El triunfo de las ciudades

Edward Glaeser

Fragmento

cap-1

adorno

INTRODUCCIÓN

NUESTRA ESPECIE URBANA

Doscientos cuarenta y tres millones de estadounidenses se concentran en el 3 por ciento urbano del país[1]. En Tokio y sus alrededores, el área metropolitana más productiva del mundo, viven treinta y seis millones de personas[2]. En el centro de Bombay residen doce millones de personas, y el tamaño de Shanghái es aproximadamente el mismo[3]. En un planeta que dispone de enormes cantidades de espacio (toda la humanidad cabría en Texas, cada uno de nosotros con su propia vivienda unifamiliar[4]) preferimos las ciudades. Pese a que en la actualidad sea más barato recorrer grandes distancias o trasladarse de las montañas de Ozark a Azerbaiyán, cada vez más gente vive en las grandes áreas metropolitanas. Cada mes acuden a las ciudades de los países en vías de desarrollo cinco millones de personas más, y en 2011 más de la mitad de la población del mundo es urbana[5].

Las ciudades, esas densas aglomeraciones que salpican el planeta, han sido motores de innovación desde los tiempos en que Platón y Sócrates discutían en los mercados atenienses. En las calles de Florencia surgió el Renacimiento, y en las de Birmingham la Revolución Industrial. La gran prosperidad del Londres contemporáneo, de Bangalore y de Tokio se debe a su capacidad de generar nuevas ideas. Recorrer estas ciudades, sea por aceras adoquinadas o por una maraña de callejuelas, alrededor de rotondas o debajo de las autopistas, equivale a estudiar el progreso humano.

En los países más ricos de Occidente, las ciudades han sobrevivido al tumultuoso fin de la era industrial y ahora son más prósperas, más saludables y más atractivas que nunca. En las áreas más pobres del mundo, las ciudades están creciendo a un ritmo enorme porque la densidad urbana ofrece el camino más corto para pasar de la miseria a la prosperidad. A pesar de los avances tecnológicos que han suprimido las distancias, resulta que el mundo no es plano, sino que está pavimentado.

La ciudad ha triunfado. Sin embargo, como muchos sabemos por experiencia, a veces las vías urbanas, pese a estar pavimentadas, parecen conducir al infierno. Puede que la ciudad gane, pero muy a menudo sus ciudadanos pierden. Toda infancia urbana está conformada por una avalancha extraordinaria de personas y de experiencias; algunas, como la sensación de poder que le confiere a un preadolescente viajar solo en metro por primera vez, son deliciosas; otras lo son menos, como presenciar un tiroteo en un entorno urbano por primera vez (una parte inolvidable de mi propia infancia en Nueva York hace treinta y cinco años). Por cada Quinta Avenida, hay un suburbio de Bombay; por cada Sorbona, hay un instituto de Washington D. C., custodiado por detectores de metales.

Es más, para muchos estadounidenses, la segunda mitad del siglo XX —el final de la era industrial— no fue una época de esplendor urbano sino de miseria urbana. De lo bien que asimilemos las lecciones que nos enseñen nuestras ciudades dependerá que nuestra especie prospere en lo que podría llegar a ser una nueva era urbana.

Mi pasión por el mundo urbano comenzó en el Nueva York de Ed Koch, Thurman Munson y Leonard Bernstein. Inspirado por mi infancia metropolitana, me he pasado la vida tratando de entender las ciudades. Esa pasión ha tenido una base en teorías y datos económicos, pero también me ha llevado a recorrer las calles de Moscú, São Paulo y Bombay, así como a investigar la historia de bulliciosas metrópolis y la historia cotidiana de quienes viven y trabajan en ellas.

Me apasiona tanto el estudio de las ciudades porque plantea interrogantes fascinantes, importantes y muchas veces perturbadores. ¿Por qué las personas más ricas y las más pobres del mundo viven tantas veces los unos al lado de los otros? ¿Cómo se deterioran ciudades antes florecientes? ¿Por qué algunas de ellas vuelven dramáticamente al primer plano? ¿Por qué surgen tan rápidamente tantos movimientos artísticos en determinadas ciudades en momentos concretos? ¿Por qué tanta gente inteligente pone en práctica unas políticas municipales tan necias?

No hay mejor lugar para cavilar sobre estas preguntas que la ciudad que muchos consideran como la urbe por antonomasia: Nueva York. Puede que los neoyorquinos tengamos a veces una visión un tanto exagerada de la importancia de nuestra ciudad, pero Nueva York sigue siendo un paradigma urbano y, por tanto, es un lugar apropiado para iniciar nuestro viaje por ciudades de todo el mundo. Su historia recapitula el pasado, el presente y el futuro de nuestros centros urbanos, y proporciona además un trampolín para muchos de los temas que surgirán de las páginas y los lugares que nos aguardan.

Si uno sale a la Calle 47 y la Quinta Avenida un miércoles por la tarde, se verá rodeado por un torrente humano. Algunos se apresuran hacia el norte para acudir a una reunión o se dirigen al sur a tomar una copa. Otros caminan hacia el este para entrar en las grandes cavernas subterráneas de Grand Central Terminal, que tiene más andenes que ninguna otra estación de tren del mundo[6]. Puede que alguna gente esté intentando comprar un anillo de compromiso: al fin y al cabo, la Calle 47 es el principal mercado de piedras preciosas del país[7]. Habrá visitantes que estén mirando hacia arriba (cosa que los neoyorquinos no hacen jamás) mientras van de camino entre un edificio histórico y otro. Si uno imita a los turistas y levanta la vista, verá dos grandes hileras de rascacielos enmarcando ese valle resplandeciente que es la Quinta Avenida.

Hace treinta años, el futuro de la ciudad de Nueva York parecía mucho menos halagüeño. Como casi todas las ciudades más antiguas y más frías, Gotham parecía un dinosaurio. En un mundo que estaba siendo reconstruido en torno al coche, su metro y sus autobuses constituían un arcaísmo. El puerto, otrora gloria de la costa este, estaba inmerso en la irrelevancia. Bajo el gobierno de John Lindsay y Abe Beame, y pese a que los impuestos se contaban entre los más elevados de todo el país, el municipio llegó a estar al borde de la suspensión de pagos[8]. No solo Jerry Ford, sino la historia misma parecía estar diciéndole a Nueva York: «¡Muérete!».

Nueva York (o, dicho con mayor propiedad, Nueva Ámsterdam) fue fundada durante una fase anterior de la globalización, como una lejana avanzadilla de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Era una aldea comercial donde un batiburrillo de aventureros acudía a hacer fortuna cambiando abalorios por pieles. Aquellos colonizadores mercantiles holandeses hicieron piña porque la proximidad facilitaba el intercambio de bienes e ideas y porque tras las murallas protectoras de la ciudad (lo que en la actualidad llamamos Wall Street[9]) estaban a salvo.

En el siglo XVIII, Nueva York superó a Boston y se convirtió en el puerto más importante de las colonias inglesas; su especialidad era el tráfico de trigo y harina con destino al sur para surtir a las colonias azucareras y tabaqueras[10]. Durante la primera mitad del siglo XIX, gracias al auge de los negocios, la población de Nueva York pasó de las 60.000 a las 800.000 personas, y la ciudad se convirtió en el coloso urbano de Estados Unidos[11].

En parte, esa explosión demográfica se debió a cambios en la tecnología de los transportes. A comienzos del siglo XIX, los barcos solían ser pequeños (300 toneladas era algo normal) y, al igual que los aviones más pequeños de hoy en día, eran ideales para las rutas directas, como Liverpool-Charleston o Boston-Glasgow. Entre 1800 y 1850, las mejoras tecnológicas y financieras permitieron la construcción de barcos más grandes, capaces de transportar cargas mayores a mayor velocidad y con menores costes.

Si todos esos veleros gigantes hubiesen tenido que recorrer todos los puntos de la costa estadounidense no se habría podido obtener ningún margen de beneficio. Al igual que los Boeing 747 de hoy, que aterrizan en grandes centros donde los pasajeros suben a aviones más pequeños que les llevan a sus destinos finales, los grandes veleros atracaban en un muelle central y luego trasladaban sus bienes a naves más pequeñas que los entregaban a lo largo de todo el litoral oriental. Debido a su ubicación central, su muelle bien resguardado y protegido y la posibilidad de acceder al río desde el interior, Nueva York era el principal puerto marítimo estadounidense. Cuando Estados Unidos adoptó un sistema radial de distribución, Nueva York se convirtió en su centro natural[12]. La posición de la ciudad se vio reforzada cuando los canales convirtieron a Manhattan en el extremo oriental de un gran arco acuático que atravesaba el Medio Oeste hasta llegar a Nueva Orleans.

El transporte marítimo constituía el ancla económica de la ciudad, aunque lo habitual era que los neoyorquinos trabajaran en las industrias manufactureras (refinerías de azúcar, confección de prendas y edición) que surgieron en torno al puerto[13]. Los fabricantes de azúcar, como la familia Roosevelt, operaban en una gran ciudad portuaria porque las dimensiones urbanas les permitían cubrir el coste de las refinerías grandes y caras y estar lo bastante cerca de los consumidores para que los cristales de azúcar refinados no se fundieran durante un largo trayecto sobre aguas cálidas. También la industria textil debía su concentración en Nueva York a los inmensos cargamentos de algodón y de otros tejidos que pasaban por la ciudad y a la necesidad de prendas confeccionadas que tenían los marineros. Hasta la preeminencia editorial de Nueva York era, en última instancia, consecuencia de la centralidad de la ciudad en las rutas de comercio transatlántico, pues durante el siglo XIX el dinero de verdad se ganaba pirateando copias de novelas inglesas antes que la competencia[14]. Los hermanos Harper se consolidaron como editores cuando derrotaron a sus competidores de Filadelfia imprimiendo el tercer volumen de la novela de Walter Scott Peveril del Pico veintiuna horas después de que llegara a Nueva York por paquebote[15].

