Revuelta

Nadav Eyal

Fragmento

Introducción. La muerte de una época

Introducción

La muerte de una época

El edificio parece la típica torre de oficinas que puede encontrarse en cualquier centro urbano próspero, como Manhattan, Londres o Tel Aviv. Los invitados, todos ellos importantes, son conducidos por un pasillo trasero hasta un pequeño ascensor de servicio, totalmente inapropiado para la ocasión, lo que aumenta la sensación de misterio. El ascensor baja y la puerta se abre, revelando el lugar en el que se celebrará el evento de la noche: una bodega familiar, secreta, dice nuestro anfitrión. En un extremo de la sala, un reconocido chef prepara la cena. A lo largo de las paredes, detrás del cristal, reposan botellas de vino procedentes de viñedos de todo el mundo. Los invitados —emprendedores tecnológicos, un ex primer ministro, un antiguo alto oficial del ejército que ahora es emprendedor social, consejeros delegados de importantes corporaciones— están impresionados, y no son fáciles de impresionar. Todos los que están ahí —de hecho, casi cualquiera en cualquier lugar— conocen el nombre del generoso anfitrión.

Mientras nos sentamos en torno a una mesa, miro alrededor y cuento a los ultrarricos. Estoy bastante seguro de que soy el único que ha conducido hasta aquí en un Toyota Corolla con el parachoques suelto.

He sido invitado para hablar sobre la situación internacional, la globalización y la revuelta contra ella. En la bodega, hábilmente iluminada, los demás asistentes escuchan con atención mis explicaciones sobre poblaciones a las que la prosperidad generada por el actual orden mundial ha ignorado, y sobre cómo las gigantescas empresas tecnológicas han rehuido la responsabilidad de los males de un mundo conectado que han creado ellas. Sostengo que el resurgimiento de los enemigos del progreso está cuestionando los valores liberales y sugiero que ahora la gente joven está menos dispuesta a luchar por la democracia y, en su lugar, demanda soluciones radicales. Las cifras, señalo, muestran que en general a la humanidad le va bien. ¿Por qué, entonces, hay tanta gente que se siente atrapada?

Debería haber sabido cuál sería la reacción. Quienes pertenecen a ese 1 por ciento más rico de la población piensan que la crisis del 2008 fue, en gran medida, una nube pasajera; que la elección de Donald Trump fue un accidente histórico único, y que el progreso —es decir, la versión aristocrática del progreso que ellos suscriben— es imparable. Nuestro munificente anfitrión y uno o dos de los invitados entienden el sentido del análisis, aunque no estén de acuerdo. Los demás son reacios. «Es un pesimismo exagerado», dice uno de repente, y los demás empiezan a corear «pe-si-mis-mo». Enseguida me contestan con una idea manida: se trata de una «oleada de populismo», una breve reacción que pasará sin causar un daño significativo. La conversación se degrada, convirtiéndose en la clase de discurso anacrónico que caracteriza a los nacidos en las décadas de 1950 y 1960, que incluye clichés como «la confianza engendra éxito», «la suerte favorece a los audaces», «los jóvenes se harán adultos» y «no podemos regresar a la Edad Media». La mayoría no están interesados en lo que digo. En cambio, quieren enseñarme —y a través de mí, a mi generación— que todo saldrá bien si, simplemente, pensamos de manera positiva. Se sirve el postre, que acaba con elegancia con el debate. Es fácil discrepar con educación cuando el futuro de tus hijos está asegurado por bonos de bajo riesgo.

La cena, de algún modo, me recordó un evento mucho más dramático al que había asistido como periodista dos años antes. En ambas reuniones la ansiedad era generalizada. Solo que, cuando los ultrarricos están preocupados, se envuelven en papel de celofán y crepitan de optimismo. La clase media adopta una táctica mucho más sencilla: la indignación.

La tarde del 8 de noviembre del 2016 era fresca y festiva en Manhattan. A través del techo de vidrio del Centro de Convenciones Javits podía verse el cielo despejado, preparado para la coronación de la nueva líder del mundo libre. Fuera, los vendedores ambulantes hacían su agosto: camisetas con la imagen de la presidenta Hillary vestida con el traje de Superwoman; camisetas con el primer caballero Bill Clinton; chapas de la campaña de todos los colores, recuerdos del histórico día. Cientos de policías y personal de seguridad se habían desplegado en el exterior, junto con una caravana de unidades móviles y un campo de antenas parabólicas para retransmitir el evento. La presencia de los medios de comunicación era muy superior a la que se encontraba frente a la sede de la campaña de Trump, más sobria y situada a menos de un kilómetro en línea recta. «Ella quiere levantarse», escribió la poeta Maya Angelou sobre Clinton en el 2008; ahora estaba a punto de liberarse de esas cadenas oxidadas y convertirse en la persona más poderosa del mundo.

Representantes de Estados Unidos, de todos los colores del arco iris, se encontraban en el escenario. Entre ellos había hispanos, heteros y gais, negros y blancos, mujeres y niños. Estaban allí para servir como modelo de la nueva época que anunciaba la elección de Clinton. Con infinita paciencia, permanecieron sentados durante largas horas, esperando los pocos segundos que sus hijos verían en la televisión y conservarían para siempre, su imagen con la primera mujer elegida presidenta de Estados Unidos de América. No se movieron de sus asientos ni siquiera cuando el cielo se oscureció sobre el Centro Javits.

Evidentemente, Clinton nunca apareció. No vio la celebración que le habían preparado. Cayó la noche y con ella el fin de aquel evento.

