Futurofobia

Héctor García Barnés

Fragmento

Prólogo

Prólogo

En un muro de la cárcel Modelo de Barcelona alguien ha pintado, en el idioma propio de la ciudad, que no es el castellano ni el catalán: «We are a sad generation with happy pictures». Dentro de pocos años, los arqueólogos y los expertos en lenguas muertas discutirán en simposios el significado de la frase, que será indescifrable: ¿a qué generación se refiere el verbo somos? ¿Qué edad tenía el autor y, por tanto, a qué colectivo quería representar? ¿Las fotos felices son las de Instagram o las que se exhiben al otro lado del muro de la pintada, que recuerdan la historia de la prisión, cerrada en 2017? Hoy entendemos al instante qué quiere decir la frase —que ignoro si es original de su autor anónimo o una cita sin atribuir—, pues recoge el aire de una época, un lugar común que no se discute y que influye en el ánimo de los contemporáneos de menos de cincuenta años. Se ajusta tan bien al sentimiento general que Héctor García Barnés podría haberla usado como epígrafe para este ensayo.

Es tan poético y ensimismado dejar un mensaje así en ese barrio y en esa cárcel. Sin pretenderlo, profana una herida histórica e ignora todo lo que ese lugar significa para los vecinos de la calle, que lucharon décadas para que cerraran la prisión. No solo es futurofóbica, sino pasadofóbica o ahistórica: muchos sentirían un arrebato de pudor al expresar una tristeza difusa y banal en el escenario de tantas tristezas concretas. Cuando los lugares comunes se sienten cargados de razón, se vuelven ciegos.

Héctor García Barnés no es un grafitero y no se contenta con una frase ocurrente para colocar en una tapia. Al contrario, lo que persigue este Futurofobia es un doble salto mortal: comprender al autor de la pintada y, a la vez, explicar su banalidad. Este libro es una inmersión en la angustia —a menudo existencial— que atenaza a la generación que vivió la crisis de 2008 y sintió quebrarse sus expectativas de futuro. Esto es también un lugar común, y como tal, se revisa y se cuestiona, pero sus efectos son reales. Ha triunfado una actitud insólita en la historia de Occidente, caracterizada desde la Ilustración por la fe en el progreso y la idea de que la humanidad se encamina a un horizonte mejor. Ni siquiera en los años más oscuros del siglo XX se debilitó esa fe, aunque la filosofía se enamoró del concepto de decadencia y Theodor Adorno, rey de los pesimistas y gruñones, prohibió la poesía después de Auschwitz. Incluso en la guerra y las ruinas, el futuro relucía como una meta ideológica y un sueño de consuelo.

La pintada de la Modelo constata que ya no es así. Lo que no es tan fácil es considerarlo un rasgo central de nuestra época y analizarlo sin prejuicios, a través de la cultura popular y de un montón de rastros tangibles que suelen pasar inadvertidos a los pensadores. García Barnés está acostumbrado a mirar las cosas mucho y bien, y encuentra indicios y revelaciones donde otros solo ven escombros o ruido.

Futurofobia es un ensayo en el mejor y más ajustado sentido del término: una tentativa que no se agota, una propuesta para mirar el mundo de otro modo y alterar las jerarquías sobre lo que importa y lo que influye. Quienes han amontonado los tópicos que se resumen en la frase de la tapia de la Modelo —en torno a los cuales se han fundado partidos políticos, corrientes literarias y se ha dado sentido a vidas enteras— encontrarán aquí muchos pensamientos incómodos que tal vez agrieten las certezas rotundas en las que viven. García Barnés concibe su escritura como una herramienta de debate y no rehúye el cuerpo a cuerpo polemista, lo que llena su prosa de observaciones que se bifurcan, preguntas sin respuesta y sugerencias para entender el mundo de forma contraintuitiva. No hay dogmas ni recetas, tan solo el pensamiento fluido y conversador de un perplejo.

El neologismo acuñado para el título es buena prueba de esa actitud: García Barnés lo usa como una herramienta para empezar a entender cosas, no como un término definido unívocamente para explicar de un plumazo realidades complejísimas. El miedo al futuro es el punto de partida, no el de llegada, y eso es una virtud rarísima en un mundo de ensayistas dogmáticos y de encantadores de serpientes. No solo recomendaría este libro por sus ideas y argumentos, sino por lo bien que acoge al lector, convertido en acompañante y camarada, casi un conversador al que se invita a veces a disentir.

Son méritos mayúsculos que me permiten perdonarle lo viejo que me ha hecho sentir —soy un poquito mayor que Héctor—, como ciudadano que aún cree en el futuro, optimista pese a los tanques y las bombas, enclavado en el mundo antiguo del progreso. Vivo ajeno a algunas cuestiones abordadas aquí, pero la lucidez y originalidad de su autor me han ayudado a repensarlas y a esforzarme por no quedarme fuera del mundo que me ha tocado vivir. Pocas cosas mejores se pueden decir de un libro así.

SERGIO DEL MOLINO

Introducción

Introducción

Hay detalles que recuerdo a la perfección y otros que se han ido escurriendo de mi mente. Era el verano de 2008, aunque caía una lluvia otoñal. Me acuerdo de esa particularidad meteorológica porque casi me resbalo bajando por una de esas cuestas que conducen a los chalets de Puerta de Hierro. No sé si era la casa de María o de alguno de sus primos, pero ahí estaba todo el mundo. El que acababa de terminar Comunicación Audiovisual y rebañaba las primeras prácticas de una larga serie de ellas, el que llevaba años estudiando una ingeniería pero no tenía prisa por licenciarse porque sabía que un año más en la facultad era un año menos de asalariado y la que había decidido quedarse en Guadalajara a cargo del negocio familiar.

Había también otros. Los que nunca pisaron la universidad y pronto se verían abocados a engordar currículos disparatados a base de empleos que no sabían ni que existían y que encontraron en InfoJobs, y los que sí lo hicieron pero dejaron los estudios porque había sectores como la construcción donde les iba a ir mejor. También los que lo abandonaron todo por sus sueños y, años más tarde, se despertaron bruscamente cuando estos se convirtieron en pesadillas.

Casi todos estaban a punto de marcharse: a otra ciudad, a otro máster, a otro país. También a su casa, o a un piso compartido con cuatro desconocidos, o al hogar familiar del que tardarían a

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