En el siglo XX, sin embargo, la muerte de las distancias destruyó las ventajas transporte-coste que habían convertido a Nueva York en un mastodonte industrial[16]. ¿Para qué coser faldas en Hester Street cuando el trabajo es mucho más barato en China? La globalización acarreó una competencia feroz entre empresas y ciudades que fabricaban cualquier cosa que se pudiera transportar fácilmente a través del Pacífico. La decadencia económica de Nueva York a mediados del siglo XX fue consecuencia de la irrelevancia cada vez mayor de sus ventajas decimonónicas.

Pero por supuesto, como puede comprobar cualquiera que salga hoy a la Quinta Avenida, la historia no terminó allí. Nueva York no murió. Los cinco códigos postales que en la actualidad ocupan la milla de Manhattan comprendida entre las Calles 41 y 59 dan empleo a 600.000 trabajadores (más que Nueva Hampshire o Maine), cada uno de los cuales gana de media más de 1.000 dólares, lo que confiere a ese minúsculo territorio una nómina anual mayor que la de Oregón o Nevada[17].

Del mismo modo que la globalización acabó con las ventajas de Nueva York como centro fabril, también multiplicó su superioridad en la producción de ideas. A pesar de que en Nueva York ya no se cosa demasiado, sigue habiendo muchos Calvin Klein y Donna Karan, que idean diseños que suelen fabricarse en la otra punta del planeta. Puede que Honda haya sumido en la tristeza a los Tres Grandes de Detroit, pero los banqueros de Nueva York han ganado sumas inmensas con la gestión de los flujos financieros internacionales. Un mundo más comunicado ha generado enormes beneficios para los empresarios que producen ideas, que ahora dan batidas por todo el planeta en busca de ganancias.

Nueva York se reinventó a sí misma durante la sombría década de 1970, cuando un grupo de innovadores financieros pusieron sus ideas en común. Los conocimientos teóricos sobre compensación entre riesgos y rendimiento facilitaron la evaluación y la venta de activos más arriesgados[18], como los bonos (basura) de alto rendimiento de Michael Milken[19], que a su vez permitieron a Henry Kravis obtener valor de empresas deficitarias mediante adquisiciones apalancadas[20]. Muchos de los grandes innovadores adquirieron sus conocimientos no a través de una formación formal sino estando donde sucedían las cosas, como el magnate de títulos de crédito hipotecario Lewis Ranieri, célebre por su libro de memorias Liar’s Poker, que inició su carrera en la sala de correos de Salomon Brothers[21]. En la actualidad el 40 por ciento de las nóminas de Manhattan procede de la industria de los servicios financieros, que son el baluarte de una ciudad densa y todavía próspera[22]. Y a pesar de que algunos de esos magos de las finanzas contribuyeron a provocar la Gran Recesión, la ciudad que les acogió también ha capeado el temporal. Entre 2009 y 2010, mientras la economía norteamericana se estancaba, en Manhattan los salarios aumentaron en un 11,9 por ciento, más que en ningún otro condado de grandes dimensiones. En 2010, en Manhattan el salario semanal promedio era de 2.404 dólares, un 170 por ciento más que la media estadounidense, y un 45 por ciento más que el salario semanal promedio en el condado de Santa Clara, hogar de Silicon Valley, donde los sueldos son los más altos que se pagan fuera del área metropolitana de Nueva York[23].

El auge y caída de Nueva York nos lleva a la paradoja central de la metrópoli moderna: a medida que el coste de recorrer grandes distancias disminuye, la proximidad se hace cada vez más valiosa. La historia de Nueva York es singular por su grandilocuencia operística, pero los factores clave que impulsaron su espectacular auge, triste decadencia y asombroso renacimiento también se han dado en ciudades como Chicago, Londres y Milán.

En este libro examinaremos con atención lo que convierte a las ciudades en el mayor invento de nuestra especie. También desentrañaremos su accidentada historia, que sigue siendo relevante en la actualidad, porque muchas ciudades de países en vías de desarrollo se enfrentan a los inmensos desafíos que en otros tiempos atormentaron a ciudades como San Francisco, París y Singapur. Y examinaremos los factores, a menudo sorprendentes, que cimentan el éxito de las ciudades de hoy, desde las temperaturas invernales a Internet y un ecologismo desencaminado.

Las ciudades suponen la ausencia de espacio físico entre las personas y las empresas. Representan la proximidad, la densidad de población y la intimidad. Nos permiten trabajar y jugar juntos, y su éxito depende de la demanda de contacto físico. A mediados del siglo XX, comenzó el declive de muchas ciudades, como Nueva York, a medida que las mejoras en los sistemas de transporte redujeron las ventajas de ubicar las fábricas en zonas urbanas muy pobladas. Y durante los últimos treinta años, algunas de esas ciudades se han recuperado, mientras que otras, más recientes, han crecido porque el cambio tecnológico ha incrementado los beneficios del conocimiento, que produce mejor la gente que está en estrecho contacto con otra gente.

Dentro de Estados Unidos, los trabajadores de áreas metropolitanas en las que hay grandes ciudades ganan un 30 por ciento más que los trabajadores que no viven en áreas metropolitanas. Estos elevados salarios se ven contrarrestados por el coste de la vida, más alto, aunque eso no modifique el hecho de que los salarios elevados son un indicador de alta productividad . La única razón por la que las empresas soportan los altos costes laborales e inmobiliarios de ubicarse en una ciudad es que esta ofrece ventajas de productividad que compensan esos costes. Los estadounidenses que viven en áreas metropolitanas con más de un millón de residentes son, de promedio, un 50 por ciento más productivos que los que viven en áreas metropolitanas más pequeñas. Las proporciones son las mismas si tenemos en cuenta los cocientes intelectuales de los trabajadores individuales. La brecha de ingresos entre las áreas metropolitanas y las rurales es igual de grande que en otros países ricos, y aún mayor en los países pobres[24].

En Europa y Norteamérica, las ciudades aceleran la innovación vinculando entre sí a sus habitantes inteligentes, pero en el mundo en vías de desarrollo las ciudades desempeñan un papel todavía más decisivo: son puntos de comunicación entre mercados y culturas. En el siglo XIX, Bombay fue la puerta de entrada del algodón. En el siglo XXI, Bangalore es una puerta de entrada de ideas.

Si a un norteamericano o europeo medio se le hubiera mencionado la India en 1990, lo más probable es que hubiese farfullado incómodamente acerca de la tragedia que representa la pobreza en el Tercer Mundo. En la actualidad, sería más probable que esa persona farfullara incómodamente acerca de la posibilidad de que su empleo sea subcontratado en Bangalore. La India sigue siendo un país pobre, pero está creciendo a un ritmo febril, y Bangalore, la quinta ciudad más grande del país, se cuenta entre las grandes historias de éxito del continente. La riqueza de Bangalore procede no solo de su poderío industrial (pese a que sigue siendo un importante centro de producción textil), sino también de su fuerza como centro productor de ideas[25]. Al concentrar tanto talento en un mismo lugar, Bangalore facilita la asimilación de ese talento tanto por los lugareños como por los forasteros, procedan de Singapur o de Silicon Valley, y también que entren en contacto con el capital humano indio.

Haciéndose eco de los antiurbes de todos los tiempos, Mahatma Gandhi dijo que «la verdadera India no está en sus pocas ciudades, sino en sus setecientas mil aldeas»[26], y que «el desarrollo de la nación depende no de las ciudades, sino de las aldeas»[27]. Aquel gran hombre se equivocaba; el desarrollo de la India depende casi por completo de sus ciudades. En todos los países se da una correlación casi perfecta entre urbanización y prosperidad[28]. A medida que la proporción de población urbana de una nación aumenta en un 10 por ciento, el rendimiento per cápita aumenta en una media del 30 por ciento[29]. Los ingresos per cápita son casi cuatro veces más altos en los países donde la mayoría de la población vive en ciudades que en aquellos donde la mayoría de la población vive en áreas rurales.

Existe el mito de que a pesar de que las ciudades aumentan la prosperidad, no por ello dejan de ser deprimentes. Sin embargo, en los países más urbanizados la gente dice ser más feliz. En los países donde más de la mitad de la población es urbana, el 30 por ciento de la gente dice ser muy feliz y el 17 por ciento que no lo es demasiado o que no lo es en absoluto. En los países donde más de la mitad de la población es rural, el 25 por ciento de la gente dice ser muy feliz y el 22 por ciento que no lo es. En todos los países, la satisfacción existencial aumenta en proporción al porcentaje de población que vive en ciudades, incluso teniendo en cuenta los ingresos y el nivel educativo del país.

Así, ciudades como Bombay, Calcuta y Bangalore no solo estimulan la economía india, sino también su estado de ánimo. Y desde luego no son ciudades «antiindias», del mismo modo que Nueva York no es antiamericana. Esas ciudades son, desde muchos puntos de vista, los lugares donde se expresa de forma más plena el genio de su país.