Hay algo brutal en la mirada del periodista. Ve la imagen a medida que se forma, desde una distancia que le da perspectiva. Observa la decepción mientras se propaga entre la multitud, los gritos ahogados de conmoción, las lágrimas y la angustia, la banalidad de la reacción humana: la negación, la desilusión, la esperanza desesperada que sigue filtrándose entre los partidarios.

Cuando los resultados empezaron a llegar, los ojos de los seguidores de Clinton se pegaron a sus móviles. Murmuraban con incredulidad. Era exactamente eso. No podían creerlo, no podían entender cómo podía estar pasando aquello. Muchos lloraron. Uno me dijo que era judío y homosexual, y que temía un nuevo holocausto.

Le pregunté si hablaba de manera retórica.

«No —sollozó—, estoy asustado de verdad».

A primera vista no parece que exista conexión alguna entre los afligidos y aterrados partidarios de Clinton de aquella noche de otoño y los ricos seguros de sí mismos que conocí en la bodega. Estos últimos eran decididamente optimistas y estaban empeñados en explicar que el orden mundial que tan bueno es para ellos es igual de estupendo para los demás. Los partidarios de Clinton sentían que la democracia estaba en peligro y que les habían robado el futuro. Pero la cuestión es que ambos compartían un miedo profundo y tácito. Los miembros del 1 por ciento lo encararon escondiendo con euforia la cabeza en la arena; los simpatizantes de Clinton lo sobrellevaron cubriendo con sus lágrimas el suelo del Centro Javits.

No solo temían por la perspectiva de que Trump, los defensores del Brexit, los nacionalistas europeos o los fundamentalistas islamistas empujaran al mundo hacia la catástrofe. A fin de cuentas, si esa catástrofe sucediera, demostraría hasta qué punto su fidelidad a los valores liberales o a la economía de mercado era correcta. No, lo que temían no era un cataclismo sino lo contrario; que el otro bando, que Trump, pudiera tener éxito. Su éxito significaría un mundo con un orden antiliberal duradero y una cooperación global seriamente restringida.

Sería un mundo en el que las creencias fundamentales —la victoria del bien sobre el mal en la Segunda Guerra Mundial, la libertad como una condición previa de la prosperidad, el rechazo del fanatismo, el principio del derecho de las mujeres sobre su cuerpo y, sobre todo, la fe apasionada en el progreso como valor esencial— resultarían ser efímeras. Para ellos, la historia se detendría, y luego se invertiría. Para muchos, los años transcurridos desde entonces han demostrado que el cambio ya ha empezado.

No soy estadounidense ni europeo. Vivo en una provincia lejana que se refugia bajo las alas del Imperio americano. Desde aquí puedo ser un observador, con el lujo de cierto desapego emocional de la tormenta inminente. En el 2016, algunos meses antes del día de las elecciones, empecé un viaje por Estados Unidos en busca de respuesta a una pregunta sencilla: si ganara Trump, ¿cómo sucedería? Las encuestas decían que era casi imposible, pero yo era escéptico. En Pensilvania, uno de los pilares de la Revolución Industrial, me senté en la sala de estar de una familia de mineros del carbón mientras fuera caía la lluvia y el viento aullaba. La familia estaba tan adusta y huraña como el tiempo, sin rastro del optimismo estadounidense en el que yo tanto confiaba. Los activistas negros de Filadelfia me contaron que el presidente Obama no era más que otra de las máscaras utilizadas por los blancos que mataban a los inocentes habitantes de sus vecindarios. Juraron que no votarían por «esa Hillary». Una niña de Charlotte, en Carolina del Norte, me dijo con lágrimas en los ojos que una compañera de clase había dejado de invitarla a sus fiestas de cumpleaños porque su madre era una mujer transgénero. En su historia pude percibir la creciente hostilidad hacia la nueva América. En el mismo estado, asistí a los servicios dominicales de una iglesia cuyo predicador sostenía que Estados Unidos sería castigado con una plaga peor que el ébola por consentir la sodomía homosexual. Le pregunté si su América no se estaba yendo de este mundo; su respuesta fue: «¡Eh, no nos entierren todavía!».

Lo que ha ocurrido en Estados Unidos bajo el mandato de Trump no es un cambio político rutinario, ni es una revolución basada en una idea política nueva y coherente. Tampoco hay una idea política coherente detrás del Brexit. El auge del populismo y el nacionalismo, de Brasil a Italia, pasando por Hungría, constituye un ataque, si bien difuso, a la globalización actual, que surge de una cámara de eco de injusticias que han asolado a la clase media de todo el mundo industrializado. Quienes se centran demasiado en lo que está sucediendo en las Américas, Europa, África o Asia pasan por alto el fenómeno social, cultural y político más importante de nuestro tiempo. Como en una pintura puntillista, las pequeñas manchas se mezclan para formar una imagen, una de revuelta. Un gran número de personas está rechazando la globalización como sistema de valores económico, cultural y universal. La revuelta es global y fluida, y no está orquestada. Tiene que ver más con el rechazo a las estructuras de poder actuales que con detalles precisos sobre cómo construir unas nuevas.

La oposición fundamental a la globalización empieza en polos opuestos: los radicales anarquistas en un lado y los religiosos fundamentalistas en el otro. Impulsadas por un creciente desasosiego social, las ideas radicales y reaccionarias empezaron a abrirse paso entre la clase media. La revuelta se manifestó en la decisión de los británicos de abandonar la Unión Europea, el auge de la extrema derecha en Europa y el crecimiento del fundamentalismo, así como en el apoyo cada vez mayor a la izquierda radical y el aumento del resentimiento hacia los ricos y la concentración de riqueza. Los políticos intentan desesperadamente no perder el control de una situación desatada. Después de su elección, el presidente de Estados Unidos inundó el discurso estadounidense e internacional de provocaciones constantes. El golpeteo de su teclado mientras tuiteaba era tan ensordecedor que nos hizo olvidar algo que todos comprendimos cuando ganó: Trump es una manifestación de un fenómeno mucho más amplio, anterior a las elecciones del 2016 y el 2020. Ahora, algunos años después, podemos hacer lo que es preciso y contemplar las décadas recientes como una parte del mosaico político e histórico que constituye nuestro mundo actual. La era de la revuelta es demasiado trascendental, demasiado relevante, para que sean Trump o los medios adictos a él los que la definan.

