La política de la identidad

Carlos Peña

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

La aparición del otro corresponde, pues, a un deslizamiento de todo el universo, a una descentración del mundo que socava la operada por mí (...) De pronto ha aparecido un objeto que me ha robado el mundo.

JEAN-PAUL SARTRE

La imagen más elocuente de lo que conocemos como democracia es el rito eleccionario. En ese momento cada uno deja de ser quien es —proletario, gay, mujer, hombre, heterosexual, transexual, burgués, católico, protestante, ateo, vegano, inmigrante o indígena— y desempeña tan solo el papel de miembro de una comunidad política cuya voluntad vale e importa lo que cualquier otra.

Y esa comunidad política, como expuso tempranamente el abate Emmanuel Joseph Siéyes en su célebre panfleto ¿Qué es el tercer estado?, era la nación concebida como una entidad singular, con vida propia, independiente de los individuos, quienes sin embargo al integrarla pasaban a adquirir la condición de ciudadanos. De ahí en adelante un ciudadano es un sujeto cuya identidad no importa al momento de configurar la voluntad común. La clase social, la etnia, el género (este último a partir de la incorporación de las mujeres) son borrados de manera simbólica al momento de participar de la vida política. La particularidad de cada uno es sustituida entonces por la pertenencia a una comunidad abstracta y por la apelación a un interés común. Si bien la nación es particular, puesto que es un fenómeno étnico derivado de la construcción de una memoria, ella se funda en una pretensión de universalidad. No es pues la diferencia que media entre quienes la integran, sea la clase, la orientación sexual, la forma de vida que cultivan, las creencias que homenajean, o lo que fuera que los distancia, sino aquello que tienen en común lo que funda la democracia. Incluso la izquierda marxista, un crítico temible de esta última, coincidió con ella en ese reclamo de universalidad puesto que la revolución no tenía por objeto imponer a un grupo sobre otro sino liberar a la humanidad acabando con la explotación de la clase proletaria, que era en su opinión la clase universal. El rito eleccionario, donde «cada uno vale como uno y nadie más que uno», según la famosa frase de Jeremy Bentham, es el resumen perfecto de esa universalidad que anima a la democracia, sobre todo a aquella que se adjetiva de liberal.

De pronto, sin embargo, esa forma de concebir la vida cívica es desafiada por lo que se ha llamado «la política de la identidad».

Francis Fukuyama describió el fenómeno en un artículo crítico respecto de la política de la identidad publicado por Foreing Affairs en 2018. Allí llamó la atención acerca del hecho de que mientras la política del siglo xx se definía por cuestiones económicas, en la del siglo xxi se observa una presencia cada vez mayor de las cuestiones identitarias. Mientras en el siglo pasado la izquierda y la derecha discutían acerca de la conveniencia o no de las políticas redistributivas, el monto de los impuestos, el derecho a huelga o el tamaño del estado, hoy el problema parece estar centrado, sostiene Fukuyama:

en la promoción de los intereses de una amplia variedad de grupos marginados, como las minorías étnicas, los inmigrantes y los refugiados, las mujeres y las personas LGBT. La derecha, por su parte, ha redefinido su misión principal como la protección patriótica de la identidad nacional tradicional, que a menudo está explícitamente relacionada con la raza, la etnia o la religión.

Si bien el término se acuñó en un artículo publicado en los setenta en el que se defendía la incorporación de personas discapacitadas —o con capacidades diferentes— a la plenitud de la vida social, hoy se lo emplea en las ciencias sociales y las humanidades para describir fenómenos en apariencia tan diversos como el multiculturalismo, los reclamos feministas, los movimientos de lesbianas, gays y transexuales, el separatismo del tipo que experimentan Canadá, España o Francia, los conflictos étnicos o nacionalistas o, incluso, en el colmo del paroxismo, las formas de vida minoritarias que ven en la conjunción del veganismo con el uso de la bicicleta una forma de estar en el mundo.

Uno de los signos más obvios de su presencia en la esfera pública es lo que podríamos llamar su creciente énfasis expresivo. Junto a las ideas que la sustentan —muchas de ellas provenientes del posestructuralismo con nombres como Michel Foucault o Judith Buttler—, abundan en la política de la identidad las performances y los disfraces, los gestos sorprendentes y el desafío al sentido común en lugar de los discursos conceptuales, la gestualidad sosegada y la apelación a lo razonable que hasta hace poco se consideraban virtudes en la política. Incluso, y esto ocurre cada vez con mayor frecuencia, se pretende que la autocomprensión del grupo sea un límite a lo que los demás puedan decir acerca de él. Así, referirse en términos críticos a la cultura de un pueblo originario suele ser tildado de racismo; no compartir alguna particular forma de feminismo, de misoginia, y así. Este intento de proteger la autocomprensión del grupo frente al discurso ajeno inevitablemente daña el debate abierto y sin restricciones.

En suma, si en el rito de la democracia liberal la identidad de cada uno no importaba, en la política de la identidad esta última parece colmar la totalidad de los asuntos humanos.

Pueblos originarios, minorías sexuales o formas de vida minoritarias o excluidas, indígenas, gays, lesbianas, transexuales, inmigrantes y movimientos feministas, al lado de estilos de vida elegidos, a cuya sombra se elaboran narrativas que se oponen a la racionalidad técnica y al antropocentrismo, como ocurre con el veganismo o el animalismo, comparecen en el espacio público reclamando participar de la voluntad colectiva no desde la abstracción de la ciudadanía, sino desde la identidad que poseen. Esos grupos no perseguirían intereses materiales sino algo de más largo alcance: que lo que ellos juzgan como sus rasgos identitarios —su lengua, orientación sexual, el género, las prácticas que han ido configurando en el tiempo— sean reconocidos como fuentes de identidad grupal equivalentes a aquellas otras formas de vida que hasta ahora las habrían dominado, condenándolas a la esfera de lo privado e incluso de lo anormal. Por supuesto, y como veremos, entre esa multiplicidad de rasgos o condiciones que presumen configurar la identidad total de sus miembros hay diferencias relevantes. Basta considerar el problema para distinguir entre una cultura originaria, el género como forma de dominación, un estilo de vida elegido, o una orientación sexual y arribar así a la conclusión de que quizá estos no admiten el mismo trato al interior de la democracia liberal; aunque todos —y este es el asunto que por ahora debe llamar nuestra atención— integran lo que en la literatura suele llamarse política de la identidad: el reclamo de las personas que comparten un rasgo que juzgan importante por ser admitidos en la arena de la política, la pretensión de que sus identidades —se

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