La capacidad urbana para fomentar la brillantez cooperativa no es nueva. Durante siglos, las innovaciones se difundieron de una persona a otra en calles urbanas abarrotadas. Cuando Brunelleschi descubrió la geometría de la perspectiva lineal durante el Renacimiento florentino, desencadenó una explosión de genio artístico[30]. Transmitió sus conocimientos a su amigo Donatello, que incorporó la perspectiva lineal a los bajorrelieves. Su común amigo Masaccio introdujo la innovación en pintura. Las innovaciones artísticas de Florencia fueron gloriosos efectos secundarios de la concentración urbana. La riqueza de la ciudad procedía de actividades más prosaicas: la banca y las manufacturas textiles. En la actualidad, sin embargo, Bangalore, Nueva York y Londres dependen todas de su capacidad de innovación. La difusión del conocimiento de ingeniero a ingeniero, de comerciante a comerciante, es igual que el vuelo de las ideas de un pintor a otro, y hace mucho que la densidad urbana constituye un elemento central de ese proceso.

La vitalidad de Nueva York y de Bangalore no significa que todas las ciudades triunfen. En 1950, Detroit era la quinta ciudad más grande de Estados Unidos y tenía 1,85 millones de habitantes. En 2008, tenía 777.000, menos de la mitad de esa cifra, y seguía perdiendo población a un ritmo constante. Ocho de las diez ciudades norteamericanas más grandes en 1950 han perdido al menos una quinta parte de su población desde entonces[31]. El fracaso de Detroit y de tantas otras ciudades industriales no se puede achacar a las ciudades en general, sino más bien a la esterilidad de aquellas ciudades que perdieron el contacto con los ingredientes esenciales de la reinvención urbana.

Las ciudades prosperan cuando en ellas abundan las pequeñas empresas y los ciudadanos con formación. En otro tiempo, Detroit era una colmena llena de pequeños inventores relacionados entre sí. Henry Ford fue uno más entre muchos empresarios de talento. Sin embargo, el insólito éxito de la gran idea de Ford destruyó la ciudad antigua, que era más innovadora. En el siglo XX, la expansión de Detroit atrajo a cientos de miles de trabajadores menos cualificados a inmensas fábricas que se convirtieron en fortalezas separadas de la ciudad y del mundo. Mientras que la diversidad industrial, la capacidad empresarial y la educación conducen a la innovación, el modelo Detroit condujo a la decadencia urbana. La era de la ciudad industrial ha terminado, al menos en Occidente.

Muchos funcionarios de ciudades atribuladas creen erróneamente que pueden devolver a su ciudad a su antiguo esplendor mediante proyectos masivos de construcción, nuevos estadios o sistemas de tren ligero, centros de convenciones o complejos de viviendas. Con muy pocas excepciones, ninguna política pública puede frenar el maremoto del cambio urbano. No debemos olvidarnos de las necesidades de los pobres que viven en el «cinturón de óxido», pero las políticas públicas tienen que ayudar a los pobres, no a las ciudades pobres.

Los inmuebles nuevos y resplandecientes pueden disimular la decadencia de una ciudad, pero no pueden resolver los problemas subyacentes. El rasgo distintivo de las ciudades en declive es que tienen demasiadas viviendas e infraestructuras en relación con la pujanza de sus economías. Con tanta oferta de viviendas y tan poca demanda, no tiene ningún sentido utilizar dinero público para construir más. La insensatez de la renovación urbana basada en los proyectos de construcción nos recuerda que las ciudades no están constituidas por edificios, sino por personas.

Tras el huracán Katrina, los constructores quisieron invertir miles de millones de dólares en reconstruir Nueva Orleans, pero si a la población de esa ciudad se le hubiera entregado 200.000 millones de dólares[32] cada uno de ellos habría recibido 400.000 dólares para pagarse una mudanza o unos estudios o una vivienda mejor en otra parte. Incluso antes de la inundación, Nueva Orleans había cuidado mediocremente de sus pobres. ¿Realmente tenía sentido gastar miles de millones de dólares en la infraestructura de la ciudad, cuando ese dinero hacía tanta falta para ayudar a educar a los niños de Nueva Orleans? La grandeza de Nueva Orleans siempre ha procedido de su pueblo, no de sus edificios. ¿No habría sido más sensato preguntarse cómo podría haberse utilizado el gasto público para hacer todo lo posible por las víctimas del huracán, incluso si estas se hubieran marchado a vivir a otra parte?

En última instancia, la tarea de un gobierno municipal no es financiar edificios ni vías férreas incapaces de sufragar sus propios costes, sino cuidar de los habitantes de su ciudad. Un alcalde capaz de educar a los niños de una ciudad para que puedan tener oportunidades en la otra punta del planeta está triunfando aunque su ciudad disminuya de tamaño.

Pese a que la pobreza sin límites de Detroit y de ciudades parecidas pone claramente de manifiesto la penuria urbana, no toda pobreza urbana es mala. Es fácil imaginar por qué alguien que visite un barrio bajo de Calcuta podría compartir el punto de vista de Gandhi y poner en duda que urbanizar masivamente sea inteligente, pero la pobreza urbana tiene muchas cosas buenas. Las ciudades no empobrecen a la gente, sino que atraen a los pobres. El influjo de gente menos afortunada que reciben las ciudades, ya se trate de Río de Janeiro o de Róterdam, es una prueba de las virtudes de las ciudades, no de sus defectos.

Las construcciones urbanas pueden durar siglos, pero las poblaciones urbanas son fluidas. Más de una cuarta parte de los habitantes de Manhattan no vivía allí hace cinco años[33]. Los pobres acuden constantemente a Nueva York, a São Paulo y a Bombay en busca de algo mejor, y ese es un hecho de la vida urbana que habría que celebrar.

La pobreza urbana no debería compararse con la riqueza urbana sino con la pobreza rural. Puede que las favelas de Río de Janeiro resulten terribles en comparación con un próspero barrio residencial de Chicago, pero los niveles de pobreza de Río de Janeiro son mucho más bajos que los del nordeste rural brasileño[34]. Los pobres no tienen forma de enriquecerse con rapidez, pero pueden elegir entre las ciudades y el campo, y muchos de ellos, de forma muy sensata, eligen las ciudades.

El flujo de ricos y pobres a las ciudades dinamiza las áreas urbanas, pero es difícil no reparar en los costes de concentrar la miseria. La proximidad facilita el intercambio de ideas y bienes pero también el intercambio de bacterias y el robo de bolsos. Todas las ciudades antiguas del mundo sufrieron los grandes azotes de la vida urbana: la enfermedad, el delito y el hacinamiento. Y la lucha contra estos males nunca se ha ganado aceptando pasivamente el statu quo o fiándolo todo ciegamente al mercado libre. A comienzos del siglo XX las ciudades estadounidenses se hicieron mucho más saludables porque gastaban lo mismo en agua que el gobierno federal en todo menos el ejército y el servicio de correos[35]. Los grandes pasos adelante que dieron las ciudades estadounidenses y europeas seguramente se repetirán en las ciudades de los países en vías de desarrollo en el siglo XXI, y eso hará que el mundo sea todavía más urbano. En la actualidad, la ciudad de Nueva York, donde se esperaba que los muchachos nacidos en 1901 vivieran siete años menos que sus homólogos estadounidenses del campo, es mucho más saludable que el país en su conjunto[36].

Las victorias urbanas sobre el delito y la enfermedad permitieron a las ciudades prosperar no solo como centros productivos, sino también como centros de placer. La magnitud urbana hace posible soportar los gastos fijos de teatros, museos y restaurantes. Los museos requieren grandes y costosas exposiciones, así como instalaciones atractivas y a menudo prohibitivas; los teatros necesitan escenarios, iluminación, equipos de sonido y muchos ensayos. En las ciudades, estos gastos fijos son asequibles porque se reparten entre miles de visitantes y aficionados.

A lo largo de la historia, la mayoría de las personas fueron demasiado pobres para permitir que sus gustos en materia de entretenimiento determinaran su lugar de residencia, y mal podía considerarse a las ciudades como zonas de placer. Y no obstante, a medida que la gente se ha vuelto más rica, cada vez ha tendido a elegir más las ciudades en función de su estilo de vida: así nació la ciudad del consumo.

Durante gran parte del siglo XX, el auge de las ciudades de consumo, como Los Ángeles, parecía ser una fuerza ominosa más que llamaba a las puertas de los Londres y Nueva Yorks de este mundo. Y no obstante, a medida que las ciudades más antiguas se han hecho más seguras y más saludables, también ellas se han revigorizado como lugares de consumo gracias a restaurantes, teatros, clubes de la comedia, bares y los placeres de la proximidad. Durante los últimos treinta años, Londres, San Francisco y París han vivido un gran auge, en parte porque cada vez más la gente las considera lugares divertidos en los que vivir. Estas metrópolis ofrecen lujos prohibitivos, como las comidas de tres estrellas que recoge la Guía Michelin, pero también placeres más asequibles, como tomar un café mientras se admira el puente del Golden Gate o el Arco del Triunfo, o beberse un real ale en un pub de paneles de madera. Las ciudades nos permiten hacer amigos con intereses comunes, y la desproporcionada población soltera de las ciudades densamente pobladas constituye un mercado matrimonial que facilita la tarea de encontrar pareja. Hoy en día, las ciudades que tienen éxito, nuevas o antiguas, atraen a los empresarios emprendedores, en parte, porque son parques temáticos urbanos.

Quizá el auge del reverse commuting, o los recorridos inversos al trabajo, sea la consecuencia más llamativa de las ciudades de consumo que triunfan. En la oscura década de 1970, había muy poca gente dispuesta a vivir en Manhattan si no trabajaba allí. Hoy miles de personas han elegido vivir ahí y salir a trabajar fuera. Los millonarios de Oriente Medio no son los únicos que compran segundas residencias en Londres y Nueva York, y también Miami se ha beneficiado de vender apartamentos a los ricos de Hispanoamérica.