Los rebeldes son una coalición dispar de marginados. Algunos afirman que la globalización, los valores liberales a los que está vinculada, y la tecnología que ha generado y alimentado, han resultado tóxicos para sus vidas y sus comunidades, así como para unos valores y unas creencias muy arraigados. Otros se han levantado en armas, a veces literalmente, contra una clase política que prometió que las soluciones globales traerían prosperidad para todos mientras, al mismo tiempo, se convertía en compañera de cama del 1 por ciento más rico. Se han rebelado porque les dijeron que la globalización haría que el mundo fuera plano: todo se extiende ante ti, todo es inmediato, todo está al alcance de la mano, lo único que tienes que hacer es cogerlo. Eso, no hace falta decirlo, es una noción falsa, porque la economía internacional se basa más en la desigualdad que en la igualdad. Los rebeldes ven cómo sus hijos abandonan su cultura, y la exigencia de corrección política se extiende y les impide expresar sus comprensibles frustraciones. Se están levantando porque su seguridad, identidad y modo de vida están en peligro. El terrorismo puede golpear en cualquier momento, los inmigrantes quieren ir a todas partes y los empleadores solo piensan en prescindir de ellos. La pandemia de la COVID-19 que se extendió por el planeta en el 2020 hizo patente la degeneración de la política propia del siglo XX y su incapacidad para hacer frente a los retos contemporáneos, como la propagación de un nuevo patógeno en un mundo muy interconectado. Lo habitual es que tanto los sistemas políticos como sus líderes muestren ante la sociedad una imagen de control, certeza y seguridad. Pero a lo largo de la historia, las epidemias han destruido esa ilusión. También ponen de manifiesto qué gobernantes son eficientes y capaces y cuáles son irresponsables y peligrosos. Luchino Visconti, que gobernó Milán en el siglo XIV, impuso una cuarentena a las casas en las que hubiera habido casos de peste negra, salvando muchas vidas en su ciudad durante la primera ola de la pandemia. Otros gobernantes huyeron a sus palacios de verano mientras sus súbditos morían, algo no muy diferente de lo que hizo Donald Trump, que jugaba al golf mientras el coronavirus se propagaba. «En una época oscura, el ojo empieza a ver», escribió el poeta estadounidense Theodore Roethke. No es una coincidencia que en muchos países las protestas generalizadas estallaran al mismo tiempo que se extendía el virus. La COVID-19 catalizó aún más el levantamiento contra un orden mundial roto.

Esta efusión de quejas, este aumento del resentimiento, están cambiando el mundo. A diferencia de la imagen que con frecuencia pintan los medios de comunicación, las protestas contra el comercio internacional o, en un plano diferente, contra los valores universales, son mucho más que arrebatos de odio e ignorancia o un fenómeno pasajero. Las protestas por el aumento de la inmigración en las sociedades occidentales no siempre son propaganda ultranacionalista. La globalización ha mejorado la condición humana, pero también ha diezmado comunidades y devastado ecosistemas, sembrando así las semillas de la insurrección. La revuelta estalló al final de la era de la responsabilidad. Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo entró en una época de relativa estabilidad, guiada por la cautela y el sentido del deber. Fue la era de la responsabilidad. Estuvo moldeada, en un sentido muy profundo, por las horribles experiencias personales tanto de los votantes como de sus representantes electos. Ante ellos se extendía un mundo devastado y quemado, un planeta conmocionado. Vieron las terribles consecuencias del racismo, la venganza hipernacionalista, el declive económico, las guerras comerciales y la adicción al extremismo ideológico, y las rechazaron. Después de que acabara la guerra, durante un breve periodo la civilización se llenó de optimismo, como cuando llueve después de la sequía. Ya en 1943, dos años antes de que terminara el conflicto, el presidente Franklin Roosevelt expresó esos sentimientos: «Tenemos fe en que las generaciones futuras sepan que aquí, en mitad del siglo XX, hubo un tiempo en el que los hombres de buena voluntad encontraron la manera de unirse, y producir, y luchar para destruir las fuerzas de la ignorancia, y la intolerancia, y la esclavitud, y la guerra».[1]

Ese simple objetivo se consiguió. Los soviéticos, los estadounidenses, los chinos, los británicos y los franceses acordaron que se había tratado de una guerra justa, y entendieron el significado de los horrores que habían presenciado. Pero el consenso solo llegó hasta ahí. Roosevelt habló de las generaciones futuras, pero la suya fue testigo de Hiroshima y Nagasaki, y poco después, en 1949, quedó aterrorizada por la primera prueba nuclear soviética. Había nacido un mundo nuevo, pero uno que se enfrentaba a la perspectiva de su propia extinción.

El mayor miedo de este mundo tembloroso era que se estuviera fraguando otra guerra mundial, provocada por los peligrosos antagonismos de la Guerra Fría. El optimismo pronto se vio sobrepasado por un profundo pesimismo. Si, justo después del final de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses pensaban que la Unión Soviética cooperaría para lograr la paz en el mundo, apenas un año después pocos de ellos creían que se pudiera confiar en los soviéticos, y el 65 por ciento pronosticaba otra conflagración global en no más de un cuarto de siglo. Al mismo tiempo, según una encuesta, seis de cada diez estadounidenses deseaban unas Naciones Unidas más fuertes, e incluso un gobierno mundial único.[2]

A veces, las ansiedades y los miedos son convenientes, sobre todo para los gobernantes. Una ventaja es que pueden obligarles a ser prudentes. Y la prudencia engendra responsabilidad.

