La piel (60.º aniversario de Alfaguara)

Sergio del Molino

Fragmento

libro-4

Las brujas no exixten

¿Te ha quedado claro cómo reconocer a una bruja? Vamos a repasarlo otra vez. Su saliva es azul, pero eso no importa, ya que se cuidan de no escupir para que nadie vea su color. Llevan zapatos incómodos porque no tienen dedos en los pies y ningún modelo les encaja. También te puedes fijar en la anchura de sus fosas nasales o la niña de sus ojos, que refleja un fuego o un cielo, pero esos detalles pueden confundirte. Hay mujeres con ojos raros y narices grandes que no son brujas. Porque una bruja, recuerda, no es una mujer. Parece una mujer, pero es otro tipo de criatura, del mismo modo que un vampiro no es un hombre, sólo lo parece. Lo más importante para reconocerlas son los guantes y el pelo. Las brujas siempre usan guantes, incluso en casa, y se rascan la cabeza a menudo porque son calvas y llevan peluca que les irrita el cuero cabelludo, por eso tienen manchas de eccema. El eccema de la peluca, lo llaman. Los guantes son para ocultar las uñas, que tienen forma de garra, rematando unas manos rojas y alargadas. ¿Te ha quedado claro? ¿Reconocerás a las brujas cuando te las cruces por la calle?

Papá, te he dicho mil veces que las brujas no exixten.

Tiene siete años y aún pronuncia existen con dos equis. Lo hace en dos tiempos: exix y ten, con una pausa tras la segunda equis. Nunca se lo corrijo, y no sé si hago bien. Todos los padres nos enamoramos de los defectos del habla de nuestros hijos. Hasta los más histéricos, los que recurren al logopeda, viven como una amputación cada conquista del lenguaje. Esa segunda equis es un anzuelo fino que ni él mismo percibe en el paladar, pero que lo mantiene pegado a mi cuerpo. Yo le dejo decir exixten aunque sé que pronto dirá existen, alejándose un poco más de mí.

Claro que existen, le digo, y pronuncio muy bien la ese de existen, pues no quiero que sospeche que me burlo, ni tan siquiera que me divierte su pronunciación.

¿Cómo sabes que no existen?

Porque no exixten, como no exixten los fantasmas, ni los hombres lobo, ni los vampiros.

Cuidado, a los hombres lobo no puedes negarlos. Acuérdate del año pasado en Galicia, cuando oíste el aullido del lobisomem.

Eso pudo ser el viento.

El viento, dice.

Era verano, estábamos en una casita junto a una fraga y llevábamos varias semanas hablándole de cómo protegerse de las meigas y de las ánimas buscando amparo en el cruceiro más cercano, y de cómo interpretar las luces en hilera que podían asomarse desde el monte. Sin resultados.

Que no exixten, nos decía.

¿Y por qué construyen tantos cruceiros?, le preguntábamos.

Pues porque los gallegos creen en esas cosas, respondía, con un poco de condescendencia y xenofobia.

Aquella noche había luna llena y me dio por imitar un aullido.

Papá, estate quieto, me dijo.

¿Quieto?, dije. Si no he hecho nada.

Ante mi respuesta, enmudeció, cagado de miedo.

¿Qué pasa, has oído algo?, le dije.

No, dijo. Nada, habrá sido el viento.

¿No habrás oído a un lobisomem, verdad?

Que los lobisomem no exixten, ha sido el viento.

Pero me apretó muy fuerte la mano y aceleró el paso.

Su madre y yo nos sonreímos. Al fin, una brecha de terror, algo inexplicable en su mundo de certezas mullidas. Los niños tienen que cagarse de miedo junto a un bosque, y es deber de los padres propiciar ese terror, aunque sólo sea para que corran a buscar refugio entre nuestros brazos.

Con las brujas nunca he tenido la suerte que tuve aquella noche de verano en Galicia. Por más que repasemos los indicios que las delatan y por más veces que leamos el libro de Roald Dahl y que veamos la película con Anjelica Huston como Gran Bruja, no hay manera de que los muros de la ficción se desmoronen. El hijo duerme sin temor a que ninguna bruja golpee la ventana con sus nudillos después de apagar la luz.

Al salir del cuarto cada noche, dejo la puerta entornada, y la luz de la cocina encendida. No lo hago para ahuyentar un miedo a la oscuridad que él no siente, sino porque no quiere verse apartado. Sabe que tras el beso de buenas noches su padre empieza otra vida que no le incluye, y dejar la puerta abierta es una manera de recordarme que existe. Él sí, y no las brujas.