Una demanda robusta, creada por la vitalidad económica y los placeres urbanos, ayuda a explicar por qué los precios de las ciudades atractivas han subido de forma tan regular, aunque la oferta de espacio también sea importante. Nueva York, Londres y París han restringido cada vez más las nuevas actividades constructoras, y eso las ha convertido en ciudades menos asequibles.

Muchas de las ideas recogidas en este libro están inspiradas en la sabiduría de la gran urbanista Jane Jacobs, que sabía que para ver el alma de una ciudad había que recorrer sus calles. Jacobs comprendía que la gente que hace que una ciudad sea creativa necesita inmuebles asequibles, pero también cometió errores por depender demasiado de esa perspectiva a pie de calle y no utilizar herramientas conceptuales que ayudan a considerar detenidamente el sistema en su conjunto.

Dado que era consciente de que los edificios más antiguos y más bajos eran más baratos, creyó incorrectamente que restringir la altura y conservar los barrios antiguos garantizaría que las viviendas fueran asequibles[37]. No es así como funciona la oferta y la demanda. Cuando la demanda de una ciudad aumenta, a menos que se construyan más viviendas, los precios también aumentarán. Cuando las ciudades limitan la construcción de nuevas viviendas se vuelven más caras.

La conservación no siempre es un error —en nuestras ciudades hay muchas cosas que vale la pena conservar— pero siempre tiene un precio. Piensen en la ordenada belleza de París. Sus encantadores y pulcros bulevares son rectos y anchos, y están flanqueados por elegantes edificios decimonónicos. Podemos disfrutar de los grandes monumentos de París porque no están tapados por edificios cercanos, ya que en París cualquier proyecto de construcción tiene que pasar primero por un proceso bizantino que antepone la conservación a todo lo demás[38]. Las restricciones sobre nuevas construcciones han asegurado que ahora París, en otro tiempo célebre por su hospitalidad para con los artistas famélicos, solo sea asequible para los ricos.

Como París, Londres está muy ligada a sus edificios decimonónicos. El mismo príncipe de Gales adoptó una postura muy contraria a los altos edificios modernistas que pudieran comprometer una sola vista de la catedral de San Pablo[39]. Y los británicos parecen haber contagiado su antipatía a las alturas a la India, donde los límites a la construcción están menos justificados y son más dañinos.

Bombay ha tenido algunas de las restricciones en el empleo de terrenos más extremas de los países en vías de desarrollo; durante gran parte de su historia reciente, los edificios nuevos en el centro de la ciudad debían tener una media de menos de una planta y un tercio de altura[40]. ¡Qué locura! En su núcleo urbano este bullicioso centro de la India impone unos niveles de densidad de población propios de los suburbios. Esta conducta autodestructiva prácticamente garantiza que los precios sean demasiado altos y los pisos demasiado pequeños, por no hablar de la congestión vial, la dispersión urbana, los barrios bajos y la corrupción. Pese a que su economía es todavía más dinámica que la de Bombay, Shanghái sigue siendo una ciudad mucho más asequible porque la oferta ha crecido al mismo ritmo que la demanda[41]. Al igual que otros autócratas partidarios del desarrollo, de Nabucodonosor a Napoleón III, los dirigentes chinos son aficionados a construir.

A comienzos del siglo XX, visionarios como Fritz Lang imaginaron un mundo poblado por ciudades cada vez más verticales cuyas calles se verían ensombrecidas por las siluetas de torres inmensas. Brillantes arquitectos como William van Alen diseñaron grandes rascacielos como el edificio Chrysler, y otros, como Le Corbusier, planificaron un mundo edificado a unas alturas asombrosas. Ahora bien, la Norteamérica urbana del siglo XX no perteneció al rascacielos, sino al automóvil.

Las tecnologías del transporte siempre han determinado la forma de las ciudades. Las calles de ciudades peatonales como Florencia o el casco viejo de Jerusalén son estrechas y sinuosas, y están repletas de tiendas. En los tiempos en los que la gente tenía que utilizar las piernas para desplazarse, se procuraba estar tan cerca como fuera posible del resto de la gente y de las vías acuáticas que ofrecían la forma más rápida de entrar en la ciudad o salir de ella. Las zonas construidas alrededor de trenes y pasos elevados, como el centro de Manhattan y el loop de Chicago, tienen calles más anchas y muchas veces organizadas en retícula. Sigue habiendo tiendas en la calle, pero la mayor parte del espacio de oficinas se encuentra a una distancia mucho mayor del suelo. Las ciudades construidas alrededor del automóvil, como gran parte de Los Ángeles, Phoenix y Houston, tienen enormes carreteras ligeramente curvas y muchas veces carecen de aceras. En esos lugares, las tiendas y los peatones se retiran de las calles y se refugian en centros comerciales. Mientras que las ciudades antiguas suelen tener un centro evidente, determinado por un antiguo puerto o una estación de ferrocarril, las ciudades automovilísticas no. Se limitan a extenderse hacia el horizonte en un proceso de desarrollo urbano descontrolado indiferenciado.

Ciudades como Atlanta y Houston nos recuerdan que hay lugares intermedios entre la hiperdensidad de Hong Kong y el Saskatchewan rural. Vivir y trabajar en Silicon Valley ofrece mucha proximidad, al menos para la gente que trabaja en la industria informática. La amenaza que estas urbes representan para las ciudades tradicionales se debe a que carecen de algunas de las antiguas ventajas de la accesibilidad urbana, además de terrenos abundantes y la posibilidad de ir en coche a todas partes.

Si bien el auge de la vida en torno al automóvil fue negativo para muchas ciudades antiguas, no lo fue para todo el mundo. Condenar los barrios residenciales periféricos es un pasatiempo intelectual muy popular, pero la gente que se marchó a vivir allí no era idiota. Los amigos de las ciudades harían bien en aprender algo de la dispersión urbana del Sunbelt en lugar de denigrar irreflexivamente a sus habitantes.

Las dos grandes ventajas de la vida centrada en torno al automóvil son la velocidad y el espacio. En Estados Unidos el trayecto medio entre trabajo y hogar en transporte público dura cuarenta y ocho minutos; en coche el mismo trayecto dura veinticuatro minutos[42]. El automóvil hace viable la existencia de viviendas producidas en masa, con una densidad de población moderada, que ofrece a los estadounidenses corrientes un estilo de vida extraordinariamente opulento en comparación con el del mundo en su conjunto.

Sin embargo, reconocer las ventajas de la dispersión urbana no significa que esta sea buena ni que las políticas estadounidenses que la fomentan sean inteligentes. Los costes medioambientales de la dispersión urbana deberían animar a los gobiernos a poner freno a la vida centrada en torno al automóvil, pero las políticas municipales estadounidenses empujan a la gente hacia los márgenes de las ciudades. El espíritu de Thomas Jefferson, al que no le gustaban las ciudades más que a Gandhi, perdura en las políticas que subvencionan la propiedad de las viviendas y la construcción de autopistas, y anima implícitamente a los estadounidenses a abandonar las ciudades.

Uno de los problemas de las políticas que subvencionan la dispersión urbana es que la vida centrada en torno al automóvil impone costes medioambientales a todo el planeta. El santo patrón del ecologismo estadounidense, Henry David Thoreau, fue otro antiurbe. En Walden Pond se volvió tan «repentinamente sensible a la dulce y benévola compañía de la naturaleza», que las «imaginarias ventajas de la vecindad humana» se tornaron «insignificantes»[43]. Lewis Mumford, distinguido crítico de la arquitectura e historiador urbano, alabó el «marco como de parque»[44] de los barrios periféricos y denigró el «deterioro del medio ambiente»[45] provocado por las ciudades.

En la actualidad sabemos que los ecologistas partidarios de la vida en las afueras se equivocaban. Manhattan, el centro de Londres y Shanghái son los verdaderos amigos del medio ambiente, no las zonas periféricas. Los amantes de la naturaleza que viven rodeados de árboles y hierba consumen mucha más energía que sus homólogos urbanos, como yo mismo tuve la desagradable oportunidad de descubrir cuando, después de treinta y siete años de existencia casi completamente urbana, cometí la imprudencia de probar la vida en las afueras.

Si equiparásemos el impacto medioambiental que deja la vivienda residencial media con la huella de una bota de senderismo del 49, el impacto medioambiental de un piso de Nueva York sería como la huella de un zapato de tacón de aguja Jimmy Choo del 37. Las ciudades tradicionales liberan menos emisiones de carbono porque en ellas no hace falta recorrer grandes distancias en coche. Menos de una tercera parte de los neoyorquinos acuden al trabajo en coche, frente al 86 por ciento de los estadounidenses que viven en barrios residenciales[46]. El 29 por ciento de los usuarios de transporte público de todo el país se concentra en los cinco distritos neoyorquinos. El consumo de gasolina de Gotham es, por un amplio margen, el más reducido per cápita de todas las áreas metropolitanas de Estados Unidos. Los datos del departamento de energía confirman que el estado de Nueva York está situado en penúltimo lugar en el consumo de energía per cápita a escala de todo el país, y en gran medida eso es consecuencia del uso de los transportes públicos en la ciudad de Nueva York.

