Agradecimientos
Todos los materiales de este libro que no proceden de mis propias observaciones se han tomado de archivos oficiales o del diario del jesuita Alfonso Pedrajas, o son el resultado de entrevistas con las personas directamente implicadas en aquello que se cuenta o que fueron testigos directos. Estas conversaciones, las más de las veces, fueron prolongándose durante varios años. La mayoría de estos colaboradores se hallan identificados en el texto, mientras que otros aparecen con un pseudónimo para proteger su identidad. Me gustaría expresar aquí mi eterna gratitud a la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes, que tanto ha luchado para que esta historia viera la luz y mi ánimo no desfalleciera. Especialmente a Edwin, Robert, Rubén y Pancho. También a Fernando Pedrajas, un ejemplo de honradez y valentía, que no dudó en dar un paso al frente y denunciar este caso de pederastia.
Le debo mucho al periodista Íñigo Domínguez, mi compañero y amigo. La investigación de los abusos en la Iglesia católica no hubiera sido posible sin él. Siempre ha estado ahí, agarrándome del brazo para que no me quedase atrapado en el infierno y la depresión. Me mantengo con vida gracias a María Balmaseda Riega, coautora espiritual de este libro y de lo mejor de mis días. Ella es la brújula que ha guiado el curso de mi escritura. A Soco y Manolo, que me acogieron en los peores días de mi escritura. Y, por supuesto, a mi familia, mi madre Prado, mi padre Julio y mi hermano Jonás; las estrellas que me ayudan a orientarme cuando la oscuridad inunda mi futuro.
La historia de Padre Pica es una de las teselas de un trabajo periodístico mucho más grande en el que ha colaborado una parte de la redacción de El País. Gracias totales a todos ellos, en especial a Pablo Guimón, Silvia Blanco, Manuel Planelles, Eleonora Giovio, Carla Mascia, Roger Sabatés, José Manuel Romero, Paola Navovitch, Lucía Foraster y Goyo Rodríguez. También a Belén Cebrián, allá donde esté. No puedo terminar estas líneas sin citar con cariño y gratitud a Paloma Abad, editora de este proyecto.
En verdad os digo que todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí me lo hicisteis.
Mateo, 25, 40 (JESÚS DE NAZARET)
El secreto del trastero I
Sus padres habían muerto y alguien tenía que poner orden en la casa familiar para alquilarla. Fernando, con ese vacío que causa la ausencia, entró en los zigzagueantes pasillos del sótano del edificio hasta llegar al discreto trastero. Madrid se preparaba para la peor nevada del siglo, que teñiría de blanco la ciudad y la sumiría en el caos. El invierno de 2020 se presentaba duro y el frío ya arrecía los muros entre los que Fernando se movía en ese momento. El pequeño zulo, de unos pocos metros cuadrados, estaba taponado de cajas, carpetas y muebles. Abrir hueco para meter más bártulos le llevaría horas y varios sacrificios a la basura. No le quedó otro remedio que sacar bulto por bulto y decidir qué salvar del olvido. Y ahí, bajo un tapiz de polvo y encajonada entre otros trastos, apareció una caja de cartón vulgar con la palabra «PICA» escrita en una de las caras. Fernando echó una ojeada. Eran las cosas de su tío Alfonso, al que todo el mundo llamaba Pica, jesuita y misionero en Bolivia. Dentro se encontraban las pocas pertenencias que llegaron desde suelo boliviano en 2009 cuando su tío murió: el pasaporte, algunos libros, un puñado de fotografías y un archivador de color verde.
Fernando siempre sintió que su tío y él conectaban. Pica gozaba de dotes artísticas con las que en cierto modo él se identificaba, y le parecía que el jesuita también lo vivía así. De hecho, cuando comenzó a tocar la guitarra a los diez años, Pica fue uno de sus primeros maestros. Fernando nunca había sido una persona religiosa y estaba en contra de muchos de los preceptos que defendía el catolicismo. El mayor y único valor que había conocido de ese mundo era su tío jesuita. Lo admiraba. Con tan solo diecisiete años sacrificó su vida por una labor humanitaria. Eso lo engrandecía y lo honraba. Era el único motivo que Fernando tenía para confiar en una parte de la Iglesia.
Fernando siguió enredando con lo que había dentro de la caja. Cogió el archivador, lo abrió y se encontró un mamotreto de hojas. Leyó la palabra mecanografiada de la primera página: «Historia». Y ojeó el resto, muy por encima, hasta percatarse de que lo que tenía entre las manos era una especie de diario.
