El origen de los otros

Toni Morrison

Fragmento

Prólogo de Ta-Nehisi Coates

Prólogo

de Ta-Nehisi Coates

En la primavera de 2016, Toni Morrison pronunció un ciclo de conferencias en la Universidad de Harvard sobre «la literatura de la pertenencia». No es de sorprender, dada la naturaleza de su extraordinaria producción, que se concentrara en el tema de la raza. Las charlas de Morrison tuvieron lugar en un momento favorable. Por aquel entonces, Barack Obama enfilaba el último año de su segundo mandato como presidente de Estados Unidos. El movimiento insurgente Black Lives Matter (‘Las vidas negras tienen importancia’) había logrado llevar la brutalidad policial a la primera línea del debate público en Estados Unidos y, en contraste con la mayor parte de las «conversaciones sobre la raza», en aquel caso se estaban obteniendo resultados. Los dos fiscales generales de Obama, Eric Holder y Loretta Lynch, ambos negros, habían iniciado investigaciones en departamentos de policía de todo el país. Se habían conocido informes sobre Ferguson, Chicago y Baltimore que corroboraban la existencia de un racismo sistémico durante mucho tiempo relegado en su mayor parte al terreno de la anécdota. Se esperaba que esa enérgica actuación prosiguiera cuando por primera vez llegara a la presidencia de Estados Unidos una mujer, Hillary Clinton, quien, en el momento en que Morrison inició el ciclo de conferencias, estaba muy bien situada frente a un hombre al que el mundo consideraba un adversario político de poca monta. Todo ello era buen reflejo de un país que estaba resuelto a poner en tela de juicio los preceptos de la historia y que por fin se acercaba al extremo del largo arco del universo moral en el que se hallaba la justicia.

Y entonces el arco se alargó.

La primera reacción ante la victoria de Donald Trump fue restar trascendencia a lo que de ella se colegía sobre el racismo en Estados Unidos. Una serie de personas se dedicaron a afirmar que las elecciones de 2016 habían sido un levantamiento populista contra Wall Street instigado por quienes habían quedado fuera de la nueva economía. Se aseguraba que la perdición de Clinton había sido centrarse en una «política identitaria». Con frecuencia, esos argumentos encerraban en sí mismos el germen de su propia invalidación. Nadie explicaba por qué justo quienes quedaban más a menudo al margen de esa nueva economía (los trabajadores de piel negra o marrón) nunca acababan en las filas de Trump. Es más, algunos de los mismos que criticaban la «política identitaria» de Clinton no tenían empacho en emplear personalmente esa misma política. Al senador Bernie Sanders, contrincante de Clinton en las primarias, se le oía ensalzar sus raíces de miembro de la clase trabajadora blanca una semana y exhortar al Partido Demócrata a «superar» la política identitaria a la siguiente. Al parecer, no todas las políticas identitarias nacen con los mismos derechos.

El origen de los otros, el nuevo libro de Morrison surgido del ciclo de conferencias pronunciadas en Harvard, no trata directamente el ascenso de Donald Trump, pero resulta imposible leer sus opiniones sobre la pertenencia, sobre quién cabe bajo el paraguas de la sociedad y quién no, sin contemplar el momento que vivimos. El origen de los otros indaga en el terreno de la historia estadounidense, de modo que se aboca a su ejemplo más antiguo y más potente de política identitaria: la del racismo. Estamos ante una obra sobre la creación de forasteros y el levantamiento de barreras, una obra que recurre a la crítica literaria, la historia y la autobiografía con el propósito de comprender cómo y por qué hemos llegado a relacionar esas barreras con la pigmentación de la piel.

El libro de Morrison se suma a un corpus de obras que ha evolucionado a lo largo del último siglo para argumentar con determinación la naturaleza indeleble del racismo blanco. Entre los confederados de la autora están Sven Beckert y Edward Baptist, quienes han dejado al descubierto la naturaleza violenta de ese racismo y los beneficios que genera; James McPherson y Eric Foner, quienes han revelado que ese racismo engendró la guerra de Secesión y después socavó los esfuerzos del país por reconstruirse; Beryl Satter y Ira Katznelson, quienes han explicado cómo el racismo pervirtió el New Deal, y Kahlil Gibran Muhammad y Bruce Western, quienes han demostrado que, en nuestros días, ese racismo ha allanado el terreno para la época de la encarcelación generalizada.

No obstante, el pariente más cercano de la obra de Morrison es probablemente Racecraft, el libro de Barbara Fields y Karen Fields que sostiene que los estadounidenses han pretendido borrar el delito del racismo, que es algo activo, mediante el concepto de raza, que no lo es. Al hablar de «raza» en contraposición a «racismo», cosificamos la idea de que la raza es de algún modo una característica del mundo natural, y el racismo, su resultado previsible. A pesar de que se ha acumulado un corpus de estudios que demuestra que esa formulación es antitética, que el racismo antecede a la raza, los estadounidenses aún no acaban de darse por enterados. En consecuencia, acabamos hablando de «segregación racial», de «brecha racial», de «división racial», de «actuación policial con sesgo racial» y de «diversidad racial», como si todos esos conceptos se cimentaran en algo que escapara a nuestra creación. Las repercusiones no son desdeñables. Si la «raza» es obra de los genes o de los dioses, o de ambos, podemos perdonarnos por no haber enmendado nunca el problema.

El análisis de Morrison parte de una premisa menos cómoda que sostiene que la raza solo tiene una relación tangencial con los genes. A partir de ahí, la autora nos ayuda a comprender cómo una idea que parece tan endeble ha podido prender con tanta fuerza en millones de personas. La necesidad de confirmar la propia humanidad al tiempo que se cometen actos inhumanos es determinante, defiende Morrison, que examina lo relatado por el hacendado Thomas Thistlewood, quien en sus diarios dejó constancia de sus violaciones en serie de mujeres esclavizadas con toda la tranquilidad de quien detalla el esquileo de las ovejas. «Intercaladas entre las actividades sexuales están sus notas sobre los cultivos, las faenas agrícolas, las visitas, las enfermedades, etcétera», leemos en el relato escalofriante de la autora. ¿Qué clase de labor psicológica tuvo que hacer Thistlewood para volverse tan insensible ante las violaciones? Una labor psicológica de alterización que lo convenciera de la existencia de algún tipo de línea de separación natural y divina entre esclavizador y esclavizado. Tras analizar las palizas despiadadas que recibe a manos de su ama una esclavizada Mary Prince, Morrison dice:

La necesidad de representar a los esclavos como una especie extraña se antoja un intento desesperado de confirmar la normalidad del propio yo. El apremio por distinguir entre los que pertenecen a la raza humana y los que no son en absoluto humanos es tan intenso que el foco se aparta para iluminar no al objeto de la degradación, sino a su creador. Aun suponiendo exageración por parte de los esclavos, la sensibilidad de sus propietarios result

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