Hay pocos eslóganes tan tontos como el mantra ecologista «Piensa de forma global y actúa de forma local». El ecologismo de calidad requiere una perspectiva mundial y una acción global, no la perspectiva estrecha de un solo barrio que trata de mantener fuera a las constructoras. Tenemos que reconocer que si tratamos de lograr que un barrio sea más verde impidiendo que se levanten nuevos edificios, es muy fácil que logremos que el mundo sea más marrón al impulsar al desarrollo a emigrar hacia zonas mucho más agresivas con el medio ambiente. Puede que los ecologistas de las costas de California hayan convertido a su región en un lugar más agradable, pero están perjudicando al medio ambiente al desviar los nuevos proyectos de construcción de las afueras de Berkeley, que tiene un clima templado y acceso fácil al transporte público, hacia los alrededores de Las Vegas, donde todo son coches y aire acondicionado. En el mundo en vías de desarrollo es mucho lo que está en juego, pues allí las pautas urbanas están mucho menos fijadas y el número de personas afectadas es mucho mayor. En la actualidad, la mayoría de los indios y los chinos siguen siendo demasiado pobres para poder permitirse un estilo de vida centrado en torno al automóvil. Las emisiones de carbono procedentes del consumo de energía en las áreas metropolitanas más verdes de Norteamérica siguen siendo diez veces superiores a las emisiones de carbono de un área metropolitana china media[47].

Pero a medida que la India y China se enriquezcan más, sus pueblos se enfrentarán a una opción que podría tener efectos desastrosos sobre nuestras vidas. ¿Seguirán los pasos de Estados Unidos y tenderán a las zonas residenciales centradas en torno al automóvil u optarán por quedarse en entornos urbanos mucho más respetuosos con el medio ambiente? Si tanto en China como en la India las emisiones de carbono per cápita llegan a los niveles de Estados Unidos, estas aumentarán globalmente en un 139 por ciento. Si sus emisiones no superan el nivel de Francia, entonces las emisiones globales solo aumentarán en un 30 por ciento[48]. Las pautas de conducción y urbanización de estos países podrían muy bien ser las cuestiones medioambientales de mayor trascendencia del siglo XXI.

En efecto, el motivo más importante para que Europa y Estados Unidos pongan en orden sus propios asuntos ecológicos es que sin reformas será extremadamente difícil convencer a la India y a China para que empleen menos carbono. El ecologismo inteligente supone construir edificios en lugares donde causen el menor impacto ecológico. Eso significa que debemos ser más tolerantes en lo que se refiere a derribar edificios de poca altura en las ciudades para poder construir edificios altos en su lugar, y más intolerantes con los activistas que se oponen al crecimiento urbano que reduce las emisiones. Los gobiernos deberían animar a la gente a vivir en aguileras urbanas de tamaño moderado en lugar de sobornar a los compradores de viviendas para que se instalen en enormes McMansiones periféricas. Si las ideas son la divisa de nuestra época, entonces lo que decidirá nuestro destino colectivo será la construcción de viviendas adecuadas para esas ideas.

La verdad central que hay detrás del éxito de la civilización y el motivo primordial por el que existen las ciudades es la fuerza que emana de la colaboración humana. Para entender nuestras ciudades y comprender qué hacer con ellas, tenemos que aferrarnos a esas verdades y desprendernos de mitos nocivos. Tenemos que deshacernos del punto de vista según el cual ser ecológico significa vivir entre árboles y que los habitantes de las urbes siempre han de luchar para conservar el pasado físico de una ciudad. Tenemos que dejar de idolatrar la propiedad de la vivienda, que favorece las viviendas en serie a expensas de las torres de apartamentos, y tenemos que dejar de idealizar las aldeas rurales. Deberíamos descartar el punto de vista simplista según el cual unas mejores comunicaciones de largo recorrido reducirán nuestro deseo de estar cerca los unos de los otros. Para empezar, hemos de liberarnos de nuestra tendencia a ver en las ciudades ante todo sus edificios, y recordar que la ciudad verdadera está hecha de carne, no de hormigón.

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CAPÍTULO 1

¿QUÉ FABRICAN EN BANGALORE?

Dentro del parque empresarial de Bangalore, que lleva el nombre, muy acertado, de Global Village, está el campus de MindTree, rodeado por altos setos de árboles y arbustos. Del otro lado de esa frondosa barrera las calles rebosan de vendedores ambulantes, motocarros y la energía de la caótica vida urbana. Tras ella brotan elegantes edificios rodeados de cuidados jardines, y se respira una sensación de paz entre palmeras, vidrio y piedra gris. MindTree es una de las muchas empresas de tecnología de la información triunfadoras de Bangalore. Subroto Bagchi, que recorre el campus vestido con inmaculadas zapatillas de deporte de color marfil y un polo, es uno de sus cofundadores. Bagchi tiene aspecto de magnate de Silicon Valley, habla como un gurú de la administración de empresas, y parece encontrarse igualmente a sus anchas entre inversores de Singapur, ingenieros de software de las regiones más pobres de la India o hasta con un profesor de Harvard poco dotado para la interacción social.

La mentalidad abierta de Bagchi se refleja en la planta abierta del complejo de su empresa, que anima a sus empleados a mezclarse unos con otros. Toda la plantilla se reúne en el tejado para la comida de bufé y para contemplar la extensión de una de las ciudades más productivas de Asia. Las nuevas empresas más pequeñas de la ciudad están ubicadas en espacios menos impolutos, a veces en pisos abarrotados en viejos edificios de vecindarios hacinados. En esos entornos menos formales, se ve un ordenador aquí, otro allá, y a veces un colchón en una esquina para los que se quedan trabajando hasta tarde. Pero por muy distinto que sea el espacio de oficina, las nuevas empresas con poco dinero y las empresas informáticas consagradas comparten la misma asombrosa energía y la misma voluntad de vender sus productos en todo el mundo.

Las pobres carreteras y la débil red eléctrica de la India complican la existencia a las grandes empresas industriales, y eso explica por qué el país parece haber brincado directamente de la agricultura a las tecnologías de la información. Todo aquel que construya una gran fábrica y emplee a trabajadores no cualificados tiene que lidiar con los poderosos sindicatos indios[1]. El negocio de las tecnologías de la información padece menos por esta clase de limitaciones. En el mundo de la informática los sindicatos escasean, las ideas no necesitan carreteras para pasar de un continente a otro y cualquier empresa de Internet consolidada puede costearse un generador de apoyo.

Hoy en día, en la India rural se sigue pasando mucha hambre, pero el empresario de software se ha sumado al campesino famélico y al brahmán con conciencia de casta en la lista de estereotipos indios. Ruban Phukan es uno de los empresarios de Internet de Bangalore, y su trayectoria ilustra cómo Bangalore educa y alienta a las personas jóvenes con talento. Se crió en Guwahati, en la India oriental, lejos de Bangalore, y luego estudió en el Colegio Regional de Ingeniería de Karnataka. En 2001, se convirtió en el empleado número quince de Yahoo! en Bangalore, donde estudió los motores de búsqueda de la competencia. En Yahoo! conoció a un socio y gracias a las acciones de Yahoo! obtuvo suficiente liquidez como para convertirse en empresario.

En 2005 fundó www.bixee.com (que debería pronunciarse como big sea), un motor de búsqueda de empleo indio que reúne información de distintos sitios web como monster.com. Phukan y su socio diseñaron su software con poquísimo dinero, después se lo vendieron a MIH Holdings por una suma considerable (para Bangalore)[2]. Según una agencia de ranking, en 2010 Bixee tuvo más de 100.000 visitantes cada día. En MIH, Phukan trabajó para desarrollar ibibo.com, un sitio de redes sociales y de video-sharing que permite a la gente exhibir su talento y a los productores de Bollywood mostrar sus películas[3]. Desde entonces ha dejado MIH para dedicarse a desarrollar nuevo software de medios sociales[4].

En el siglo XIX, ciudades como Buenos Aires y Chicago hicieron de conducto para la carne de vacuno y trigo entre distintos continentes. En la actualidad, Bangalore es un punto de transmisión de ideas, un centro de instrucción urbano en el que las empresas privadas forman a miles de jóvenes indios como Phukan. Las nuevas tecnologías han facilitado la comunicación entre la sede de Yahoo! en Silicon Valley y una filial de Bangalore, pero el hecho de que las comunicaciones internacionales se hayan vuelto más sencillas no ha tumbado a la India. La globalización ha conducido a que algunas ciudades, como Bangalore, se hicieran mucho más importantes y tuvieran mucho más éxito que otras. Si se hubiera quedado en Guwahati, Phukan jamás habría podido convertirse en empresario de software.

PUERTOS DE ENTRADA INTELECTUAL: ATENAS

Más de 2.500 años antes de que Ruban Phukan comenzase a trabajar para Yahoo! en Bangalore, las ciudades ya eran puentes entre culturas. Los puertos del río de la Perla, las ciudades de la Ruta de la Seda y otros antiquísimos puertos francos imperiales animaron a los viajeros de todo el mundo a encontrarse e intercambiar ideas. La gran danza de las civilizaciones, que permitió que el conocimiento viajara de Oriente a Occidente, se produjo en gran medida en las ciudades. Bangalore no es sino el local más reciente donde se celebra esa danza ancestral.

Atenas no era precisamente el centro intelectual del mundo en el siglo VI a. C. [5]. Los pensadores griegos más estimulantes vivían en Asia Menor, en los confines de la diáspora griega, donde aprendieron de las civilizaciones más antiguas del Próximo Oriente[6]. En Mileto, un puerto lanero de Turquía Occidental, apareció el primer filósofo, Tales[7], y el padre del urbanismo europeo, Hipódamo, cuyos planes, casi de retícula, sirvieron de modelo a los romanos y a un sinfín de otras ciudades desde entonces[8].