En 1947, William A. Lydgate, responsable de la encuesta Gallup, prácticamente definió la era de la responsabilidad en un extenso análisis. «El extremismo que aboga por tirar unas cuantas bombas atómicas sobre Moscú no resulta atractivo para nuestra gente [...]. Pero el hecho de que la situación parezca tan pesimista puede ser una buena señal. En lugar de suponer de manera idealista, como muchos hicieron después de 1918, que el mundo era seguro para la democracia, hoy en día la nación se da cuenta con sensatez de que es necesario trabajar para mantener la paz».[3]

La nostalgia es tan engañosa como peligrosa. En su momento, la Guerra Fría no se percibía como la era de la responsabilidad. Occidente se deshizo de mala gana y a menudo con violencia de sus colonias en el mundo en desarrollo. Todo el planeta escuchó los tambores de guerra durante la crisis de los misiles de Cuba, con las tensiones en Berlín y en los conflictos de Corea y Vietnam. Las dos superpotencias se enfrentaron en muchas guerras por delegación, en las que los pueblos del llamado Tercer Mundo fueron sacrificados en aras de la prevención de una guerra nuclear entre Occidente y Oriente.

No obstante se trató de un mundo responsable, y reconocer ese hecho, aunque sea en retrospectiva, ahora resulta útil. En el presente es difícil distinguir el bien, y aún más seguir la rápida trayectoria del mal. Después de la Segunda Guerra Mundial, los líderes del mundo vivieron en una preocupación constante por la posibilidad de un nuevo y desastroso conflicto. Fue esa ansiedad la que, en la mayoría de las ocasiones, les contuvo de adoptar una actitud temeraria y militarista. Y lo que es más significativo, la opinión pública les fijó unos límites. Tanto en la propaganda soviética como en las declaraciones de los generales estadounidenses, la paz era el valor máximo, o al menos los líderes querían que la gente creyera que lo que buscaban era la paz. Incluso el belicoso general Douglas MacArthur hablaba mucho de paz. «El soldado, más que nadie, reza por la paz», dijo, y habló de la necesidad de «conservar en paz lo que ganamos en la guerra». Llegó a afirmar que el honor debía sacrificarse en aras de la paz.[4] ¿Fueron las ideologías las que refrenaron o constriñeron a los líderes con las ataduras de la responsabilidad? En realidad, no. Fue una fuerza mucho más profunda: la memoria personal y colectiva de los horrores de la guerra, y las lecciones morales aprendidas de ellos. «La estupidez inicia todas las guerras», dijo el presidente John F. Kennedy en la crisis de Berlín de 1961.[5] Durante la crisis de los misiles de Cuba, cuando la cúpula militar presentó a este un plan para organizar un primer ataque nuclear que destruiría todo el bloque soviético (el plan incluía lanzar ciento setenta bombas atómicas y de hidrógeno sobre Moscú), Kennedy abandonó la habitación horrorizado. «Y nos llamamos a nosotros mismos la raza humana», comentó con amargura a Dean Rusk, el secretario de Estado, mientras se dirigía al despacho oval.

Los líderes de ese mundo —Nikita Jrushchov y Kennedy, así como Josip Broz «Tito» de Yugoslavia, Konrad Adenauer de Alemania Occidental, David Ben-Gurion de Israel, Clement Attlee de Reino Unido, Leonid Brézhnev de la Unión Soviética y François Mitterrand de Francia— habían vivido una guerra mundial destructiva, o incluso dos. No eran pacifistas ingenuos. Al contrario, tenían objetivos pragmáticos, coherentes con sus intereses nacionales particulares: la estabilidad, las instituciones internacionales, evitar que se produjera la siguiente guerra mundial.

En Occidente, la responsabilidad también se tradujo en el declive de las fuerzas extremistas, tanto en la derecha como en la izquierda, y en un apoyo cada vez mayor a la democracia. Los politólogos Roberto S. Foa y Yascha Mounk han mostrado que más del 70 por ciento de los estadounidenses nacidos en la década de 1930 creían que para ellos era «fundamental» vivir en una democracia. Casi el mismo porcentaje de británicos nacidos en esa década —el 65 por ciento— pensaba lo mismo. La democracia también era un valor fundamental para los nacidos en las décadas de 1940 y 1950.[6] Las personas que construyeron Occidente compartían una experiencia única, terrible y formativa: la atroz destrucción de la guerra. Los padres y los abuelos de la generación actual compartían un ethos que traspasaba las fronteras nacionales. Manifestaban una diligencia y escrupulosidad casi religiosas, y santificaban el presente en lugar de albergar fantasías sobre el futuro. Exigieron una política responsable más o menos convencional, y eso es lo que obtuvieron.

De manera lenta y dolorosa, la era de la responsabilidad condujo a una estabilidad y paz relativas. Las dos superpotencias mantuvieron una relación competitiva y conflictiva que, en esencia, fue racional y responsable. Dejaron de lado el populismo y se centraron en la ciencia y la tecnología para ganar la Guerra Fría y como forma de mejorar las condiciones materiales de las sociedades. Ambas superpotencias, en sus distintas esferas de influencia, idealizaron la cooperación internacional dentro de su bloque.

