¡Basta de historias!

Andrés Oppenheimer

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Este libro sale a la luz en momentos en que buena parte de Latinoamérica está festejando el bicentenario de su independencia, y la región está dedicada con mayor entusiasmo de lo habitual a conmemorar, discutir y revisar su pasado. La pasión por la historia es visible por donde uno mire. Los gobiernos —incluyendo el de España, que creó una Comisión Nacional para la Conmemoración de los Bicentenarios— han destinado millones de dólares a los festejos. En los medios de comunicación ha habido acalorados debates sobre cuáles figuras del siglo XIX deberían ser consideradas próceres de la independencia y cuáles enemigas de la patria. En las librerías, los best-sellers del momento son las novelas históricas sobre la vida de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Antonio José Sucre, José de San Martín, Bernardo O’Higgins, Miguel Hidalgo, José María Morelos y otros héroes de la emancipación latinoamericana.

El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, acaba de desenterrar los restos de Bolívar en una solemne ceremonia difundida en cadena nacional para iniciar una investigación sobre si el prócer fue asesinado; hace sus discursos al país delante de un retrato del prócer, y hasta le ha cambiado el nombre al país por el de “República Bolivariana de Venezuela”. Los presidentes de Bolivia y Ecuador se proclaman herederos de legados históricos que —siguiendo los pasos de Chávez— evocan constantemente para consolidar sus propios proyectos de acaparamiento del poder y justificar la “refundación” de sus países bajo nuevas reglas que les dan poderes absolutos. En todo el continente, desde Argentina hasta México, hay una verdadera pasión por redescubrir la historia.

La obsesión con el pasado es un fenómeno que, si bien está exacerbado por los festejos de la independencia, es característico de la región. Curiosamente, no he observado el mismo fenómeno en mis viajes recientes a China, la India y otros países asiáticos, a pesar de que muchos de ellos tienen historias milenarias. Entonces, vale la pena hacernos algunas preguntas políticamente incorrectas, pero necesarias. ¿Es saludable esta obsesión con la historia que nos caracteriza a los latinoamericanos? ¿Nos ayuda a prepararnos para el futuro? ¿O, por el contrario, nos distrae de la tarea cada vez más urgente de prepararnos para competir mejor en la economía del conocimiento del siglo XXI?

Este libro argumenta que los países latinoamericanos están demasiado inmersos en una revisión constante de su historia, que los distrae de lo que debería ser su principal prioridad: mejorar sus sistemas educativos. Sin poblaciones con altos niveles de educación, la región no podrá competir en la nueva era de la economía del conocimiento, donde los productos de alta tecnología —desde programas de software hasta patentes de la industria farmacéutica— se cotizan mucho más en los mercados mundiales que las materias primas, o las manufacturas con poco valor agregado.

Para buscar ideas sobre cómo mejorar la calidad de la educación en nuestros países, en los últimos cinco años he viajado a países que tienen en común el haberse destacado por sus avances en la educación, la ciencia y la tecnología. Viajé a China, la India, Singapur, Finlandia, Suecia, Israel y otros países de diferentes colores políticos, pero que —cada uno a su manera— han logrado mejorar sus niveles educativos y reducir dramáticamente la pobreza. Y luego viajé a México, Brasil, Chile, Argentina y otros países iberoamericanos para ver qué estamos haciendo —de bueno y de malo— en la región. Realicé más de 200 entrevistas a figuras clave del mundo —incluyendo el presidente Barack Obama; el fundador de Microsoft, Bill Gates, y el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz— y númerosos otros jefes de Estado, ministros, rectores universitarios, científicos, profesores, estudiantes y padres y madres de familia.

Para mi sorpresa, descubrí que mejorar sustancialmente la educación, la ciencia, la tecnología y la innovación no son tareas imposibles. Hay cosas muy concretas, y relativamente fáciles, que se están haciendo en otras partes del mundo, y que podemos emular en nuestros países. Este libro está lleno de ejemplos al respecto.

La tarea es impostergable, porque el siglo XXI es, y será, el de la economía del conocimiento. Contrariamente al discurso de la vieja izquierda y la vieja derecha en la región, los recursos naturales ya no son los que producen más crecimiento: los países que más están avanzando en todo el mundo son los que le apostaron a la innovación y producen bienes y servicios de mayor valor agregado. No en vano el país con el mayor ingreso per cápita del mundo es el diminuto Liechtenstein, que no tiene ninguna materia prima, mientras que países con enorme riqueza de materias primas, como Venezuela y Nigeria, están entre los que tienen más altas tasas de pobreza. Y no en vano los hombres más ricos del mundo son empresarios como Gates, el mexicano Carlos Slim o Warren Buffet, que producen de todo menos materias primas.

El mundo ha cambiado. Mientras en 1960 las materias primas constituían 30 por ciento del producto bruto mundial, en la década de 2000 representaban apenas 4 por ciento del mismo. El grueso de la economía mundial está en el sector servicios, que representa 68 por ciento, y en el sector industrial, que representa 29 por ciento, según el Banco Mundial.

Y esta tendencia se acelerará cada vez más. La reciente crisis económica mundial hizo tambalear los precios de las materias primas de Sudamérica y las exportaciones de manufacturas de México y Centroamérica. Además, la crisis ha reducido el tamaño del pastel de la economía mundial, lo que deja mejor posicionados a los países más competitivos; o sea, los que pueden producir bienes y servicios más sofisticados a mejores precios. La receta para crecer y reducir la pobreza en nuestros países ya no será solamente abrir nuevos mercados —por ejemplo, firmando más acuerdos de libre comercio— sino inventar nuevos productos. Y eso sólo se logra con una mejor calidad educativa.

Ojalá este viaje periodístico alrededor del mundo sirva para aportar ideas que nos ayuden a todos —gobiernos y ciudadanos comunes— a ponernos las pilas y empezar a trabajar en la principal asignatura pendiente de nuestros países, y la única que nos podrá sacar de la mediocridad económica e intelectual en la que vivimos.

Finalmente, quisiera agradecer muy especialmente a Bettina Chouhy, Annamaría Muchnik y Angelina Peralta, que durante los últimos años me han ayudado en la investigación y la logística que hicieron posible este libro. Sin ellas, esta obra hubiera sido imposible.

ANDRÉS OPPENHEIMER

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