Atenas creció gracias al comercio de vino, aceite de oliva, especias y papiro[9]. La ciudad asentó su poder encabezando la resistencia griega ante las invasiones persas, que ya habían devastado urbes como Mileto[10]. Del mismo modo en que los escritores y artistas de una Europa devastada por la guerra se vieron atraídos por la opulenta y bulliciosa ciudad de Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, la Atenas del siglo V a. C. atrajo a las mentes más brillantes de una Asia Menor devastada por la guerra[11]. Hipódamo vino de Mileto a diseñar el puerto de la ciudad[12]. Otros vinieron a dar clases particulares a los atenienses acaudalados. La primera generación de eruditos atenienses influyó después sobre sus amigos y discípulos, como Pericles y Sócrates. Este ideó sus propias innovaciones e instruyó a Platón, que a su vez instruyó a Aristóteles.

Esa extraordinaria época no solo presenció el nacimiento de la filosofía occidental, sino también del teatro y de la historia, a medida que artistas y estudiosos de todo el mundo mediterráneo convergían en un mismo punto, que les proporcionó proximidad y libertad para compartir sus ideas[13]. Atenas floreció debido a pequeños y aleatorios acontecimientos que luego se multiplicaron por medio de la interacción urbana. Una persona inteligente conocía a otra y así saltaba la chispa de una nueva idea. Esa idea inspiraba a otra persona, y de repente había sucedido algo verdaderamente importante. La causa última del éxito de Atenas puede parecer misteriosa, pero el proceso es diáfano. Las ideas se comunican de una persona a otra en el seno de densos espacios urbanos, y a veces esos intercambios engendran prodigios de creatividad humana.

El saber griego se conservó y se desarrolló durante casi un milenio en los centros del mundo clásico, como Alejandría, Roma y Milán, así como en las ciudades de Persia y el norte de la India, donde los sucesores de Alejandro Magno establecieron las monarquías helenísticas. Las ciudades romanas de Europa Occidental —Londres, Marsella, Tréveris, Tarragona— eran maravillas de la época y llevaron la civilización a lugares antes salvajes. La ingeniería romana hizo viables las ciudades al cubrir una de las grandes necesidades urbanas: agua limpia.

Sin embargo, aunque el Imperio Romano duró mucho (mucho más que el Imperio Británico o, de momento, que la república estadounidense), acabó sucumbiendo a la decadencia y a una oleada de invasiones externas. En el siglo V, todavía parecía posible que los bárbaros que conquistaron Roma dejasen intactas sus áreas urbanas. Muchos de ellos, como Teodorico, eran conscientes de las ventajas de ciudades como Rávena[14]. Sin embargo, pese a que los godos, hunos, vándalos y burgundios fueron lo suficientemente poderosos como para destruir el Imperio Romano, no fueron lo bastante poderosos como para mantener y proteger sus carreteras y sus infraestructuras, y sin redes de transporte que funcionen bien para que circulen por ellas el agua y los alimentos las ciudades mueren de inanición[15].

El mundo urbano del Imperio Romano, que tanta cultura y tecnología había producido, dio paso al estancamiento rural. A medida que las ciudades desaparecían, el conocimiento retrocedía. Las ciudades romanas apreciaban el saber, mientras que el mundo de los guerreros y campesinos rurales valoraba más un brazo fuerte que una mente formada. En el apogeo del poderío romano, Europa se encontraba en la frontera tecnológica del mundo, como digno competidor de las sociedades avanzadas de China y la India. En los siglos posteriores a la caída de Roma, no habría sido posible defender de ninguna manera la eminencia europea. Durante el siglo VIII, Carlomagno, el amo de Europa, entró en contacto con Harún al-Rashid, califa del mundo islámico. El monarca franco era un señor de la guerra semianalfabeto, mientras que su homólogo árabe era el supremo señor, fino y cortés, representante de una civilización sofisticada[16]. En las grandes metrópolis de Asia, la proximidad urbana impulsaba a la humanidad hacia delante mientras la Europa rural permanecía estancada.

Hace mil años, en Europa solo había cuatro ciudades de más de 50.000 habitantes, y una de ellas era Constantinopla, último vestigio del poderío romano[17]. Las otras tres (Sevilla, Palermo y Córdoba) eran musulmanas[18]. Los califatos islámicos, que se extendían de Persia a Portugal, crearon una red comercial que intercambiaba bienes e ideas a lo largo de enormes distancias, y bajo la protección de poderosos emires y califas surgieron grandes ciudades[19]. Bajo sus auspicios, comenzó hace 1.200 años un renacimiento, no en Italia, sino en las ciudades árabes. Allí los eruditos islámicos asimilaron el conocimiento griego, indio y hasta chino. Con el tiempo, esas ciudades transmitieron sus conocimientos a Occidente.

LA CASA DE LA SABIDURÍA DE BAGDAD

Tanto en la Atenas del siglo V como en el Nueva York del siglo XX, los pensadores independientes innovaban mediante la competencia y la colaboración en un mercado libre de ideas. Sin embargo, en el mundo islámico, los gobernantes creaban vínculos intelectuales por decreto imperial. Los califas abasíes establecieron su capital en Bagdad, a unos ochenta kilómetros al norte de la antigua Babilonia, y quisieron adornar la nueva ciudad con maravillas físicas y humanas[20]. Coleccionaban eruditos como si se tratara de joyas valiosas y acabaron reuniendo aquellas mentes en la Casa de la Sabiduría, una especie de instituto de investigación cuya primera tarea era importar el conocimiento universal y traducirlo al árabe[21]. Allí los eruditos tradujeron, entre otras muchas obras, los Aforismos de Hipócrates, la República de Platón, la Física de Aristóteles, el Antiguo Testamento y el Sindhind, un compendio del saber matemático hindú[22]. A comienzos del siglo IX, Al-Khwarizmi se inspiró en el Sindhind para fundar el álgebra, al que dio nombre[23]. Al-Khwarizmi también introdujo las cifras indias en el mundo árabe. El filósofo Yusuf al-Kindi escribió uno de los primeros tratados de ecología, y logró hacer compatible la filosofía griega con la teología islámica[24]. Los conocimientos médicos llegaron a Bagdad de la mano de los persas[25], y fueron prisioneros de guerra chinos los que introdujeron la fabricación de papel[26]. A lo largo de una era dorada que duró seis décadas, una sucesión de innovaciones brillantes convirtió a Bagdad en el centro intelectual de Oriente Medio y posiblemente del mundo entero.

En la era medieval, el saber oriental fue abriéndose paso lentamente hacia Occidente a través de las ciudades europeas. A lo largo de toda la Edad Media, Venecia, el mayor puerto oriental de Italia, sirvió de puerta de entrada no solo para las especias, sino también para las ideas[27]. Cuando los españoles reconquistaron Toledo en 1085, los eruditos cristianos pudieron acceder a su biblioteca y traducir sus clásicos al latín[28]. Trece años después, los cruzados tomaron Antioquía, lo que permitió a los traductores europeos acceder a la colección de textos médicos y científicos de esa ciudad[29]. En las ciudades islámicas de España, las mayores áreas urbanas de Europa Occidental, se redescubrieron textos antiguos que volvieron a traducirse y a transmitirse a la cristiandad[30]. Esos textos llegaron a las nuevas universidades de Padua y de París, donde un número creciente de europeos, como Alberto Magno y su discípulo Tomás de Aquino, se sirvieron de la filosofía griega e islámica[31].

Poco a poco, Europa llegó a ser más segura y más próspera, y poco a poco sus ciudades volvieron a crecer. A medida que Europa volvía a urbanizarse y el ritmo de innovación en el continente aumentaba, las mentes del mundo medieval se comunicaron entre sí. En los monasterios, los monjes benedictinos descubrieron de nuevo los beneficios de la proximidad intelectual. Recuperaron textos clásicos y experimentaron con innovaciones agrícolas como el molino de agua[32]. Los mercaderes se congregaron en ferias de muestras que presentaban algunas de las ventajas de la aglomeración urbana sin la infraestructura fija y vulnerable de estas[33]. Andando el tiempo, surgieron centros neurálgicos como Brujas y Florencia, que crecieron como focos de conocimiento y comercio, protegidos por contingentes de artesanos armados o mercenarios[34].

Muchos factores contribuyen a explicar el auge de Occidente —el desarrollo del poderío y la tecnología militar a través de continuas guerras, la dolorosa conquista de la inmunidad frente a enfermedades contagiosas a través de siglos de exposición a ellas, la consolidación de poderosos Estados-nación—, pero las ciudades comerciales en expansión de Italia, Inglaterra y los Países Bajos fueron un factor fundamental. El desarrollo de ciudades dirigidas por comerciantes fue considerablemente mayor que el desarrollo de ciudades dirigidas por príncipes y monarcas[35]. Esas urbes densamente pobladas fueron núcleos de innovación y nodos de una red comercial global que atrajo los conocimientos de Oriente[36]. Las ciudades comerciales formularon las normas legales tocantes a la propiedad privada y el comercio por las que todavía hoy nos regimos[37]; la revuelta que comenzó en las ciudades comerciales y laneras de los Países Bajos estableció en Holanda la primera república moderna[38]. Las ciudades comerciales y las compañías comerciales fueron directamente responsables de muchas de las victorias militares (desde la caída de Constantinopla en 1204 hasta la batalla de Plassey 553 años después) que establecieron la hegemonía de Europa Occidental sobre el resto del mundo.