De hecho, tras la Segunda Guerra Mundial, con la excepción de una intensificación temporal del conflicto después de la caída del comunismo, el número de guerras entre estados disminuyó.[7] La última vez que ejércitos totalmente armados libraron batallas fue en el 2003, durante la segunda guerra del Golfo. En todo el mundo, el número de víctimas en conflictos está en claro descenso, al igual que lo está el número de personas que viven con menos de dos dólares al día. La mortalidad infantil disminuye. En 1950, menos de la mitad de los habitantes del mundo sabía leer y escribir; en la actualidad, la cifra es del 86 por ciento.[8] Entre los años 2003 y 2013, los ingresos medianos per cápita en el mundo casi se duplicaron.[9] Nada de esto sucedió por casualidad. Las sociedades marcadas por la guerra y los preocupados líderes del periodo de posguerra plantaron el árbol de la estabilidad. Estos son sus frutos.

Hay que tener presente dos cosas sobre la era de la responsabilidad. La primera, que fue una excepción en la época moderna, un periodo turbulento y desgarrado por las guerras. La Segunda Guerra Mundial dejó sin voz al extremismo y el populismo. El silencio duró apenas un instante en la historia, pero fue durante esa época cuando nacieron la mayoría de los lectores de este libro. Luego la memoria de la guerra empezó a desvanecerse. A diferencia de la generación nacida en la década de 1930, la nacida durante la de 1980 en Estados Unidos y Gran Bretaña no tiende a creer que la democracia sea vital. Solo el 30 por ciento piensa que lo es.[10] Puede que sus abuelos hicieran el mayor de los sacrificios en las playas de Normandía para defender la democracia, pero ellos creen que el término ha perdido su significado.

Lo segundo que hay que saber sobre la era de la responsabilidad es algo que ya se intuye: ha acabado.

La era de la responsabilidad terminó cuando la torres del World Trade Center se desplomaron. Estamos viviendo las primeras consecuencias del 11S. Los ataques de Al Qaeda en suelo estadounidense fueron un acto de guerra llevado a cabo por fundamentalistas contra la visión universalista que representaba Estados Unidos. Los terroristas buscaban una guerra global entre el cristianismo y el islam, pero al mismo tiempo desataron demonios que antes se habían mantenido bajo control, muchos de los cuales no tenían nada que ver con las dos fes. Fue el inicio de una batalla para determinar el destino del mundo, un combate librado no entre religiones sino entre ideas. En un bando están quienes creen que el mundo se mueve poco a poco hacia la integración política y cultural, y en el otro aquellos para los que esa perspectiva es una pesadilla, y están dispuestos a luchar para garantizar que no suceda nunca. En medio, se encuentran las clases medias del mundo, sobre todo la occidental, que vacilan entre el Estado nación y la globalización, entre la identidad particular y los valores universales.

La globalización actual no es sostenible; la relativa paz de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial está amenazada y las señales de inestabilidad se multiplican. La más grave es la crisis climática. La prosperidad de la era industrial se pagó con la explotación del mundo natural, el del presente y el futuro.

Este libro es un viaje por las trincheras de la revuelta, tanto por sus formas visibles como por sus rincones más oscuros. En el norte de Sri Lanka pude ver las últimas manadas de elefantes, desplazadas a pequeñas zonas de bosque que están siendo destruidas poco a poco por unos agricultores indigentes que, a su vez, intentan hacer frente a las consecuencias del comercio internacional. Refugiados sirios adolescentes me hablaron de su futuro mientras andábamos por las vías del tren durante su larga travesía de Grecia a Alemania. En Japón, que se enfrenta a una crisis demográfica sin precedentes, una mujer anciana me habló, en una escuela desierta, de su añoranza por el sonido de los niños jugando. Vi a los griegos amotinarse y protestar por la grave recesión que estaban sufriendo, y me encontraba en Londres cuando estalló la gran crisis financiera del 2008, la más seria desde la Gran Depresión de la década de 1930. Hablé con racistas y nacionalistas ilusos sobre sus esperanzas para el futuro.

Se trata de una historia en la que, a partir de conversaciones con personas particulares que se enfrentan a problemas locales en un lugar y un momento concretos, y de observaciones sobre ellas, surgen asuntos mucho más amplios. Nos habla del advenimiento de una conciencia global que cruza las fronteras geográficas y culturales, y de la manera en que la globalización ha cambiado las sensibilidades morales.

Vivimos un tiempo en el que una época de relativa paz ha impulsado una enorme oleada de refugiados que huyen de sus hogares, situados en el centro de catástrofes, en busca de un santuario en Occidente; en el que se ha pasado una gran crisis económica que, sin embargo, continúa fracturando la clase media y amenazando la globalización y sus instituciones; en el que disminuye la cooperación entre las personas, las instituciones y los estados del mundo, justo cuando este tiene que abordar la mayor crisis global de su historia, la del clima. El fundamentalismo está prosperando en un periodo en el que la pobreza disminuye con rapidez y la educación aumenta, la atención sanitaria es cada vez mejor y los ingresos son cada vez más altos, pero en el que la gente tiene menos hijos, con todas las implicaciones que eso conlleva. La comunidad internacional, basada en una visión liberal aceptada por consenso, se está volviendo hacia los extremos.

Estas tensiones han generado una cruzada contra la idea misma de progreso. El progreso, en el sentido de los valores de la Ilustración, se basa en la confianza en los hechos y la razón, la aceptación de la ciencia como algo esencial para mejorar la condición humana y una sociedad abierta en la que la tradición no tiene el veto absoluto sobre el pensamiento crítico. Tanto los nuevos como los viejos enemigos del progreso se están aprovechando de la energía de la revuelta contra la globalización. Su ambición no es abordar las injusticias que surgen de un sistema global insostenible, sino utilizarlas como señuelo. Los políticos populistas y racistas, los charlatanes contrarios a la ciencia, los anarquistas bakuninistas, los fundamentalistas, las comunidades virtuales de las redes sociales, los ideólogos totalitarios, los neoluditas y los aficionados a las teorías conspirativas; todos están ganando terreno.

