La potencia femenina

Svenja Flabpöhler

Fragmento

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La posibilidad representa lo nuevo. Lo abierto y desconocido. Quien aprovecha una posibilidad, aún no sabe si tendrá futuro. En ese sentido, es significativo que en las fases de transición la gente prefiera lo viejo, incluso si le acarrea desgracias. ¿Por qué no aprovechamos la posibilidad del autoempoderamiento? Los valedores, mujeres y también hombres, de la iniciativa #MeToo dan a esta pregunta la siguiente respuesta: porque esa posibilidad no es tal; porque, desgraciadamente, en este mundo aún domina una igualdad legal de ida y vuelta; es decir, porque aún dominan los hombres. Las mujeres son violadas, coaccionadas y acosadas por hombres que se valen de su poder; tal es el supuesto básico.

Ya en este punto se necesita con urgencia una diferenciación. No en todos los sillones se sienta un Harvey Weinstein. No todas las empresas son un cártel de poder al servicio de las preferencias sexuales de un jefe. Además, es dudoso que los abusos sexuales sean, como #MeToo sugiere, el problema central de las mujeres en la sociedad actual. ¿No habría que ocuparse con la misma intensidad, por ejemplo, del tema de la «desigualdad salarial»? Este sí que es sin duda un problema estructural. Pero el problema es, simplemente, que un hashtag #PorLaIgualdadSalarial no tendría la misma resonancia y alcance que #MeToo, porque no encontraría amplificadores mediáticos comparables. Para las publicaciones sensacionalistas, los semanarios y los diarios, el asunto de los salarios desiguales no es tan atractivo como los relatos de mujeres que describen con pelos y señales cómo fueron acosadas o forzadas por hombres poderosos en habitaciones de hotel. «¿Ha sido acosada sexualmente en su vida profesional? Envíenos su historia por correo electrónico a...»;[1] así alienta, por ejemplo, la revista Focus a sus lectoras, y así de barato le sale a esta publicación, no precisamente conocida por su postura feminista, contar historias morbosas. A veces, el mecanismo mediático de #MeToo recuerda a la novela Las joyas indiscretas, del filósofo francés de la Ilustración Denis Diderot: un sultán solo tiene que girar su anillo mágico para que las vaginas de las mujeres de su reino hablen y cuenten sus intimidades.

Harvey Weinstein nació en 1952 y Dieter Wedel, en 1939 o 1942 (no está claro). Rainer Brüderle, que en 2013 le soltó a la periodista Laura Himmelreich que le sentaría muy bien «llevar un Dirndl», el escotado vestido regional bávaro —lo cual dispararía el hashtag #Aufschrei—, nació al término de la guerra. Estos señores, con los que se inició el actual debate sobre la «violencia sexual», son, pues, de sobra mayores. Es obvio que, mientras tanto, otra generación de hombres —y también jefes— los ha ido reemplazando. Una generación socializada y educada de manera diferente, en que ambos sexos son iguales desde el punto de vista jurídico y las mujeres ocupan cada vez más puestos directivos. Ciertamente, hay excepciones. Pero casi nadie negará que la actitud masculina, al menos en el mundo occidental, ha cambiado, casi siempre para bien, a través de una rápida transformación de la realidad social. En este sentido, también es significativo que los casos escandalosos que los medios y #MeToo presentan como prueba de violencia sexualizada estructural acontecieran en su mayor parte en los años ochenta y noventa. Como si las décadas transcurridas desde entonces se hubieran desvanecido. Como si fuese posible saltar de entonces a hoy. Como si, mientras tanto, nada hubiese acontecido.

Detengámonos en el concepto de «violencia sexualizada». Nadie discutirá que es un término muy inespecífico que incluye todo un espectro de excesos; en dicha expresión cabe desde la violación hasta el acoso verbal. Las experiencias que relatan las mujeres en el hashtag #MeToo son de lo más heterogéneo. Esta tendencia a la generalización es ya patente en el nombre del movimiento, «Yo también». Pero ¿qué significa «yo también»? ¿A qué se refiere dicha afirmación? ¿A unas palabras estúpidas pronunciadas una noche en el bar de un hotel o a un acto de violencia física? Es precisamente esta indefinición lo que deja la impresión de una opresión sistemática y, de ese modo, afianza aún más una estructura tradicional cuyo primer principio reza: «Los hombres dominan a las mujeres». Ni siquiera se hace el menor intento de diferenciar, de descubrir en qué situaciones las mujeres tendrían determinadas opciones de reaccionar pero no se sirven de ellas por los motivos que sean. Y ni siquiera se sabe mínimamente por qué clase de mundo se lucha, si solo por un mundo sin violaciones o también sin acosos.

A veces parece que las representantes de #MeToo desean un mundo sin acoso, puro y limpio, y hasta con sexo regulado por leyes al efecto. Si nos fijamos bien, cualquier intento de seducción corre el riesgo de ser percibido como un acoso y viceversa. Si no hubiera sido Rainer Brüderle sino George Clooney el que se fijara en los pechos de la señora Himmelreich, tal vez no habría aparecido el artículo de la revista Stern ni el hashtag #Aufschrei habría recogido el caso. Las mismas palabras o el mismo gesto podrían percibirse como una tentativa de seducción o como acoso en función de que la mujer encuentre o no atractivo a un hombre, esté o no de humor, o de su grado de socialización (lo mismo vale en el caso de que una mujer quiera seducir a un hombre).

De esto se desprende, como última consecuencia, que la mujer que quiere un mundo sin acoso quiere un mundo sin seducción. Nadie puede querer en serio un mundo así. Además, es falso creer que, a diferencia del acoso, la seducción está libre de poder. Quien consigue seducir induce en otra persona una voluntad que originalmente no existía. Si esa voluntad hubiera estado presente, la seducción no habría sido necesaria. La seducción y la manipulación están así muy cerca la una de la otra, lo que respalda una vez más la suposición de que, bien mirado, nada es inocente en el acto sexual.

Para ser claros, hay situaciones en que las mujeres no tienen otra posibilidad. No pretendo en absoluto minimizar la violación o la agresión sexual. Pero la primera sigue siendo la excepción. Si me siento acosada no estoy, por regla general, completamente a merced de la situación. Puedo contraatacar o incluso manifestar de una manera encantadora que no tengo interés. Puedo negarme a que una entrevista de trabajo tenga lugar en la habitación de un hotel. Puedo, como bien se dice, pararle los pies a un hombre si no me pliego a su voluntad. En resumen, puedo resistirme al deseo masculino de acostarse conmigo sin correr el peligro de sufrir violencia física (especialmente si el hombre no puede ejercerla en absoluto, como el pintor hemipléjico Chuck Close, que desde su silla de ruedas habría acosado verbalmente a sus modelos y que ahora afronta un enorme problema profesional).

Por lo demás, puedo ponerme del lado de algunas mujeres que acaso sean demasiado jóvenes o demasiado inexpertas, o se hallen en situaciones demasiado precarias, y

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