A la larga, los occidentales superaron a los asiáticos en el desarrollo y aplicación de lo que en un principio habían sido ideas chinas, como la imprenta y la pólvora. En el siglo XVIII, la tecnología y el pensamiento occidentales dominaban ya el mundo. Poco a poco, el saber europeo comenzó a desplazarse hacia Oriente, y las ciudades fueron una vez más los puntos a través de los que pasaba el conocimiento.

APRENDER EN NAGASAKI

A mediados del siglo XIX, el poderío militar europeo había demostrado su superioridad tecnológica sobre la mayor parte de Asia, pero existía un país, Japón, que seguía siendo casi completamente independiente del control europeo. Cuando en 1853 se presentaron ante sus costas navíos estadounidenses, Japón aceptó abrirse al comercio con el extranjero, pero sin dejar de obedecer más o menos a sus propias condiciones, y en menos de cuarenta años dominó a fondo los métodos occidentales y se convirtió en una formidable potencia mundial[39]. Entre 1894 y 1910, los japoneses sometieron a los chinos, igual que si se hubiera tratado de una potencia colonial europea, derrotaron a Rusia y conquistaron Corea[40]. A mediados del siglo XX, los japoneses estaban construyendo barcos y aviones tan buenos como los de sus homólogos estadounidenses, y a veces mejores[41]. ¿Cómo lograron los japoneses alcanzar tan rápidamente a Occidente?

Una de las respuestas a esta pregunta reside en una ciudad: Nagasaki. Los primeros contactos entre Japón y Occidente se produjeron allí en 1543, cuando barcos portugueses atracaron en la vecina isla de Tanegashima[42]. A lo largo de los 300 años siguientes, Nagasaki se convirtió en el conducto de toda la tecnología occidental que entraba en Japón[43]. La política xenófoba japonesa de concentrar a los extranjeros en un solo punto facilitó a los japoneses el acceso al saber occidental. En 1590, unos jesuitas portugueses establecieron en Nagasaki la primera imprenta metálica del este de Asia[44]. Cuarenta y seis años después, los jesuitas fueron expulsados por sus intromisiones políticas y su proselitismo religioso, y su lugar fue ocupado por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que jamás dejó que tales cosas se interpusieran en el camino de una oportunidad de hacer negocios rentables[45].

Sin embargo, los holandeses no tardaron en dar a sus anfitriones algo más que el comercio. La medicina occidental entró en Japón en la década de 1640, cuando los altos funcionarios y hasta el mismo sogún buscaban los cuidados del médico residente de la Compañía de las Indias Orientales[46]. Pronto empezó a formarse y a titularse a estudiantes japoneses en Nagasaki, y así fue cómo se introdujeron las técnicas médicas occidentales en Japón[47]. A comienzos del siglo XIX, un médico japonés llevó a cabo la primera intervención quirúrgica de la historia con anestesia general. La operación, una mastectomía, siguió procedimientos europeos, con la salvedad de que el médico utilizó una mezcla de hierbas orientales para provocar la inconsciencia en la paciente[48]. Al combinar los conocimientos de Oriente y Occidente, los japoneses se habían adelantado en el campo de la medicina, y a los europeos les costaría cuarenta años ponerse al día.

Además de la medicina occidental, los holandeses trajeron a los japoneses telescopios, barómetros, cámaras oscuras, linternas mágicas y hasta gafas de sol a través de Nagasaki[49]. En 1720, un sogún curioso empezó a permitir los libros occidentales en Japón[50]; su interés por Occidente también condujo a la «gradual consagración de Edo [la actual Tokio] como nuevo centro de Estudios Holandeses». Cuando las cañoneras estadounidenses aparecieron en 1853, los japoneses pudieron ponerse rápidamente al día de sus nuevos adversarios porque disponían de muchos ingenieros formados en «Estudios Holandeses»[51]. En 1855, los holandeses entregaron a los japoneses su primer barco de vapor, que residiría en la nueva Estación de Formación Naval de Nagasaki[52]. Cuando los japoneses comenzaron a copiar agresivamente las técnicas militares occidentales, Nagasaki siguió siendo el puerto de entrada tanto del conocimiento como de los bienes. En menos de cien años, ese saber militar y tecnológico permitió a Japón conquistar gran parte de Asia y sorprender a la marina estadounidense en Pearl Harbor.

CÓMO SE PRODUJO EL BOOM DE BANGALORE

Desde la Atenas clásica pasando por el Bagdad del siglo VIII hasta llegar a Nagasaki, las ciudades siempre han sido la forma más efectiva de transmisión del saber entre civilizaciones. No se trata de una simple casualidad. La proximidad urbana permite a las culturas entrar en contacto reduciendo la maldición de la complejidad de la comunicación; en otras palabras, la posibilidad de transmitir un mensaje confuso aumenta con la cantidad de información transmitida. Transmitir un simple sí o no es fácil, pero es mucho más difícil enseñarle a alguien astrofísica o teoría económica.

La comunicación entre culturas siempre es complicada y en la traducción siempre se pierde algo. Las nuevas ideas procedentes de nuevos continentes pueden ser tan distintas de nuestro saber actual que tengamos que dar gigantescos saltos intelectuales, lo que invariablemente significa que necesitaremos mucha asistencia y asesoramiento. Puede que comprendamos el contexto de las ideas en nuestra sociedad, pero muchas veces vamos a la deriva al enfrentarnos a pensamientos que proceden de una sociedad totalmente distinta, como los traductores del Sindhind, que no comprendían la matemática euclidiana que subyacía a dicha obra.

Las ciudades y la interacción cara a cara que estas fomentan son herramientas que reducen la maldición de la complejidad comunicativa. Largas horas frente a frente permiten a los interlocutores asegurarse de que se han entendido. Es fácil ofender sin querer a un miembro de otra cultura, pero una sonrisa cálida puede suavizar conflictos que de lo contrario podrían dar paso a furibundos intercambios de correos electrónicos. En ciudades como Nagasaki, Bagdad o Bangalore, especializadas en comunicaciones internacionales, surgen expertos en la importación de información. Tales ciudades son lugares convenientes para que los extranjeros se familiaricen con la ciencia, el arte y el comercio de la sociedad anfitriona, y viceversa.

El éxito de ciudades como Bangalore no es solo una cuestión de comunicaciones internacionales. Esas ciudades crean un círculo virtuoso en el que los dadores de empleo se sienten atraídos por la gran reserva de empleados en potencia y en el que la abundancia de empleadores potenciales atrae a los trabajadores. Así que las empresas acuden a Bangalore por los ingenieros, y los ingenieros acuden por las empresas. La escala urbana también facilita que los trabajadores pasen de un empleo a otro. En las industrias muy emprendedoras, los trabajadores prosperan dando el salto de unas industrias a otras. La gente joven se hace más productiva y recibe mejores salarios según va cambiando de empresas y adquiriendo nuevos conocimientos. La abundancia de empleadores locales también ofrece un seguro tácito contra el fracaso de las nuevas empresas. En Bangalore siempre habrá otra empresa de software. Es más, las concentraciones densas de talento empresarial fomentan el desarrollo de las industrias emparentadas, caso de los inversionistas de capital riesgo que trabajan cerca de Silicon Valley.

Las fuerzas que imponen la concentración en una sola ciudad están claras, pero los motivos por los que una ciudad en particular emerge como centro de transmisión de información no resultan tan evidentes. ¿Por qué, de todas las ciudades indias, es Bangalore la que ocupa esta posición? Bangalore tiene un clima relativamente benigno, más seco que el de Bombay y mucho menos agobiante que el de Delhi[53]. La fuente de la vitalidad de Bangalore no es la geografía, sino el conocimiento. Un núcleo inicial de pericia ingeniera atrajo a empresas como Infosys, y así nació un círculo virtuoso en el que empresas y trabajadores inteligentes se congregan en Bangalore para estar cerca unos de otros.

Poca gente ha sacado mayor provecho de la proximidad de Bangalore que los tres multimillonarios de Infosys de la ciudad. Infosys fue fundada en 1981 y se trasladó a Bangalore en 1983[54]. En el verano de 2008, la empresa tenía cerca de 100.000 empleados, y su capitalización bursátil superaba los 30.000 millones de dólares. La Infosys actual es un fenómeno globalizado, que realiza importantes operaciones en software, servicios bancarios y consultoría de negocios. Esencialmente, Infosys vende inteligencia (la suministren seres humanos o máquinas) a la velocidad del rayo alrededor del mundo, y se toma en serio los conocimientos de sus empleados, pues educa cada año a miles de personas en su centro de formación de Mysore. Menos del 2 por ciento de los solicitantes de empleo de Infosys consigue acceder a una plaza en ese centro de formación, y eso lo convierte en un lugar mucho más competitivo que cualquier escuela de la Ivy League[55].

Narayana Murthy, uno de los fundadores de Infosys, se licenció en Ingeniería por la Universidad de Mysore y el Instituto Indio de Tecnología en Kanpur. Pero es posible que fuera en Patni Computers, durante la década de 1970, donde Murthy asimiló sus conocimientos más valiosos. Patni era una empresa especializada en comercialización, uno de los primeros conectores entre Estados Unidos y la India, y los indios que la fundaron habían vivido en Norteamérica. Vieron las oportunidades para el software indio y abrieron una trastienda en Pune. Murthy trabajó allí con otros seis fundadores de Infosys, donde aprendieron a ligar el talento indio a los mercados estadounidenses.