«Esto merece la pena ser leído», pensó Fernando mientras devolvía el archivador al lugar de donde lo había sacado.
La caja de Pica acabó en la zona de objetos salvados. Cuando terminó de organizar el trastero, Fernando la volvió a meter junto con el resto de las cosas rescatadas, sin el más remoto presentimiento de que un tiempo después aquel diario le cambiaría la vida para siempre.
La máscara y el velorio I
El dolor de muelas alcanzó como un rayo al pequeño Robert mientras leía un libro en la biblioteca del internado. Hacía tan solo unas semanas que había llegado al colegio Juan XXIII de Cochabamba, pero tenía la sensación de que llevaba una eternidad allí. Estar lejos de su casa le provocaba un miedo que nunca había experimentado. Él se había opuesto a dejar su hogar en Vallegrande, un pequeño pueblo colonial a 125 kilómetros de la populosa ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra. Pero su madre le ordenó que hiciera las maletas.
—Tienes que ir porque tienes que ir —repetía impasible cada vez que su primogénito le suplicaba que cambiara de parecer—. La educación que te van a dar allá no es la que te puedo dar acá.
Robert era feliz en Vallegrande junto a su madre y su hermana de dos años. Su reducida familia, de origen campesino, vivía alejada de las estrecheces comunes que acompañaban a la mayoría de la población boliviana aquellos años. No eran ricos, pero no pasaban hambre. Su madre estaba convencida de que el ingreso en el colegio jesuita le garantizaría un futuro más «provechoso» que el que ella sola podía ofrecerle.
Robert pasó la prueba de acceso y en enero de 1982, a los doce años y con un par de maletas, viajó a Cochabamba para presentarse ante las puertas de su nuevo hogar: el Juan XXIII. Nada más entrar, los jesuitas le adjudicaron el número 428 para que lo grabase en todas sus prendas. Fue cuestión de horas que esas tres cifras se convirtieran en motivo de mofa entre sus compañeros. Por aquel entonces, en Bolivia, el número 28 estaba asociado al movimiento homosexual. «Veintiochero», le decían. A Robert le daba rabia y su cara se llenaba de lágrimas. Se evadía del disgusto gracias a las historias de los libros que encontraba en la biblioteca del internado. A cada rato que tenía libre salía disparado hacia allí, pero aquel sábado no lograba que su imaginación lo ayudara a escapar del Juan XXIII. El terrible dolor le impedía concentrarse. No sabía a quién pedir auxilio, así que se levantó de la silla y fue hasta donde estaba sentado otro niño.
—¿Qué hago? Me duele una muela —preguntó al compañero.
—Anda, ve a la enfermería.
La enfermería estaba al lado de las oficinas administrativas del colegio, junto al despacho del director, el jesuita español Alfonso Pedrajas. Era él mismo el que atendía a los niños que tenían alguna dolencia. Cuando Robert llamó a la puerta, Pedrajas se encontraba allí. Era un cura que no vestía sotana, barbudo, amable y cercano a los alumnos. A su alrededor orbitaban las cosas más importantes del colegio. Como su apellido era similar a la palabra «piedra», alguien lo había bautizado muchos años atrás con el sobrenombre de Pica, a raíz de la famosa serie de dibujos animados Los Picapiedra. A Pedrajas no le desagradó aquel mote, así que la gente acabó llamándolo padre Pica. Robert le contó al sacerdote que le dolía una muela.
—Acuéstate —le ordenó el director de forma paternal— y sácate los zapatos y la chamarra para que estés más cómodo.
Robert obedeció mientras Pica trataba de tranquilizarlo. Dentro de la enfermería había una camilla y, en una mesa, un reproductor de cintas de casete, que el jesuita encendió.
—Vamos a intentar no darte nada de medicación. Esto se pasa si relajas el cuerpo y la cabeza —le explicó el jesuita.
En un rincón de la sala, los altavoces de un magnetófono escupían música clásica y Pica comenzó a masajearle la cabeza y los hombros a Robert. El chico no le dio mayor importancia. El profesor que impartía teatro realizaba unos ejercicios similares antes de comenzar las clases: apagaba las luces y los alumnos hacían trabajos de relajación.
Ya adormilado, Robert sintió unos tocamientos en la parte inferior del cuerpo. Pedrajas le desabrochó el cinturón y luego la bragueta. Robert no sabía si abrir o cerrar los ojos. A sus doce años, el vello púbico no le había salido aún y su desarrollo sexual era muy incipiente. Poco después notó que una boca le tocaba el miembro. Se quedó totalmente paralizado, como si alguna fuerza sobrenatural le impidiese escapar de aquella situación. Sus ojos seguían cerrados cuando percibió de nuevo que los labios de Pica se acercaban a los suyos y, a continuación, que un falo se introducía dentro de su boca. Robert empezó a tener arcadas, se incorporó voluntariamente de la camilla y vomitó.