Buenas noches, avísame si entra una bruja en el cuarto.

¡Que las brujas no exixten!

En el pasillo, antes de llegar al salón, empiezo a rascarme. Los brazos, la espalda, el pelo. Hay veces en que el cuero cabelludo se me irrita como si sufriera el eccema de las brujas. Si llevo las uñas un poco largas, me hago sangre, y esa sangre mancha la camiseta, la tapicería y las sábanas, delatando con gotas como las de la escena de un crimen esa naturaleza que he ocultado todo el día y que, a solas en la butaca, frente a una cena triste y cualquier cosa en la tele, libero y dejo supurar. Mi verdadero yo, sin camisas de manga larga ni zapatos. No distingo la luna llena de la nueva y tampoco busco presas para saciar mi hambre homicida. Como los verdaderos monstruos, no soy una amenaza para nadie, tan sólo busco refugio de un mundo que me perseguiría con teas y forcas si me viese como soy.

Ni siquiera mi hijo debe verme. Aunque me intuye. Si los hijos nos descubren, corremos el riesgo de que nos acepten como monstruos, y eso sería fatal para ellos. Por eso entorno la puerta y no la dejo abierta de par en par, para que no tenga la tentación de levantarse, aparecer por el salón y descubrir que las brujas no sólo exixten, sino que son los padres.

libro-5

La carta del diablo

En el comienzo de la metamorfosis, cuando las manchas eran sarpullidos minúsculos que podían confundirse con un picotazo de pulga, yo vivía con una bruja en Madrid. Asomaba el otoño del 2000, tenía veintiún años y no era la primera vez que trataba con brujas, pero sí la primera en que convivía con una. Ella era amiga de una amiga mía. Esta última descubrió que aquella tenía una habitación libre en un piso de Cuatro Caminos y que andaba buscando un compañero para compartir gastos. Qué suerte, dijo mi amiga: tengo un amigo que está buscando una habitación. Y nos juntó.

Yo estudiaba periodismo, lo que quiere decir que sólo iba a la facultad a hacer los exámenes que preparaba la noche anterior con los apuntes fotocopiados que alguna chica muy aplicada había tomado con caligrafía de colegio de monjas. El resto del tiempo lo pasaba en otras facultades (en la de filosofía, por ejemplo, leyendo novelas francesas de la biblioteca) o en la Filmoteca Nacional, tragándome sin criterio las películas de todos los directores clásicos. Ella iba a mi misma facultad, pero estudiaba publicidad y relaciones públicas, acudía a clase a diario y a veces tomaba apuntes con renglones rectos y caligrafía de colegio de monjas. Estábamos matriculados en el mismo edificio, pero nos separaban varios mundos. Yo había elegido la pobreza y la pereza; ella soñaba con despachos en torres de cristal, cocaína y premios del festival de Cannes; yo me paseaba por el callejón del Gato, fumaba algún que otro porro sin tragarme el humo y me dejaba crecer el pelo.

Para encajar en su mundo de ejecutivos publicitarios debería rebajar un poco su personalidad brujeril, pero no demasiado. Bastaba con limar los aspectos más desagradables, como el eccema o la saliva azul. Por lo demás, unos toques de esoterismo siempre gustan en la alta sociedad. Hay que mantenerlos en un tono elegante e ibicenco, como esa ropa adlib que sólo sienta bien a los ricos muy bronceados. Una bruja puede ser buena publicista si no acaba con un turbante en un entresuelo de Getafe leyéndole los posos del café a amas de casa adictas a las tragaperras y convencidas —siempre con razón— de que sus maridos las engañan con las vecinas. Patricia, pues así se llamaba mi bruja, estaba aprendiendo a modular su registro esotérico para encajar en una fiesta de verano en Marbella, por eso me prevenía contra cualquier exceso de la brujería popular. Por ejemplo, me prohibía frecuentar La Milagrosa, una tienda de santería que había debajo de casa donde vendían unas velas negras con forma de pene gigante que a mí me hacían mucha gracia.

No juegues con eso, me decía, prométeme que no comprarás nada allí, son malas personas y hacen magia negra, te lo advierto.