En 1981 Murthy y sus socios abandonaron Patni para fundar su propia empresa de venta de software a clientes extranjeros. Murthy pidió 250 dólares prestados a su esposa para cubrir gastos. En 1982, consiguieron su primer cliente estadounidense, una empresa de software. En 1983, se trasladaron a Bangalore para suministrar software a un fabricante alemán de bujías que se había establecido allí en 1954 y que quería que Infosys estuviera cerca para que la información fluyera con facilidad entre las dos empresas. A Infosys también le atraía Bangalore porque cerca de la ciudad había escuelas de Ingeniería de primera.

Durante los últimos veinticinco años, Infosys ha abierto oficinas en Estados Unidos, Canadá, Hispanoamérica y Europa, pero su centro sigue estando en Bangalore. El auge de Infosys parece insinuar que la distancia ha muerto, pero eso se puede interpretar con la misma facilidad como una prueba de que la cercanía es más importante que nunca. Al concentrar tanto talento en un mismo lugar, Bangalore facilita los negocios entre empresarios indios y extranjeros, sean de St. Louis o de Shanghái. Puede que Bangalore sea más afortunada que cualquier otra ciudad hindú, pero solo porque su fortuna se la ha labrado ella misma. Debido a decisiones que tomaron hace mucho tiempo los maharajaes de Mysore y sus ministros, en la actualidad abundan los ingenieros. Mysore tiene una larga tradición de asimilación de nuevas tecnologías. Durante el siglo XVIII, el sultán infligió a los británicos una terrible derrota con ayuda de cañones importados manejados por marineros no menos importados. Entre los principados que componían el Imperio Británico en la India, Mysore destacó por su competencia, pero el más espabilado de sus líderes fue sir Mokshagundam Visvesvaraya, o sir MV, que fue primer ministro de este estado a comienzos del siglo XX.

Sir MV nació a unos cincuenta y seis kilómetros de Bangalore y cursó sus estudios secundarios en dicha ciudad. Tras una ilustre carrera como ingeniero de caminos, regresó a Bangalore y en 1908 se convirtió en primer ministro de Mysore. Junto con el maharajá, que no solo era inmensamente rico sino además asombrosamente progresista, sir MV impulsó un programa de modernización radical que incluía presas, hidroelectricidad, acerías y, lo más importante, escuelas. El lema de sir MV era «industrializar o morir», pero en lugar de limitarse a impulsar grandes proyectos de construcción, insistió en la educación, necesaria para sacar adelante los proyectos de forma eficiente. Las infraestructuras acaban volviéndose obsoletas, pero la educación perdura, ya que una generación inteligente educa a la siguiente.

En Estados Unidos y Europa, la industrialización rara vez fomentó la educación. Gran parte del atractivo de las fábricas, tanto para sus propietarios como para los trabajadores, residía en que estas no empleaban a artesanos, sino a trabajadores no cualificados. Sin embargo, para sir MV, la industrialización significaba formar a los ingenieros que iban a poder importar tecnología de Occidente, igual que había hecho él. Fundó tanto la Universidad de Mysore como el Colegio de Ingenieros de Bangalore, que en la actualidad lleva su nombre. De esos centros surgió un grupo de ingenieros que sigue en activo hoy.

A mediados del siglo XX, Mysore estaba completamente industrializada. Su gobierno proempresarial atrajo a Bangalore a Hindustan Aeronautics Limited, Hindustan Machine Tools, Bharat Heavy Electricals y a Indian Telephone Industries. También atrajo al fabricante alemán de bujías que más tarde llevó Infosys a Bangalore. Aquellas primeras empresas fueron importantes no porque el futuro de Bangalore estuviese en la industria pesada (no lo estaba), sino porque nutrieron al grupo de ingenieros. A partir de 1976, Bangalore también preparó el terreno para su preponderancia en tecnologías de la información lanzando un programa exhaustivo de mejora de carreteras, el suministro eléctrico y otros servicios públicos.

ESTUDIOS Y ÉXITO URBANO

Las razones que llevan a una ciudad a triunfar tienen mucho más que ver con su capital humano que con sus infraestructuras físicas. En Estados Unidos, para estimar el nivel de formación de una localidad se suele recurrir al porcentaje de población que tiene un título universitario, aunque hay que reconocer que a escala individual se trata de una vara de medir imperfecta. Emplear los títulos universitarios como sistema de medida convertiría a Bill Gates, sin duda una de las personas con más talento del planeta, en un indocumentado. Sin embargo, a pesar de su tosquedad, no existe ninguna otra forma de medida mejor para explicar la prosperidad urbana reciente. Un aumento en un 10 por ciento de la población adulta de una determinada zona con licenciaturas obtenidas en 1980 permite pronosticar un 6 por ciento más de crecimiento de los ingresos entre 1980 y 2000[56]. A medida que la proporción de la población que tiene títulos universitarios aumenta en un 10 por ciento, el producto metropolitano bruto per cápita se incrementa en un 22 por ciento[57].

La gente acude a las áreas donde abunda el empleo cualificado debido a los mayores ingresos, y el estado de la educación en 1970 contribuye de forma impresionante a explicar qué ciudades, entre las más antiguas y más frías de Norteamérica, lograron reinventarse con éxito. Entre 1970 y 2000, la población de los condados en los que más del 10 por ciento de la población adulta tenía títulos universitarios creció en un 72 por ciento, mientras que la población de las zonas en las que los tenía menos del 5 por ciento de la población creció en un 37 por ciento[58].

Vivimos en una era de expertos, en la que los ingresos y la formación están estrechamente ligados. Para cada trabajador, un año extra de estudios suele plasmarse en un 8 por ciento más de ingresos[59]. De media, y para toda la población de un país, ese año extra se asocia a un incremento de más de un 30 por ciento en el producto interior bruto per cápita. La asombrosa correlación entre la educación y el PIB de un país quizá refleje lo que los economistas denominan externalidades del capital humano, término que designa el hecho de que la gente es más productiva cuando trabaja con otras personas cualificadas[60]. Cuando en un país aumenta el nivel de educación, sus ciudadanos se benefician tanto del efecto directo de su propio aprendizaje extra como de los beneficios procedentes de que toda la gente que les rodea esté más cualificada.

En el mundo desarrollado, el vínculo entre formación y productividad urbana se ha ido haciendo cada vez más marcado desde la década de 1970[61]. En aquella época, en las localidades con menor nivel de formación, llenas de trabajadores fabriles con sueldos altos y sindicatos poderosos, solía ganarse más que en las áreas con un nivel mayor de formación. En 1970, los ingresos per cápita eran más altos en zonas industriales como Cleveland o Detroit que en áreas metropolitanas con mayor educación, como Boston y Mineápolis. Durante los últimos treinta años, sin embargo, las ciudades industriales con menores niveles de formación han decaído, mientras que las ciudades productoras de ideas y mayores niveles de formación han prosperado. En 1980, los varones que habían asistido a la universidad durante cuatro años ganaban alrededor de un 33 por ciento más que los que habían dejado los estudios después de la enseñanza secundaria, pero a mediados de la década de 1990 esa disparidad en los ingresos había llegado hasta casi un 70 por ciento[62]. Durante los últimos treinta años, la sociedad estadounidense se ha vuelto menos igualitaria, en parte porque el mercado recompensa cada vez más a la gente con más formación.

Pese a que nadie discute el marcado incremento del valor de la formación, existen teorías rivales sobre por qué se ha vuelto más valiosa. Existe una escuela de pensamiento que subraya el papel del cambio tecnológico. Determinadas nuevas tecnologías, como los ordenadores, han incrementado los beneficios de tener una formación mayor. Otras nuevas tecnologías, como los robots en las fábricas de automóviles, han reducido la necesidad de mano de obra no cualificada[63]. No solo las propias tecnologías, sino también el ritmo de la evolución tecnológica, favorecen a los titulados. Existen muchos estudios que demuestran que la gente formada se adapta mejor a circunstancias nuevas, como la introducción del maíz híbrido y los ordenadores[64]. Al igual que a las personas cualificadas, también parece que a las ciudades cualificadas se les da mejor reinventarse en tiempos volátiles.

Una segunda escuela de pensamiento hace hincapié en el papel del comercio internacional y la globalización. De acuerdo con este punto de vista, la reducción en los costes del transporte posibilitó la externalización de la mano de obra menos cualificada[65]. En tiempos, los fabricantes de coches de Detroit gozaban poco menos que de un monopolio sobre las compras de automóviles en Estados Unidos, pero en la actualidad esas empresas se enfrentan a una dura competencia por parte de Japón, Europa y Corea, y eso dificulta mucho el mantenimiento de salarios elevados para los trabajadores menos cualificados.

Por supuesto, también se están externalizando empleos más cualificados. Ese es uno de los motivos del éxito de Bangalore. Sin embargo, y al menos hasta la fecha, los norteamericanos y europeos cualificados parecen haber sacado más partido de la capacidad de jugar en el mercado mundial del que han perdido a raíz de la competencia extranjera. La gente mejor formada de los países ricos ha prosperado vendiendo sus ideas al mundo entero y utilizando el trabajo del resto del mundo para fabricar sus inventos a un precio más barato. Los productores de software de Bangalore no han condenado a Silicon Valley a la obsolescencia. Al contrario, al abaratar la producción de software, han facilitado el desarrollo de la investigación en Silicon Valley.

EL AUGE DE SILICON VALLEY

El centro de tecnología de la información más importante de Estados Unidos se encuentra en el condado de Santa Clara, California, más conocido para la mayoría de nosotros como Silicon Valley. Al igual que Bangalore, Silicon Valley

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