Grandes maricas de la historia

Álvaro J. Sanjuán (@Otto_Mas)

Fragmento

Prólogo
Prólogo

Toda la vida leyendo libros con prólogo, quejándome de que los libros tuvieran prólogo y aquí estoy yo, escribiendo un prólogo y repitiendo la palabra cuatro veces por si a alguien no le queda claro. Pero, a ver, con este título, ¿cómo me voy a poner a escribir sin más, sin explicar al menos qué voy a hacer, de dónde vengo o adónde voy? Como el adónde voy es un misterio insondable, no sólo para mí, sino para la humanidad, así, en general, voy a responder mejor a de dónde vengo y qué voy a hacer.

Como buen homosexual, cuando noté que era diferente, me pregunté por qué me había tocado a mí. Luego comprendí que daba igual que me hiciera esa pregunta porque, por mucho que creyera que era una fase, yo era lo que era y punto. Aprendí a disimular (fatal, claro, como casi todos), y al final me salvó saber que había más gente como yo, aunque al principio aparecían sólo en los libros, nombrados un poco bastante por encima.

Cuando era pequeño estudiaba música y recuerdo que había un libro en el que salía un tal Chaikovski que era homosexual; no me quedó muy claro qué era eso, así que me fui al diccionario y, sorpresa, sí, ese señor era como yo. O sea, que lo de que en el colegio me gustasen los niños y no las niñas era eso: ser homosexual. ¡Uf! ¡Qué alivio! ¡Ya no estaba solo! ¡Había un señor hacía ciento cincuenta años que era como yo...! Sarcasmos aparte, sí, me sentí un poco menos solo. Escribí el nombre de Chaikovski en un papel, para no olvidarlo, y lo guardé en un cajón. Con el tiempo, aparecieron algunos nombres más, y los fui apuntando, claro, pero tampoco es que fueran demasiados ni, desde luego, suficientes como para consolarme. Y..., bueno, todos llevaban una temporada bajo tierra.

Pronto descubrí también que no sólo era homosexual, sino que además era marica, bueno, maricón, pues alguien me lo llamó. Tampoco entendí muy bien qué significaba, pero intuí que no debía de ser muy bueno. Sólo me lo llamaban a mí, por lo que no fue muy complicado llegar a la conclusión de que era por ser homosexual y, por el tono, quedaba claro que era una cosa horrible. Tocaba sentirse fatal, sentirse solo y, encima, mantenerse callado, porque si abría la boca corría el peligro de que detectasen que era maricón. En aquel tiempo, como dice la Biblia, me di cuenta de por qué me descubrían: por la pluma. Aunque lo de la pluma lo sabes después; hasta ese momento, era por ser mariquita. Me acuerdo de cuando me lo llamó mi tía Cuca, a la que recuerdo con mucho desprecio, casi tanto como el que ella usó para llamarme marica por la llorera que me dio después de que ella misma, por accidente, pisase a mi pollito amarillo, al que despachurró como quien pisa una caca seca de perro, le sacase las tripas y, aún vivo, lo tirase a la basura.

Total, que, tragedias de la infancia aparte, tocaba ponerse la armadura antes de que me empezasen a dar por todos lados. Intenté corregir la pluma porque me la jugaba, y más en la edad del pavo, cuando todo es un drama. Había que parecer normal. Está en cursiva, por si no lo habéis notado.

Pero cuando, por fin, aparece en tu vida gente con la que puedes tener confianza, empiezas a abrirte —con cuidado, eso sí— y, si tienes suerte, como fue mi caso, puedes por fin desfogarte y sacar todo lo que llevas dentro. En una ciudad pequeña como en la que me crie, Burgos, la verdad es que eso fue poco menos que un milagro. Ah, por cierto, entonces aún no había internet, así que los únicos referentes eran Jesús Vázquez —presentador de televisión guapísimo y homosexual— y Almodóvar, supongo, y también gente de la rumorología local, claro. O sea, que seguía siendo el único homosexual real del mundo: mal.

No os voy a contar toda mi vida porque no hemos venido aquí a hablar de mí, pero bueno, pasaron los años y me fui aceptando. Y luego llegó internet y descubrí que el mundo estaba lleno (bueno, lleno tampoco) de homosexuales como yo, y los conocí y resultó que no nos llamábamos homosexuales, nos llamábamos maricones, directamente, sin ningún tonillo y sin ninguna intención peyorativa; simplemente nos empezamos a dar cuenta de que había que reclamar esa palabra, hacerla nuestra para que perdiese fuerza como arma arrojadiza. Los amigos heteros flipaban (bueno, y flipan) un poco cuando les decía que era maricón: «Hombre, no lo digas así», me decían; y yo, «sí, sí, si es que soy maricón, y estoy muy orgulloso de serlo».

He de admitir que internet fue para mí un medio de desahogo personal (sí, también por el porno). Cuando surgieron los blogs, ahí estaba yo, exponiendo mis entrañas en un ejercicio bastante terapéutico, la verdad. Un buen día, rebuscando en mis cajones, encontré aquel papelito en el que había escrito aquellos nombres de homosexuales del pasado; pensé que sólo eran nombres y que necesitaba saber algo más de ellos, aparte del hecho de que fueran homosexuales. ¿Qué mejor manera de echar una mano a quien viniera detrás que coger esos nombres y ver qué había tras ellos? Entonces me puse a escribir en mi blog sobre aquellos homosexuales de la historia sobre los que todo el mundo parecía ignorar ese detalle, incluidos nosotros. Fue así como surgió la sección llamada «Grandes Maricas de la Historia». Era 2008 y lo cierto es que no ahondé mucho; pero, años más tarde, quise retomarlo en formato de hilos de Twitter y al final se convirtió en una investigación más seria y exhaustiva que derivó en un pódcast, sin perder el humor, eso sí, que suficiente drama tuvieron ellos ya en su tiempo.

¿Qué fue lo que me encontré? Pues que la historiografía tradicional había enterrado a muchos personajes homosexuales, o, mejor dicho, había enterrado la homosexualidad de muchos personajes, por no decir de todos. No se encuentran referencias serias y estudios concienzudos hasta mediados del siglo XX; hasta entonces, cuando había algo sospechoso, se transformaba en profunda amistad y camaradería entre hombres. Es cierto que la homosexualidad de algunos personajes era bastante imposible de ocultar (un saludo, Chaikovski), pero, incluso en esos casos, se obviaba, ignoraba o negaba que pudieran tener relaciones sexuales con otros hombres, lo que los convertía en seres romos de entrepierna, o sea, en asexuales. Como una Barbie.

Mucha gente se pregunta por qué debemos preocuparnos por la sexualidad ajena, pero, qué casualidad, se lo plantean sólo cuando hablamos de homosexualidad. Es decir, si el personaje es heterosexual, sí importan sus devaneos sexuales, así que ahí tenemos a Luis XIV de Francia, que no dejaba de tener amantes entre sus cortesanas, y a Enrique VIII de Inglaterra, a quien su fogosidad le llevó a coleccionar esposas y a abjurar de la fe católica para fundar el anglicanismo. ¡Olé! ¡Olé! ¡Qué machote Luis y qué machote Enrique! Ambos heterosexuales y celebrados por sus hazañas en la cama. Ah, pero cuando se trata de homosexuales, todo es correr un tupido velo... ¿Que Ricardo Corazón de León se paseaba por la otra acera? Bah, homb

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