De joven fui de izquierdas pero luego maduré

Toni Cantó

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando los hechos cambian, cambio de opinión. ¿Qué hace usted?

JOHN MAYNARD KEYNES

Algunos cambian de partido para defender sus principios; otros cambian de principios para defender a su partido.

WINSTON CHURCHILL

Yo de joven fui de izquierdas. Nadie es perfecto. Sucedió de pronto, nunca había sentido interés por la política. Estaba a mis cosas: la pandilla, los bichos, mi bici... Y algo pasó. No sé si fueron las hormonas o qué, pero, de un día para otro, además de estirar, empecé a tomármelo todo muy a pecho. Se me agravó la voz y el carácter.

Me salieron granos, pelos e ideología.

Ahora lo pienso y me da la risa. Pero así fue.

En mi habitación pegué un póster del Che Guevara. Y en el radiocasete ponía a Lluís Llach y cantaba los coros de L'estaca por lo bajini para que mis hermanos no se descojonaran de mí. Sentía una profunda emoción. Y también me emocionaba mucho sentir esa profunda emoción. Una gozada. Grababa cintas de cantautores que eran un auténtico coñazo. Escuchaba Radio 3. Miraba mal a los curas y a las monjas. Y llamaba «compañeras» a chicas a las que en realidad solo quería besar.

Un pañuelo palestino adornaba mi cuello. Culpaba a Israel de todos los males. Hablaba de la sanidad cubana y del arte ruso sin conocerlos y señalaba a Occidente con el dedito, porque el muro y el bloqueo patatín y patatán. Corrí delante de los malvados grises, cerca del Cojo Manteca, sin tener ni puta idea de por qué protestaba. La Ser y El País eran mi biblia y todo el que leyera El Mundo o el ABC merecía mi altiva desaprobación. Pacifista convencido, disculpaba cierto tipo de violencia: algo habrían hecho. Me hice objetor solo por no hacer la mili. El capitalismo era el infierno y Estados Unidos, el demonio; pero yo quería un walkman, el Levis de etiqueta roja, bebía litros de Coca-Cola, devoraba hamburguesas, películas, pop americano y soñaba con visitar algún día Nueva York.

Me condecoré a mí mismo con una chapita antinuclear. Iba a los cines en versión original y no osaba levantarme hasta ver el último de los puñeteros títulos de crédito. Escribía en el periódico del cole, fui delegado de clase y me apunté a Greenpeace.

Crecí en una familia de clase media, pero me las daba de obrero. Y años más tarde llegué a pertenecer a esa élite cultureta y giliprogre que cree cambiar el mundo con su arte mientras se pasa manifiestos que culpan a la derecha española de todos los males; el mismo grupo de artistas cobardes que silba y mira hacia otro lado cada vez que la izquierda o los nacionalistas roban, limitan las libertades o empobrecen al país.

Todo eso fue antes de ver cómo esos progresistas se aliaban con los etarras, con los recogenueces del PNV o con los catalanes del tres per cent. Antes de que me impidieran estudiar o trabajar en español. Algo hizo clic cuando vi cómo, una y otra vez, hacían lo contrario de lo que pedían a los ciudadanos. Después de que me crujieran a impuestos y de comprobar lo difícil que es montar una empresa. Supe lo jodida que es una separación con hijos, me di cuenta de cómo los medios y tertulianos cojean siempre del mismo pie y mienten de forma descarada. Sufrí campañas salvajes de acoso en las redes. Me señaló la patrulla moral. Me asomé al mundo para constatar que no hay un solo país socialista o comunista que no esté en la ruina o convertido en una dictadura sangrienta. Entendí que es más importante crear riqueza que compartirla, como diría Escohotado. Y un cubano me contó lo hijo de puta que en realidad había sido el Che.

Por todo eso, he cambiado. Y ese despertar me ha valido un reconocimiento social: chaquetero, traidor, oportunista, desertor, veleta, desleal, tránsfuga, vendido, impostor... Al parecer, el fallo no está en el cambio en sí, ¡erré la dirección! En mi descargo diré que ignoraba que transitar de derecha a izquierda está permitido, pero al revés, no.

¿Me avergüenza mi evolución? Todo lo contrario. No ha sido fácil aceptarlo, es cierto, pero hay cosas mucho peores: seguir siendo de izquierdas ahora que sé lo que sé. La vida es un proceso de maduración. También en política. Y no puede haber otro camino que el que va de izquierda a derecha. Del infantilismo a la mayoría de edad, de la teoría a la práctica. De la emoción a la razón. Abandoné mi partido y entregué el acta de diputado en dos ocasiones. No sé si existen precedentes. Tras cada renuncia, recibí ofertas de otras fuerzas políticas para colaborar con ellas. Algo habré hecho bien.

Ahora trabajo en la Administración madrileña y, con franqueza, no sé si volveré a ese mundo algún día. Pero tengo claro que ayudaré desde donde sea a derrotar en las urnas a esta izquierda radical que está destrozando España social y económicamente, que ha acabado con los consensos del 78 y resucitado de nuevo a los dos bandos. Un grupo de partidos que es capaz de todo con tal de mantenerse en el poder, que pacta con terroristas, con golpistas, con el nacionalismo y que abraza todas las nuevas políticas identitarias.

Sé que juegan con una enorme ventaja. Tienen a su lado a las grandes empresas, a la mayoría de los medios de comunicación, a las redes sociales y a las élites nacionalistas. Son unos sinvergüenzas que justifican o hacen la vista gorda ante cualquier cosa que hagan los suyos por grave que sea. Sus dirigentes pretenden gobernarnos junto a los que quieren destruir España. Y su líder, Sánchez, es un mentiroso sin escrúpulos que haría lo que fuera con tal de mantenerse en el poder.

¿Lo ven? La izquierda no ha hecho otra cosa que radicalizarme. Más viejo y más facha. Y a mucha honra. No esperen un relato al estilo Zapatero o al de esas ministras socialistas de familia burguesa que te cuentan milongas sobre una infancia dickensiana o inventan cómo ya de muy jovencitas tenían un compromiso social. Carmen Calvo dijo que de pequeña no pudo ser feliz porque era demasiado consciente de las desigualdades que la rodeaban; Elena Valenciano no disfrutaba de sus Reyes porque pensaba en los niños que no recibían regalos...

No, nada de mierdas de esas. Yo tuve una infancia salvaje, feliz, privilegiada. Y luego, con dieciocho años, dejé mi casa en Valencia para buscar fortuna en Madrid, una gran ciudad que se portó conmigo mucho mejor de lo que jamás pude imaginar.

No recuerdo qué esperaba de aquel primer viaje en autobús a la capital.

Pero ni en mis más locas fantasías había soñado que llegaría a ser modelo profesional, a codearme con los protagonistas de la movida; que luego me convertiría en un famoso presentador de televisión, que subiría en más de dos mil ocasiones al escenario de un teatro, varias veces en cada ciudad de España e ¡incluso en Miami y en Nueva York!; que protagonizaría una treintena de películas, una de las cuales ganó un óscar; que iba a trabajar en muchas series de televisión, algunas

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