Y negra era esa magia, pero de piel. Lo que de verdad le molestaba de La Milagrosa era que sus clientes venían del Caribe y del analfabetismo, y una publicitaria de moda no podía ganar un contrato de Coca-Cola presentándose con abalorios de vudú y canturreando en jerga africana. La magia, siempre refinada, blanca y europea. Asiática, todo lo más, y mejor india que china. Hay mucho racismo entre la gente esotérica, y a mí me daba rabia, porque me hacía ilusión comprar uno de aquellos penes gigantes, pero no lo hice por respeto a mi bruja racista.

Patricia tenía un tarot precioso que sólo podía tocar ella —se desimanta, decía, no puedes contaminarlo con tu energía— y que había diseñado un ruso blanco exiliado a saber en qué década y en qué país. Por eso, la carta del diablo tenía la cara de Stalin. Cuando estaba solo en casa, me saltaba su prohibición, abría el cajón donde lo guardaba, lo sacaba del paño que lo envolvía y barajaba y acariciaba los naipes. Era un tarot muy colorido, como el arte ruso, con dibujos que parecían iconos bizantinos, de mirada fiera y directa. Me gustaba mucho manosearlo y me desilusionaba comprobar que Patricia nunca se daba cuenta de que había estado jugando con él. Jamás percibió que lo había desimantado o contaminado con mi propia energía.

Patricia, échame las cartas, le pedía cuando mi fe flaqueaba, con el fin de renovar mis votos.

Patricia remoloneaba. Estaba a gusto viendo la tele y no le apetecía despejar la mesita de cristal del salón, siempre llena de vasos y botellas.

Venga, va, Patri, tía, échame las cartas.

Resoplando y con desgana, se levantaba del sofá, apagaba la tele y sacaba el tarot del cajón.

Límpiame un poco este estercolero, que te va a salir una mierda con tanto vaso sucio, decía.

Barajaba y me pedía que cortase sin tocar la superficie de los naipes, sólo sus bordes. Luego iba sacándolos uno a uno y ordenándolos en filas, como un solitario, mientras murmuraba para sí. Nunca sabía si salían buenas o malas cartas. Patricia decía que eso era una frivolidad, que las cartas no eran buenas ni malas y que tampoco predecían el futuro, sino que proyectaban la personalidad. Siempre le quitaba importancia a la magia y lo reducía todo a una cuestión de energías naturales y bioquímica. No eran los objetos mágicos los que tenían poder sobre nosotros, sino al revés: nuestros cuerpos —envoltorios del espíritu— dejaban huellas que ella podía leer, logrando en unos minutos un conocimiento del otro que a los no brujos nos cuesta años de intimidad, convivencia y conversaciones nocturnas. Las cartas eran un diagnóstico del presente, nunca una previsión del futuro.

Y un diagnóstico complaciente, claro. Patricia me caracterizaba a mi gusto. O como ella creía que me iba a gustar: eres impulsivo, tienes mucha fuerza interior; no descuides tu lado racional, pues tiendes a ser muy sentimental, y eso está muy bien en según qué momentos, pero puede debilitarte. Uf, veo una energía sexual muy cargada, si chocas con alguien que vaya tan cargado como tú va a ser increíble, pero procura que no te domine.

Tranquila, Patri, creo que podré dominarme, no hace falta que pongas pestillo en tu cuarto esta noche.

Gilipollas. ¿A que no sigo?

Sigue, sigue, por favor.

Y seguía sacando cartas, hasta que salía Stalin.

¡El diablo!, me asustaba. Qué horror.

Te he dicho mil veces que el diablo no es malo. Precisamente para ti, no es malo.

Cómo no va a ser malo, si es Stalin, mira qué ceño fruncido y qué bigote. Es malísimo. Pero no me lo dulcifiques, podré soportar lo que sea. Cuéntame qué significa.

No hay un solo significado, esto no es una ciencia, es percepción, arte, interpretación. En esta tirada te está alertando sobre tus instintos, que te pueden traicionar. Mira, ha salido del revés.

Eso es malo.

Por las cartas que lo rodean, tiene que ver con la salud. ¿Te notas algo raro últimamente? ¿Algún dolor, alguna molestia?

Nada, la verdad.

¿Y esas manchitas del brazo?

Una erupción.

Lleva muchos días.

¿El diablo boca abajo indica mala salud?

Advierte de que algo se está larvando, de un peligro para el cuerpo, casi siempre sexual. No habrás follado sin condón, ¿no?

Joder con Stalin.

Yo sólo prevengo, que los tíos sois muy despreocupados y tú te juntas con cada loca que no me fío un pelo.

Que no, que ni con condón ni sin condón, si llevo semanas sin hacer otra cosa que ver pelis en la filmoteca. Como no haya pillado allí algo. Dicen que hay chinches.