La revuelta y la política engendrada por esta pueden conducir a un sistema internacional más justo y, por tanto, más sólido, que equilibre lo local y lo global, exija una mayor igualdad de oportunidades y facilite una cooperación medioambiental que es crucial para nuestra supervivencia. Pero este escenario optimista no es obvio ni inevitable. Si algo hemos aprendido en los últimos veinte años es que nada está predestinado y ningún progreso es irreversible.

El progreso aparenta ser poderoso, pero en realidad es bastante frágil. Depende por completo de la disposición de las comunidades a luchar por él y de la determinación de los líderes para evitar la insensatez. Hay gente en todo el planeta que está viviendo un momento radical. Este libro es un intento de escucharla.

1. El ataque a un periódico

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El ataque a un periódico

En una ocasión me vi involucrado en el ataque a un periódico pakistaní llevado a cabo por más de dos docenas de hombres armados. Difícilmente podría haberlo previsto y, sin duda, no era algo que deseara. No conocía ni a los atacantes ni a las víctimas; de hecho, nunca había visitado las oficinas del periódico. Pakistán e Israel, donde vivo, no mantienen relaciones diplomáticas. Pero en un mundo globalizado, lo que una persona hace en un país puede tener consecuencias nefastas, en ocasiones arrolladoras, para otros que viven muy lejos. A veces, resulta ser más amenazador de lo que jamás podría pensarse.

Conocí a Ammara Durrani, entonces redactora jefe en el Jang Media Group de Pakistán y escritora en el mayor periódico en inglés del país, The News International, en el 2004. Formábamos parte de un grupo de periodistas que había ido a Estados Unidos para un largo programa profesional financiado por el Departamento de Estado, invitado por una de las emisoras de radio públicas más conocidas del país, la WBUR de Boston. A los organizadores de la emisora les pareció que era una buena idea. Juntarían a pueblos hostiles, israelíes y palestinos, indios y pakistaníes. El programa se centraba en el papel de los medios de comunicación en los conflictos, una manera educada de decir que los periodistas avivan las llamas del conflicto e inflaman la opinión pública, y que tal vez sería mejor si no lo hicieran. La Administración Bush estaba interesada en proyectos de este tipo porque, en medio de su guerra contra el terrorismo y la ocupación de Irak, necesitaba la hoja de parra de la promoción del diálogo entre pueblos hostiles para demostrar su compromiso con la resolución de conflictos internacionales por medios pacíficos. Los organizadores debieron pensar que los israelíes y los palestinos podrían, a miles de kilómetros de casa y en presencia del conflicto paralelo del subcontinente indio, encontrar un lenguaje común. Era una esperanza vana. Con extranjeros en la habitación, se atrincheraron en sus posiciones tradicionales. Lo mismo hicieron los pakistaníes y los indios. Sin embargo, surgieron algunas amistades excepcionales que traspasaron culturas. Todo el mundo se llevaba bien con Ammara. Era la oxfordiana por excelencia y hablaba un inglés elocuentemente serio y refinado. Todos los que venían de Oriente Próximo, tanto israelíes como palestinos, la envidiaban.

Su pasaporte, como todos los que se expiden en Pakistán, especifica que es válido para viajar a cualquier país excepto Israel. Existe una larga tradición de fría hostilidad entre el Estado judío y la República Islámica de Pakistán. Se remonta al nacimiento de ambos países, con un año de diferencia, cuando Gran Bretaña se deshizo de sus colonias. A pesar de esto —en realidad, debido a esto—, Durrani y yo permanecimos en contacto por correo electrónico después del viaje a Estados Unidos. En el 2005, ella empezó a trabajar en un artículo en profundidad sobre las relaciones no oficiales entre los dos países, y la posibilidad de que estas se convirtieran en un reconocimiento diplomático pleno. Me escribió que le encantaría entrevistar al primer ministro Ariel Sharon para esa pieza. En mi opinión, no sería fácil lograr que Sharon concediera una entrevista. Pero si ella quería, le sugerí, tal vez le podría concertar una con el viceprimer ministro Shimon Peres, a quien conocía bien. Durrani aceptó esa oportunidad. Peres, antiguo primer ministro y premio Nobel, no era una figura menos internacional que Sharon; de hecho, es muy probable que fuera más conocido. Pero había un problema. Me dijo que, debido a la hostilidad entre ambos países, no podía hacer una llamada de teléfono de Karachi a Jerusalén. En el 2005, Skype y otros servicios parecidos no estaban disponibles. Entonces le sugerí que mandara las preguntas por correo. Yo organizaría una entrevista a través del portavoz de prensa de Peres. Le haría las preguntas tal como ella las hubiera escrito, grabaría sus respuestas, y luego las transcribiría y se las mandaría.

El gabinete de Peres estaba entusiasmado con que le entrevistara un importante periódico pakistaní y el propio Peres siempre estaba encantado de transmitir su infatigable optimismo político. Así que, un día de mediados de enero del 2005, me senté en una mesa con Peres en la cafetería de la Knéset y en lugar de hablar, como de costumbre, sobre la posibilidad de que intentara recuperar el liderazgo del Partido Laborista —la clase de asunto rutinario que trataba a diario en mi cobertura política—, le entrevisté para un periódico pakistaní, y añadí algunas preguntas mías. Transcribí las respuestas de Peres y se las envié a una agradecida Ammara Durrani, que las redactó para The News International.

