Una pica en Flandes

Javier Elorza

Fragmento

Prólogo: Algunas verdades

Prólogo

Algunas verdades

La adhesión de España a las Comunidades Europeas (CE) en 1985 contribuyó, desde un punto de vista político, a la plena homologación y normalización de nuestro país con la Europa occidental y, desde una vertiente económica, a la modernización de su sistema económico y social. Esto repercutió, en definitiva, en una mejora del nivel de vida de los españoles.

Para ello, España tuvo que aceptar el Tratado de Roma y las más de sesenta mil páginas que componían su «acervo» jurídico (el conjunto de todas las normas comunitarias adoptadas desde su nacimiento por unas instituciones y unos Estados miembros económicamente más desarrollados y tecnológicamente más avanzados que España), y obligó a que tanto el país como la sociedad realizaran un importante esfuerzo de recuperación, de adaptación y de apertura del sistema económico y social que acabó definitivamente con los residuos de la vieja autarquía franquista.

También hay que reconocer que la aceptación del acervo implicó en muchos casos un auténtico trágala que España tuvo que asumir dada la doctrina comunitaria impuesta por el general De Gaulle a la entrada del Reino Unido en la «Europa de los Seis» en 1973. Esta consistía en que el acervo era innegociable y solo se aceptaban derogaciones puntuales, siempre temporales, para adaptarse. No hubo excepciones, tampoco en el caso español. En suma, fue impuesto como un lecho de Procusto, de manera inmisericorde.

Evidentemente, esa clonación no tenía en cuenta algunas de nuestras características específicas. Había muchos ejemplos, algunos sangrantes, como la total marginación de las relaciones con Iberoamérica o la falta de una organización común para algunos mercados agrícolas (leguminosas y plátano).

Era obvio que para el Gobierno español concluir la negociación después de tantos años de cuasibloqueo había producido un enorme gozo que no se podía empañar anunciando una renegociación del Tratado. De ahí que en ningún momento el Gobierno hablara al respecto, aunque no dejó de aprovechar cuantas oportunidades surgieron para modificar y atemperar el acervo negociado y hacerlo más digerible para España, especialmente cuando la Comisión Europea presentaba nuevas propuestas que exigían tomar decisiones. España aprovechaba esos momentos para reequilibrar la balanza o enriquecer el acervo a su favor, eso sí, siempre con plena legalidad. No obstante, hubo también algún caso de maltrato radical.

Pero no todo fueron malas experiencias, ya que España tuvo la suerte de entrar en las Comunidades en 1986, en un momento en que el derecho comunitario estaba aún en ciernes. La Comunidad Económica Europea era solo una unión aduanera de mercancías, de trabajadores y sus familias (con su política comercial y sus reglas de competencia), y en parte de capitales, con muy pocas políticas comunitarias, entre ellas la Política Agrícola Común (PAC), la de una «Europa azul» (pesca) y unos pocos servicios liberalizados. No había nada en el Tratado de Roma sobre energía o industria, política social, telecomunicaciones, seguros y bolsa de valores, I+D, cohesión económica y social, medio ambiente, educación, protección de consumidores, salud o cultura. Incluso en el mercado interior faltaban centenares de normas para aproximar las legislaciones y eliminar los obstáculos técnicos a los intercambios. En materia de relaciones económicas exteriores, la CE no tenía acuerdos con Rusia, los países del Este, América Latina, Estados Unidos, Australia, Canadá, Japón o Corea, ni con varios países mediterráneos. Sus relaciones con los sesenta y ocho países ACP (África, Caribe y Pacífico) eran más una cooperación al desarrollo paternalista con las excolonias que un acuerdo internacional paritario. Tampoco había política exterior ni cooperación alguna en materia de justicia o interior.

Por ello, el Libro Blanco del comisario británico lord Cockfield, a raíz de los acuerdos del Consejo Europeo de Fontainebleau de diciembre de 1984, tuvo que prever una armonización de trescientas medidas para ultimar un mercado común muy incompleto. El Acta Única, nuevo tratado que revisaba el de Roma, que se negoció en el segundo semestre de 1985, ya con España y Portugal de observadores y posteriores firmantes, incorporó políticas antes ausentes o poco desarrolladas en materia de política exterior, medio ambiente, cohesión económica y social, así como de liberalización del transporte aéreo y marítimo, de servicios y de I+D, además de fijar nuevas reglas para la armonización de legislaciones que desbloquearon la situación de impasse que existía en el «mercado común». Fueron elementos importantes que enriquecieron el proceso de integración, ya con España dentro de la CE.

En suma, nuestro país llegó justo a tiempo para participar, votar y condicionar esa oleada de legislación y de nuevo acervo comunitario antes de que fuera demasiado tarde. Hoy en día este acervo suma más de ciento sesenta mil páginas.

LA CONVERGENCIA REAL: DEL ÉXITO AL DESASTRE

Con la adhesión, el sector exterior de la economía española sufrió un cambio radical. La balanza por cuenta corriente (bienes y servicios, remesas y rentas) pasó de un saldo positivo del 1,6 por ciento del producto nacional bruto (PNB) en 1985 a un déficit del 3,4 por ciento en 1990. Sin embargo, el sector exterior, en términos de PNB, subió del 37,6 por ciento en 1986 al 49,7 por ciento en 1996. La economía española se abrió y se liberalizó sin grandes traumas.

El periodo inicial de nuestra entrada y de cambio se llevó a cabo en uno de los momentos más florecientes de nuestra vida económica, con un crecimiento real del 4 por ciento anual acumulativo de 1986 a 1991. En esos seis años la renta per cápita media española, comparada con la media comunitaria, pasó del 73 por ciento (1985) al 79 por ciento, y ello a pesar de la dureza y complejidad del proceso de liberalización y adaptación que tuvo que realizar la economía de nuestro país. Es verdad que la larga espera antes de la adhesión permitió a las autoridades y a los agentes económicos españoles modificar nuestra legislación y estructura productiva, anticipando el cambio y suavizando sus posteriores efectos negativos.

Cabe afirmar rotundamente que en sus primeros años la adhesión de España fue un gran éxito que permitió, en ese periodo potencialmente traumático, converger con la Comunidad Económica Europea en términos reales de manera significativa y sin que la economía sufriera apenas. Esta evolución positiva continuó en los años posteriores. España alcanzó en 2007 un 105,4 por ciento de renta per cápita medida en paridad de poder de compra (método que se utiliza en la UE para medir la convergencia real y analizar qué países y regiones son elegibles para los fondos estructurales y para el Fondo de Cohesión) respecto de la renta media de la Unión (antes de la crisis internacional de Lehman Brothers), tres puntos por encima de la renta media de la zona euro. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero anunció que España había superado a Italia, que ese mism

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