—Cálmate, Dios te ama. Yo te amo. Esto Dios lo quiere, el amor se expresa así —le dijo el sacerdote para sosegarlo.
Robert estaba demasiado nervioso y no paraba de vomitar. Al rato, Pica le dio una aspirina para el dolor de muelas y le pidió que se fuera. En silencio, Robert volvió a los laberínticos pasillos del colegio, conmocionado y sin dejar de pensar en lo que acababa de vivir. No pudo aguantar y empezó a llorar desesperadamente. Un compañero lo encontró, solo.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó, preocupado.
—Nada, no me pasa nada —respondió Robert mientras seguía llorando—. Estoy extrañando a mi mamá.
Sabía que no podía contarle a nadie lo que había sucedido en la enfermería.
Gracias a la vida I
Para ellos dos, el 23 era un número con propiedades cabalísticas. Se habían conocido cuatro años atrás, en la sala de espera de un hospital, un 23 de febrero. Y, desde entonces, esa fecha se convirtió en la cifra mágica que resumía una historia de amor prohibido, la del sacerdote español Alfonso Pedrajas y el apuesto Pepe García, un boliviano al que el cura le sacaba veinticuatro años. Esa era la razón por la que siempre reservaban la habitación 23 del balneario de Urmiri, al que solían escaparse en secreto para disfrutar de la intimidad. Aquel viaje a las aguas termales, a finales de agosto de 2009, sería el último que harían juntos: Alfonso cargaba con un cáncer de próstata con metástasis que, a esas alturas, ya lo había sentenciado a no cumplir los sesenta y siete años.
Pepe conducía el sedán de color gris oscuro con el que ambos solían manejarse. El trayecto a Urmiri era de unos trescientos kilómetros por asfalto desde La Paz hasta Oruro, y luego, tomando un desvío, otros veinticinco por un camino de tierra serpenteante entre las laderas de Cerro Rico que conducía hasta el Hotel Gloria. Alfonso estaba demasiado débil y se limitó a charlar sobre lo que intuía como sus últimos días de vida.
—Mira, no me hables de esas cosas —lo regañó tristemente Pepe—. No quiero que me hables en términos de despedida.
Alfonso siguió como si no lo hubiera escuchado y, en tono serio, lo obligó a que le prometiera algo sumamente importante:
—Cuando me muera, tú vas a hacer lo que sea y como sea para quedarte con mi computadora. No quiero que nadie la tenga. Tenla tú.
Pepe no hizo preguntas. No podía imaginar qué significaba eso de «hacer lo que sea»: persuadir a alguien, robarla… Las pertenencias de Alfonso serían reclamadas por la Compañía de Jesús, y Pepe supuso que su pareja quería evitar que los compañeros sacerdotes accediesen a su portátil y descubriesen su doble vida: las fotografías de sus viajes, los mensajes privados en el correo electrónico o, quizá, esas memorias en las que llevaba unos años trabajando. No hubo un juramento solemne entre ambos, pero la promesa quedó sellada con el silencio de Pepe.
La habitación 23, la más selecta del balneario, era amplia y albergaba un solario lleno de plantas. Un espacio seguro donde Alfonso y Pepe podían refugiarse de la atmósfera homófoba que se respiraba en Bolivia y de la condena hipócrita que imperaba en la comunidad de los jesuitas de La Paz, la ciudad donde ambos vivían. Su relación giraba en torno a un afecto inquebrantable y un amor espiritual desinteresado con la plenitud, como decía Pepe, de «amar y ser amado». El sexo estuvo descartado desde que se conocieron por casualidad en la clínica de La Asunción, a la que Alfonso acudió para una revisión del empeoramiento de su cáncer. Unos años antes de que los dos se encontrasen, las células cancerosas se habían extendido a los huesos, y los médicos determinaron que la castración y un posterior tratamiento hormonal frenarían la muerte. En palabras del propio sacerdote, aquello lo anuló sexualmente y lo colocó en un estado frecuente de ansiedad, inestabilidad e incertidumbre interior.
«Sé que estoy roto por dentro, o podrido, no sé, y eso me hace prever un fin incierto, pero doloroso y temprano», escribió en sus notas unos meses después de la operación.