Catorce años después, los dos países siguen sin mantener relaciones oficiales, pero ahora Ammara Durrani y yo podemos hacer videollamadas entre Karachi y Tel Aviv y recordar esa entrevista y sus consecuencias. Ammara me dijo que, en aquel momento, no había sido del todo sincera respecto a sus sentimientos.

«Tenía miedo», me dijo. «Era la primera vez que un alto cargo israelí daba declaraciones a un grupo de medios pakistaní. No había precedentes. De modo que estaba aterrada y esperaba repercusiones negativas, y además importantes. Lo que me dio la confianza para hacerlo fue el apoyo de mis editores; su respuesta fue un inmediato “Sí, hagámoslo”».

Y vaya si lo hicieron. La entrevista apareció en primera plana, seguida de un artículo de cuatro páginas sobre las relaciones entre los dos países escrito por Durrani, en el que se citaba a funcionarios de Israel, Estados Unidos y Pakistán.

El titular era: «Peres: “Si Pakistán e India pueden hacerlo, también Israel y Pakistán”». El subtítulo: «Dice que no hay que avergonzarse de la paz; si Pakistán quiere formar parte del proceso de paz en Oriente Próximo, no puede hacerlo por “control remoto”».

El artículo no condujo a la paz ni al establecimiento de relaciones diplomáticas. Un día después de publicarse, en la oscuridad de la noche, un grupo de unos treinta hombres armados llegaron en moto a la sede del Jang Media Group. Dispararon al aire, arrollaron y golpearon a los guardias de seguridad, irrumpieron en los despachos, destrozaron la redacción e intentaron incendiarla. Por suerte, no murió nadie. Se fueron gritando «¡Allahu Akbar!». En Pakistán, todo el mundo entendió que el ataque era una respuesta directa a la entrevista. No necesariamente una reacción a lo que Peres había dicho, sino al precedente que se había establecido, que un medio de comunicación pakistaní grande y conocido pudiera publicar una entrevista con un alto cargo israelí en la que este pedía la paz entre ambos países. El ataque fue recogido por las agencias de noticias internacionales, como Reuters, gracias en buena medida a este contexto. El Gobierno pakistaní condenó el ataque, como lo hizo Reporteros Sin Fronteras. Para cerrar el círculo, también se informó del ataque en Israel, donde se había hecho la entrevista que provocó el ataque. Las noticias creaban noticias.

Veamos más de cerca lo que ocurrió.

Dos periodistas que habían crecido en lugares lejanos de un enorme continente se conocieron en un seminario patrocinado por el Gobierno de un país situado en otro continente, en el lado opuesto del planeta, una superpotencia que pretendía reforzar su posición a través de la mediación en conflictos de todo el mundo, al mismo tiempo que ocupaba una parte importante de Oriente Próximo. Los países de los periodistas eran enemigos, pero ellos podían comunicarse con libertad gracias a la tecnología, que hace desaparecer y traspasa la enorme distancia y las barreras diplomáticas y políticas que les separan. Los extremistas respondieron con violencia a una entrevista que señalaba la posibilidad de la paz y la reconciliación. Se informó del ataque en todo el mundo, y volvió a Israel en forma de noticia.

Este incidente, del principio al final, se desarrolló en pocos días. Es una historia sobre los vínculos humanos, la naturaleza viral de las ideas, el desafío tecnológico a la política reaccionaria, el fundamentalismo y la implicación de los medios de comunicación. También es, por supuesto, una historia de intereses capitalistas, en este caso la necesidad de un titular relevante para vender periódicos. Este último factor es el generador principal de toda la secuencia de hechos. El final violento de la historia demuestra cómo estas interacciones supranacionales suponen una amenaza cada vez mayor para las estructuras de poder, las tradiciones y las creencias locales. Quienes se oponen no se quedan, ni se quedarán, de brazos cruzados. Se están rebelando.

Justo tres años después, quedó claro que esto no solo sucede en un país como Pakistán. Ocurre en todo el mundo, de diferentes formas y por diferentes medios. Lo entendí cuando, durante una estancia en Londres, el mundo entero se sumió en la crisis financiera más grave desde la Gran Depresión.

En Londres, un paseante se pierde en el tiempo y poco a poco olvida la hora. Los ojos beben en la calle, en su intensidad, sedimentos de humanidad depositados y mineralizados allí durante siglos. La diversidad humana es tan típica del Londres actual, y forma hasta tal punto parte de la historia británica, que se podría pensar que toda esta gente la acepta como algo natural. No es cierto. En la calle, muchas personas sienten un profundo sentimiento de alienación, de ser extranjeras entre los suyos. Es un sentimiento que desconcierta y a la vez estimula a la ciudad. Casi el 40 por ciento de los londinenses nacieron fuera de Gran Bretaña, la mayoría fuera de la Unión Europea. En la metrópolis se hablan trescientos idiomas. La alienación está en la raíz de su identidad actual.

Yo era un extraño entre esos extraños mutuos. Mi mujer y yo necesitábamos un descanso de nuestras carreras en Israel, llenas de obstáculos. Queríamos experimentar cómo era vivir en otro lugar, de modo que decidimos hacer un curso de posgrado lejos de casa. Nueva York, Londres, París, Washington, lo cierto es que no nos importaba dónde pudiéramos acabar. Veníamos de una región lejana y, para nosotros, cualquiera de esos lugares era el centro del universo, maravillosamente extraño y seductor.