Mira, como me traigas chinches a casa te tiro escaleras abajo. Y vigílate esas manchitas, que a mí no me parecen una erupción normal. ¿Te pican?

Un poco.

No te rasques.

No me rascaré, camarada Stalin.

Pero si te estás rascando ahora mismo.

Es que soy un disidente.

Y un imbécil. Déjame un rato tranquila, que voy a meditar en mi cuarto. Mañana tengo examen de estadística. Pide cita con el médico.

Se encerró con sus velas de supermercado (nunca de La Milagrosa) y su paquete de sal marina común con la que trazaba un círculo protector en el suelo, y no volví a verla hasta el día siguiente. Jamás la molestaba en esos trances, no tanto por respetarla como porque aquellos rituales me parecían una sobreactuación que ponía en peligro su metamorfosis en una bruja cosmopolita y liberal. No soportaba verla hundirse en un esoterismo tan chabacano.

Me quedé rascándome aquellas manchas de pocos milímetros cuyo color variaba del rojo al rosa blanquecino según la luz, el momento del día o lo hidratada o seca que tuviera la piel, hasta que me hice sangre. Reparé entonces en que no eran habones o granitos, como había pensado al principio, sino una superficie escamada. Las uñas habían quebrado las placas minúsculas, parecidas a la cicatriz de una herida, y habían provocado un sangrado leve. Unas gotas muy densas que se secaron enseguida y formaron una costra negra horrible que también me arranqué, dejando que sangrase otra vez. Rascar lo empeora todo, pero no hay quien se resista.

También me picaba la cabeza. Hacía un tiempo que me salía algo de caspa, lo que era muy molesto, llevando como llevaba el pelo largo, pero hasta ese instante no lo había asociado con las manchitas del brazo. Las escamas tenían la misma estructura que la caspa. Eran lo mismo. Un eccema. Una dermatitis. Una infección, pensé. Me gustaría decir que no le di la menor importancia, pero el diablo boca abajo me había sugestionado. Como todo creyente verdadero, me esforzaba mucho por aparentar escepticismo y bromeaba con Patricia mientras me echaba las cartas, hasta que se enfadaba porque no me lo tomaba en serio. Pero claro que me lo tomaba en serio. Por eso me reía.

Abrí despacio el cajón donde guardaba el tarot. Era la primera vez que lo cogía estando ella en casa. Ojalá no salga al baño o a beber agua, me dije, pero Patricia debía de entrar en trances auténticos, porque nunca la vi salir de su cuarto cuando meditaba. Busqué la carta del diablo, que volvió a aparecer boca abajo. Le di la vuelta y la observé un rato. Era hermosa.

Los naipes del tarot me recuerdan a los códices miniados. Contienen toda la ingenuidad y la sofisticación del mundo, esa idea tan cándida y consoladora de que lo complejo y hasta lo incognoscible puede expresarse en un símbolo críptico. Los arcanos mayores del tarot tienen una correspondencia cabalística. El diablo se identifica con la letra sámej, que según Patricia habla de la cáscara que nos envuelve. Su invocación se utiliza para librarnos de la contingencia y desarrollar nuestra personalidad más allá de los límites del envoltorio. El diablo y sámej quieren que nos despellejemos, que reventemos las costuras para acercarnos al Innombrable sin profilaxis. Sámej es un pelador de patatas que nos quita la piel para dejar el ego a la vista, pero yo sólo veo a Stalin de frente, muy enfadado, con cara de firmar sentencias de muerte, y no sé cómo puede ayudarme a encontrar a dios, a quien nunca he tenido muchas ganas de tratar.

No eran el terror soviético, ni la cábala, ni los arcanos mayores los que me hormigueaban en el estómago y me mareaban. La sugestión venía de unos días atrás, cuando Patricia me leyó la mano. Habíamos bebido un poco y se nos había hecho tarde en el salón. Estábamos cansados, pero no teníamos ganas de irnos a dormir y alargábamos la noche haciéndonos una compañía cada vez menos palabrera y más absurda. Mi mano acabó entre las suyas por accidente, y no pudo evitar leerme la palma. La observó con mucha atención durante un rato. Me recorrió las líneas con la punta del dedo, con dulzura, casi sin tocarme, y me preguntó si quería saber.

Siempre quiero saber, Patri.

No te hablaré de las otras líneas, que son normales, pero la de la vida es rara, no había visto nada igual.

¿Por qué?

