De la sabiduría egoísta (Serie Great Ideas 13)

Francis Bacon

Fragmento

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De la envidia

No hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que han notado que el momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.

Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.

Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.

El hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[3].

Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.

Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su honra; en ese caso, debería decirse: ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.

El mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.

Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de sobresalir.

Finalmente, los parientes y los compañeros de oficio y aquéllos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la envidia.

Respecto a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiadas porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; mientras que, contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la empañan.

Las personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol, que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.

Los que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[4]; no es que lo sientan así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.

Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria) provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y artero; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que le envidien.

Por último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene la hechicer

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