La prosperidad del mal

Daniel Cohen

Fragmento

03-prosperidad

INTRODUCCIÓN

Lo que en el pasado sucedió en Europa se repite hoy a escala mundial. Millones de campesinos chinos, indios o de otros lugares abandonan el campo y se dirigen a las ciudades: la sociedad industrial sustituye a la sociedad rural. Aparecen nuevas potencias, ayer eran Alemania y Japón, hoy son la India y China. Las rivalidades se recrudecen, sobre todo por el control de las materias primas. Las crisis financieras se repiten como en los peores tiempos de un capitalismo que se creía caduco. No es muy tranquilizador. Al contrario de lo que dicen los partidarios del «choque de civilizaciones», el peligro más importante del siglo XXI no es tanto la confrontación de las culturas o las religiones como una repetición, a nivel planetario, de la historia del propio Occidente.

Europa no ha salido indemne de la revolución industrial. Si hoy día, a pesar de la crisis actual, pensamos que es el continente de la paz y la prosperidad, es a costa de una amnesia colosal de su pasado reciente. Con la barbarie de la II Guerra Mundial, Europa ha puesto fin al corto espacio de tiempo durante el cual, a partir del siglo XVI, fue el epicentro de la historia humana. ¿Quién puede jurar que en la actualidad Asia se librará de ese destino trágico?

A veces nos tranquilizamos pensando que la prosperidad será un factor de paz, que los intercambios comerciales pacificarán las relaciones internacionales. Sin embargo, la I Guerra Mundial estalló en un clima de prosperidad compartida. El triunfo de Alemania fue lo que preocupó a las demás potencias europeas y lo que le dio confianza en sí misma. Una visión retrospectiva hace pensar que paz rima con prosperidad. Pero desgraciadamente, nada permite estar seguro. Las conclusiones de numerosos estudios recientes establecen lo contrario.

Un análisis de Philippe Martin y sus coautores muestra que el comercio mundial no reduce en modo alguno los riesgos de guerras. Según este estudio, el comercio internacional de hecho facilita el que una nación combativa ataque a una potencia rival. En realidad, los intercambios internacionales contribuyen a diversificar sus fuentes de aprovisionamiento durante el conflicto... Ni la riqueza, ni siquiera la educación, vuelven mejor a un hombre que es malo. Como dice Christian Baudelot, más bien le ofrecen nuevas formas de seguir siéndolo. Un estudio muy documentado ha analizado el origen social de los autores de atentados terroristas (definidos como atentados que apuntan a poblaciones civiles con fines políticos). No son ni pobres ni analfabetos. La mayoría posee una titulación superior, varios de ellos son millonarios, como el célebre editor italiano Feltrinelli, muerto en 1972 cuando pretendía dinamitar unos postes eléctricos cerca de Milán.

Estas observaciones van a contracorriente de las intuiciones que fundamentan la mirada de Occidente sobre sí mismo, las de Condorcet o Montesquieu principalmente, para quienes la educación y el comercio suavizan las costumbres y ablandan los corazones. ¿Cómo es posible que Europa, que ha sido la sede de una civilización del «bienestar», haya podido acabar su recorrido en el suicidio colectivo de dos guerras mundiales? ¿Cuáles son los peligros que actualmente recaen sobre el mundo a la hora de occidentalizarse? Preguntas (inquietas) de las que depende el siglo que comienza.

Unas leyes ocultas desde el origen del mundo

Empecemos por el principio. La regla a la que han estado sometidas las sociedades durante mucho tiempo, antes de la era industrial, es sencilla y desesperante. Desde la noche de los tiempos al siglo XVIII, la renta media de los habitantes del planeta se ha quedado estancada. Cada vez que una sociedad empieza a prosperar porque, por ejemplo, descubre una nueva tecnología, se establece un mecanismo inmutable que anula su proyección. El crecimiento económico conlleva el crecimiento demográfico: la riqueza aumenta la natalidad y reduce la mortalidad, la de los niños y la de los adultos. Pero el aumento de la población hace disminuir paulatinamente la renta per cápita. Llega el momento fatal en el que la población tropieza con el hecho de que las tierras disponibles son insuficientes para alimentarse. Los hombres deben morir, de hambre o de enfermedad, hay demasiados. Indefectiblemente, las hambrunas y las epidemias llegan para truncar el desarrollo de las sociedades en vías de crecimiento.

Esta ley, llamada de Malthus, ha hecho correr ríos de tinta, pero al final ha resistido el examen de sus críticos. Gracias a los trabajos de los historiadores de la economía se puede estimar en dólares o en euros actuales la renta que ha predominado a lo largo de los siglos. El nivel de vida de un esclavo romano no es significativamente distinto al de un campesino del Languedoc del siglo XVII o de un obrero de la gran industria de principios del siglo XIX. Está próximo al de los pobres del mundo moderno: aproximadamente un dólar al día. La esperanza de vida da una indicación convergente. Por término medio se mantiene en los 35 años a lo largo de la historia humana, tanto en el caso de los cazadores-recolectores, tal como se observa en la actualidad en las sociedades aborígenes, como en el de los primeros obreros de la industria moderna en los albores del siglo XIX. El examen de los esqueletos muestra también que las condiciones materiales (como las que se estiman por la estatura) apenas debían ser muy distintas en la época de los cazadores-recolectores y a principios del siglo XIX.

La ley de Malthus invalida las categorías habituales del bien y del mal. La vida en Tahití, por ejemplo, es paradisiaca, pero eso gracias a una dosis elevada de infanticidio. Más de dos terceras partes de los recién nacidos eran eliminados inmediatamente ahogándolos, estrangulándolos o rompiéndoles el cuello. En efecto, todo lo que contribuye a incrementar la mortalidad resulta ser bueno puesto que reduce la lucha por las tierras disponibles. Por el contrario, la higiene pública se vuelve contra las sociedades que la respetan. Si el europeo es en promedio más rico que el chino a principios del siglo XVIII, es porque es sucio. Para mayor beneficio suyo el europeo no se lava, en tanto que el chino o el japonés se baña siempre que puede. Los europeos de cualquier clase social no tenían nada que objetar ante el hecho de tener un retrete contiguo a sus viviendas a pesar de los problemas de olor. Los japoneses son en comparación modelos absolutos de limpieza. Las calles se lavan con regularidad, antes de entrar en casa se quitan los zapatos... Eso explica que sean más numerosos y más pobres. Es el reino de la prosperidad del vicio.

En los orígenes de la supremacía europea

No obstante, la humanidad debe a Europa el haber descubierto la piedra filosofal: la posibilidad de un crecimiento continuo, no sólo de la población sino de la renta media de sus habitantes. Este descubrimiento no ha llegado de pronto. Es el fruto de una evolución lenta que se va perfilando entre los siglos XII y XVIII, la que el especialista en temas medievales Jacques Le Goff ha calificado como la «larga Edad Media». El

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