Lo normal es que sea larga y muy poco marcada, pero la tuya es muy breve, ¿lo ves? Y muy profunda, parece una herida, algo artificial. Es más honda hacia el final, pero no se diluye en la palma, como el resto de las líneas. Mira, acaba aquí, abruptamente.

¿Y qué quiere decir?

Bueno, ya sabes que las líneas cambian conforme cambia nuestra vida. Este no es tu destino, es un retrato de tu presente, del futuro que sucederá si no tomas conciencia de ti mismo.

Que sí, que vale, pero dime qué significa.

Si ya lo sabes, te lo acabo de decir: que tendrás una vida corta que terminará abruptamente. Puede que con un accidente o una enfermedad letal.

No sufriré, entonces.

Eso no lo veo. A lo mejor, sí. Pero esto describe una vida breve que se extingue de golpe.

Pues deberías aprovecharte de mí antes de que me muera.

Mira, tío, es muy tarde ya para el juego de la tensión sexual. En la noche y en nuestra relación. Además, me ha venido la regla.

Las brujas no tienen eso.

Las demás no sé, pero esta bruja se va a tomar un nolotil y se va a meter al sobre.

Antes de dormirme yo también en el sofá, con los anuncios de teletienda que echaban de madrugada en la tele, me convencí de que no cumpliría los treinta, y me pareció bien, quizá porque me sonaban muy lejanos desde los veintiuno que acababa de cumplir, o porque los días se me hacían largos y sumar miles de larguras hasta verme consumido en jorobas y huesos retorcidos por la artrosis me resultaba insoportable. Una muerte rápida, ojalá que limpia. Un paso veloz sin que diera tiempo a causar mucho sufrimiento, sin hijos a los que traumatizar y sin amores plañideros. No sólo era una idea más consoladora que cualquier arcano del tarot, sino que confirmaba mi fe más antigua.

Yo ya sabía que iba a morir pronto. Desde los ocho años. Mis padres y yo vivíamos en un pueblo valenciano muy turístico —hemos vivido en varios sitios, no como nómadas, aunque sí un poco ambulantes—, con una playa que se llenaba de madrileños en verano, pero también de franceses y alemanes. Antes que por la voz, a los forasteros se los reconocía por la blancura fofa de sus pieles norteñas, que deslumbraba desde lejos. Los niños del pueblo llevábamos un bronceado carbonífero desde los primeros soles de la primavera. Para cuando empezaba la temporada, estábamos completamente tostados y no necesitábamos crema ni sombrilla. Por eso corríamos por la playa del alba al ocaso, sin que nuestros padres nos dedicasen ni una mirada en todo el día.

Hoy envidio a mis padres, pues yo soy incapaz de apartar la vista de mi hijo un segundo en la playa y no dejo que corra de acá para allá donde no lo alcanzo o donde no sé con quién anda. Comparado conmigo, él es un niño burbuja o un animal de zoo, pero, a cambio de mi vigilancia paranoide, le ofrezco un mundo sin miedos. No sólo cree que las brujas no exixten, tampoco concibe el mal cotidiano del pederasta, del secuestrador o del envenenador de caramelos. No tiene necesidad de saberlo, puesto que su madre y yo siempre estamos junto a él para ahuyentarlos. Mis padres no me vigilaban, pero me aleccionaban con un repertorio de cuentos de terror mucho más eficaces que el cuerpo nacional de policía. Sugestionados por esas historias, mis amigos y yo desconfiábamos de cualquier adulto que nos merodease. Si un coche aminoraba la marcha y paraba junto a nosotros cuando jugábamos en la acequia, echábamos a correr antes de que nadie se bajara de él. Si el vendedor ambulante de alfombras se hacía el simpático, le tirábamos arena y salíamos disparados. Esos eran los peligros fáciles de prevenir, de los que podíamos alejarnos al sprint, pero había otros mucho más intangibles e imprevisibles. El peor de todos era el de las agujas.

El cuento de terror más popular de 1987 era el sida. En el pueblo había una colonia punk muy notable que se reunía con sus crestas y sus perros en la misma plaza donde las familias tomaban horchata con fartons. No te acerques a ellos, decía mi madre. Los muy pérfidos —se contaba— acudían a pincharse cada noche a la playa y enterraban las jeringuillas en la arena con la aguja hacia arriba. Así, la gente que iba descalza a la mañana siguiente se pinchaba con ellas y se contagiaba. Podíamos huir de los secuestradores de niños, pero ¿cómo esquivar esas trampas? Yo pisaba la arena

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