿Quién los mantenía, si ni siquiera contaban con una hiladora, una retorcedora o una carbonizadora?

A partir de aquel año pasé muchos veranos en Estados Unidos, huyendo de Prato y de mi destino ya escrito, esforzándome en asistir a las summer sessions de sus mejores universidades. Me sentía orgulloso de encontrarme por primera vez en un lugar donde todos aquellos a quienes conocía eran resultado de una selección; porque, aunque la enseñanza estival no es ni siquiera pariente lejana de la invernal, y en la práctica sólo con pagar te admiten, a los dieciocho años escoger pasarse el verano encerrado en una biblioteca, estudiando a la vez Historia de las Relaciones Internacionales y Fusiones y Adquisiciones, es duro.

El verano de 1982 también lo pasé solo, en Cornell, el maravilloso campus engastado en los bosques del norte del estado de Nueva York, donde vi la final victoriosa de los mundiales de España, de madrugada, nervioso, rodeado y apoyado por un grupo de hijos de exiliados libaneses. Hasta muchos años después no supe que en Cornell habían estudiado Thomas Pynchon y Richard Fariña, Pynchon deseando ardientemente ser Fariña, cuyos relatos se publicaban en las revistas literarias y era el chico más admirado del campus. Cuando fue gloriosamente expulsado de la universidad por haber organizado una manifestación estudiantil, se lanzó a la vida vertiginosa de la fascinante América de aquellos años, se hizo amigo de Bob Dylan y se casó con Mimi Baez, la hermana de apenas diecisiete años de Joan Baez, y con ella fundó un grupo musical que debutó en 1964 en el Big Sur Folk Festival, y mientras iba camino de convertirse en un gran autor de canción protesta seguía escribiendo su novela Hundido hasta el cielo —que c

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