Tenía una ruta fija para ir a la universidad. Recorría a pie las calles que bordean Bloomsbury, primero hacia Theobalds Road y luego hasta mi lugar favorito. Era una especie de callejón, estrecho y de aspecto antiguo, que salía del camino principal. Apestaba a comida frita y en él había un viejo pub y algunos cafés baratos donde vendían sándwiches insípidos. Me lo imaginaba lleno de ratas portadoras de la peste negra y gente tirando los excrementos a la calle. Es lo que rezumaban las paredes mugrientas y la congestión del callejón. La ciudad moderna había transformado este pequeño pasadizo y lo había convertido en un lugar casi exótico. El tráfico humano era intenso, los pasos apresurados de la gente trajeada en la hora punta de la mañana.

Al final del callejón, tras pasar un pequeño parque, llegaba al conjunto de edificios que forman el campus urbano de la London School of Economics and Political Science (LSE), no lejos de la estación de Holborn y el Museo Británico. No es Oxford ni Cambridge; en lugar de espacios verdes y carriles bici, está el ajetreo de una ciudad ambiciosa preocupada por sus asuntos.

Era septiembre del 2007 y el mundo era más o menos coherente, incluso aunque se encontrara muy polarizado entre la ideología de la Administración Bush y la comunidad internacional. Aquellos con un oído sensible podían escuchar, mientras el tren bala del cambio avanzaba, que las traviesas de las vías colocadas por la era anterior crujían. Pero pocos habían entendido ya el profundo significado de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 y sus consecuencias. En el programa de la LSE íbamos a estudiar la política mundial, que incluía la gobernanza global, los retos que deben afrontar instituciones económicas como el Banco Mundial, el comercio internacional, las políticas de tipos de interés, el posimperialismo, la igualdad y una brecha de ingresos cada vez mayor a escala internacional, y las políticas de inmigración. Como yo venía de un pequeño país de Oriente Próximo, y la mayor parte de mi tiempo lo dedicaba a su turbulenta política, sabía menos que mis compañeros de clase sobre políticas de comercio internacional o inversión extranjera directa. Sin embargo, a diferencia del resto, yo era periodista. Había cubierto campañas electorales, visto cómo los primeros ministros se ponían furiosos cuando se le hacían preguntas inquisitivas. Cubrí la segunda guerra del Líbano, corrí para ponerme a cubierto cuando los misiles llovieron sobre el norte de Israel, y fui al despacho oval para cubrir visitas oficiales. Ese era el bagaje con el que llegué. En otras palabras, como cualquier reportero en apuros, podía compensar la falta de conocimientos con anécdotas, como la historia del periódico pakistaní. Pero ese bagaje, como el de mis compañeros, pronto demostraría tener una importancia muy limitada. Apenas unos meses después, a mitad de nuestros estudios, la globalización se enfrentaría a su peor crisis desde la Gran Depresión, y la política internacional empezaría a cambiar y a cuestionar las suposiciones sobre las que se había construido el orden mundial.

Este movimiento tectónico en la economía y la política internacionales no estaba incluido, por supuesto, en nuestros pesados libros de texto o en las conferencias que escuchábamos, que habían sido escritos y pronunciadas antes de la crisis. Solo los planteamientos más radicales del programa de estudios abordaban, de alguna manera, el trascendental giro de los acontecimientos que arrasó con la complacencia de los expertos.

A finales del 2007, la Reserva Federal, el banco central de Estados Unidos, se dio cuenta de que se produciría de manera inminente una crisis de liquidez debida a los impagos de las hipotecas basura, lo que provocó el colapso del mercado de derivados especulativos que se basaba en esas hipotecas. Estados Unidos no tardó en enfrentarse a una crisis financiera a gran escala. A principios del 2008, la Administración Bush intentó contrarrestarla con un paquete de estímulos, pero no funcionó. Después, entre la primavera y el otoño de ese año, empezaron a quebrar gigantes estadounidenses como Bear Stearns y Lehman Brothers. Las mismas grandes empresas en las que mis compañeros de clase esperaban conseguir un trabajo.

Fue una de esas ocasiones en las que los libros de texto se quedaron obsoletos mientras los leíamos, sus teorías demostraron no ser válidas en cuanto se pusieron a prueba. A medida que la crisis destrozaba modelos y refutaba las declaraciones de los expertos, nos vimos obligados a cuestionar gran parte de lo que creíamos cierto. Nacidos en la década de 1980 o principios de la de 1990, mis compañeros y yo habíamos crecido en un mundo cada vez más interconectado, que cambiaba a un ritmo exponencial. Parecía obvio que todo el planeta se iría integrando en una economía y un orden únicos, y que eso nos proporcionaría a nosotros y a todos los demás una prosperidad mayor. Pero entonces la falsa premisa de la inevitabilidad de la globalización se derrumbó.

UNA REVOLUCIÓN CONSTANTE

Durante los últimos diez años, la globalización ha perdido buena parte de su lustre. Los datos apuntan a la reducción o el estancamiento del comercio internacional, las inversiones transfronterizas y los préstamos bancarios en relación con el PIB mundial, un fenómeno que The Economist llamó «lentalización». Sin duda, la gran crisis económica socavó las ideas fundamentales en las que se basa la globalización. Tal vez la gente tan solo se cansó de las profecías optimistas de un mundo globalizado que minimizaban peligrosamente el lado oscuro de la fuerza.

Pero la volubilidad del discurso público no puede cambiar una cruda verdad: la globalización es una revolución constante. Utilizo la palabra «constante» para señalar la manera agresiva en que la globalización está cambiando, continua e intensivamente, la forma en que la gente ha vivido desde tiempos inmemoriales. Ha creado un clima en el que los seres humanos deben lidiar con el mundo, material y conceptualmente, como un lugar único e integrado. En el momento en que esa matriz se establece, las circunstancias de nuestra vida cambian de manera constante y radical. Es una máquina política de movimiento perpetuo alimentada por la energía que genera la siempre creciente tensión entre lo local y

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