Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política

Michael Ignatieff

Fragmento

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adorno

1. ARROGANCIA

Una noche de octubre de 2004, tres hombres a los que no conocía —y a quienes más tarde nos íbamos a referir como «Los Hombres de Negro»— nos visitaron en Cambridge, Massachusetts, y nos llevaron a cenar a mi mujer, Zsuzsanna Zsohar, y a mí. Nos encontramos en el Charles Hotel, a un paso de la Kennedy School of Government, donde yo daba clases de Derechos Humanos y Política Internacional. Alfred Apps, un abogado de Toronto, daba la impresión de ser el líder. Era el que más hablaba, mientras la ceniza de su cigarrillo volaba en todas direcciones, apuraba sus copas de vino y dominaba la conversación. Dan Brock era el más refinado. Sofisticado, originario de Montreal, anglófono y empleado en un gran despacho de abogados de Toronto. El tercero era Ian Davey, un escritor y director de cine de ojos profundos coronados por unas cejas pobladas. Ian era hijo del «recaudador de fondos», el senador Keith Davey, que fue director de victoriosas y legendarias campañas electorales para el Partido Liberal. Después de una o dos copas, Apps fue al grano: ¿Estaría dispuesto a considerar mi vuelta a Canadá para presentarme como candidato por el Partido Liberal?

El Partido Liberal ocupaba el poder en Ottawa en ese momento, así que les pregunté si era el primer ministro, Paul Martin, quien los enviaba. Se miraron unos a otros. No exactamente. Daba la impresión de que Los Hombres de Negro actuaban por iniciativa propia. Su propuesta era ajena al partido, y su intención, me confesaron sin ambages, era convertirme en primer ministro llegado el momento. Dan Brock afirmó que el partido «caminaba hacia el precipicio», y sin un nuevo líder perdería las siguientes elecciones. Ellos reunirían un equipo, los jóvenes se apuntarían en masa a nuestra causa y me ayudarían a obtener un escaño y a ganar las siguientes elecciones, que debían celebrarse en los próximos dos años. ¿Estaría dispuesto a considerarlo, al menos?

Era una propuesta increíble. Nunca había dejado de considerarme canadiense, pero no vivía en el país desde hacía más de treinta años. Había sido investigador en el King’s College de Cambridge, había ejercido el periodismo en Gran Bretaña y ahora daba clases en Harvard. Es cierto que colaboré en la campaña del primer ministro Pierre Trudeau en 1968 y que había estudiado a los políticos toda mi vida, pero ¿por qué podía suponer alguien que mis escritos políticos me otorgaban la suficiente preparación como para convertirme en uno de ellos? Yo era un intelectual, alguien que vive para las ideas, para los placeres inocentes y no tan inocentes de la charla y la argumentación. Siempre había admirado a los intelectuales que dieron el salto a la política —Mario Vargas Llosa en Perú, Václav Havel en la República Checa, Carlos Fuentes en México—, pero también sabía que muchos de ellos habían fracasado y que, en cualquier caso, yo no estaba exactamente a su nivel[1].

Lo que Los Hombres de Negro me estaban proponiendo era increíble. No tenía ni idea de si podían cumplir las promesas que me hacían. Cuando acabó la cena y se dispusieron a volver a Toronto, simplemente les dije que me lo pensaría.

Zsuzsanna y yo volvimos a casa caminando en silencio por la orilla del río Charles, en la oscuridad del otoño. Éramos felices juntos. Yo tenía unos alumnos excelentes, además de unos colegas ilustres, y nos sentíamos cómodos —por no decir en casa— en Estados Unidos. ¿Qué era entonces lo que parecía obligarme a soltar amarras? ¿Un patriotismo tardío? ¿Pura ambición? ¿Un deseo largo tiempo reprimido de convertirme en alguien importante? Lo único que no brotaba dentro de mí era la risa. Y debía haberme reído, porque la idea era ridícula. ¿Quién me creía que era?

Fuego y cenizas cuenta la historia de por qué —poco después, y en contra del buen juicio de algunos amigos cercanos— les dije que sí a Los Hombres de Negro. Es la historia de una iniciación brutal, seguida de una escalada a la cima política de la mayor democracia del mundo en términos de extensión física. Me gustaría explicar cómo es posible que una persona por lo demás razonable ponga su vida del revés persiguiendo un sueño o, por decirlo de un modo menos piadoso, que una persona como yo sucumba tan completamente a la arrogancia.

Este libro tiene más de crónica analítica que de ejercicio autobiográfico. Quiero emplear mi propia historia para separar el grano de la paja, para llegar a lo genérico de la política como vocación y como forma de vida. He vivido esa vida intensamente y, a pesar de sus momentos amargos, todavía la echo de menos. He conocido lo que es hablar ante cuatro mil personas en un auditorio donde no cabía ni un alfiler, y tenerlas por un momento —o, al menos, eso pensaba— en la palma de mi mano. También he experimentado lo que es hablar ante una multitud hostil en cuyos rostros se reflejaba la mayor de las suspicacias. He sentido una marea de lealtad hacia nuestra causa por parte de los miles de personas que se unían a ella, y sufrido el aguijón de la traición a manos de algunos conspiradores. Hubo ocasiones en las que notaba que estaba influyendo en los acontecimientos, y otras en las que me limitaba a observar con impotencia cómo esos acontecimientos escapaban a mi control; disfruté de momentos de felicidad al pensar que iba a ser capaz de hacer grandes cosas por los demás, y ahora vivo con la pena de que nunca seré capaz de hacer nada. En resumen, viví esa vida. Pagué un precio por lo que aprendí. Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas.

La ceniza es un residuo modesto, pero tiene sus usos. Mi madre y mi padre solían esparcir las cenizas de la chimenea en los rosales que crecían frente a la pared oeste de nuestra casa. Hace tiempo que mis padres ya no están entre nosotros, pero cuando sus rosas florecen cada verano me gusta pensar que es porque aún esparzo las cenizas de la chimenea sobre sus raíces.

Espero que las cenizas de mi experiencia sean esparcidas en algún jardín. Espero que lo que he aprendido en los cinco años que he pasado en ese mundo llegará a aquellos que una vez fueron niños como yo, recitándose a sí mismos pequeños discursos de camino al colegio, a aquellos que soñaron con alcanzar la gloria política y de adultos recrearon los sueños de su niñez. Todo aquel que ama la política —y yo aún la amo— quiere animar a otros a que vivan sus sueños, pero también quiere que entren en la batalla más preparados de lo que yo estaba. Quiero que sepan —que sientan— lo que es tener éxito, pero también lo que es fracasar, para que no tengan miedo de ninguna de las dos cosas.

Este libro rinde tributo a la política y a los políticos. Salí de mi experiencia con un acrecentado respeto por los políticos como clase y con una fortalecida fe en el b

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