Fue Pepe quien lo salvó de caer hundido en una depresión absoluta, asfixiado por la soledad a la que lo destinaba su condición de clérigo. Hasta aquel 23 de febrero, el jesuita solo había acumulado relaciones esporádicas, siempre sexuales, y que luego contabilizaba por escrito en largas listas de amantes, a las que añadía comentarios en los que se flagelaba por «la adicción» que tenía al sexo y expresaba su sentimiento de culpa. Las relaciones homosexuales consentidas eran habituales entre sus compañeros jesuitas, dentro y fuera de la comunidad. Así lo anotaba en su diario, donde incluía los nombres de sus amigos religiosos gais, desde curas rasos hasta sacerdotes con puestos en la jerarquía eclesial, como el obispo de Santa Cruz, que lo ayudaban a entender sin prejuicios su orientación sexual. Pero solo el repentino encuentro con Pepe, sumado a su enfermedad, lo llevó a aceptar su identidad y a la posibilidad de tener una relación estable.
Aquel amor sincero por Pepe fue también para el jesuita un motivo de preocupación constante. Alfonso sentía que no podía satisfacerlo sexualmente y temía que Pepe lo abandonara. Por otro lado, la idea de la muerte le provocaba una profunda tristeza y una sensación de injusticia después de haber encontrado la felicidad al final de la vida. En aquellos últimos cuatro años, el jesuita buscó el sentido sumergido en lecturas y envuelto en las canciones de amor de Andrea Bocelli, Sarah Brightman, Michael Flatley y Demis Roussos. Inspirado, escribía poesías que luego le enviaba a Pepe.
Cuando cesen mis latidos
y descansen mis manos en un monótono y congelado gesto,
cuando me haya elevado por todas las cimas de todos los mundos,
cuando mi amor sea un recuerdo y mi fidelidad una página amarillenta
escrita en un pasado ya pasado,
¿amaré yo? ¿Seguirás amando tú, aunque yo no exista?
Pepe sintió esos fantasmas a lo largo de toda su estancia en Urmiri. Estaba acostumbrado a que ciertas inquietudes acompañasen siempre a Alfonso. En los últimos meses, este no dejaba de darle vueltas a una operación de cadera a la que debía someterse y a la insistencia de sus superiores en trasladarlo a la residencia que la orden tenía en Cochabamba para los religiosos enfermos y ancianos. Él se negaba a ambas cosas, pero sabía que, al regresar de ese viaje, tendría que ceder. Pero en Urmiri, Pepe notó que la intranquilidad que hostigaba a su pareja era la proximidad de la muerte: Alfonso presentía que era su final.
Cuando ambos regresaron a La Paz se despidieron como siempre, con la promesa de llamarse lo antes posible. Alfonso marcharía a Cochabamba y Pepe tenía un viaje de trabajo a Puerto Suárez, una pequeña ciudad al sudeste de Bolivia que hace frontera con Brasil. Estarían sin hablar varios días.
—Lo que sea y como sea… —repetía para sí Pepe.
Diario del padre Pica I
Río de Janeiro, 30 de octubre de 1961
Queridos papás y familia:
¡Por fin, en América! Hace un par de horas hemos pisado por primera vez estas tierras de allende los mares. Hace unas pocas horas veíamos desde el avión las costas de nuestro nuevo «mundo». Muchas cosas tendría que contaros desde que despegó el avión. No sé si tendré tiempo y memoria para todas. Primeramente, agradeceros muy de corazón vuestro último adiós desde el aeropuerto. Yo sé que no a todos os venía bien hacer aquel viaje. En fin, ya queda dicho; me alegrasteis mucho. El Señor os lo pague. Desde el avión os hubiera podido ver si no hubiera sido porque la lluvia empañó los cristales. Estaba en una ventanilla, encima del ala que daba a vuestro lado. Despegó el avión sin darnos cuenta. Dicho sea de paso, el viaje fue maravilloso; dicen los entendidos que es extraño tanta calma en las 21 horas que ha durado el vuelo. Como era de noche no pudimos ver nada. Faltó tiempo para que empezáramos a hacer chistes y reírnos a placer. Cuando tuve que hacer el primer rato de Oración —¡cómo no!— me acordé de vosotros: lo que dejaba… lo que me esperaba. ¿Por qué este momento? ¿Cómo? Casi sin darme cuenta estoy volando rumbo a América. La separación me ha costado, pero no tanto como creía. Se nota que el Señor anda por medio. Él es el porqué y el cómo de este viaje. No hay duda de que Él me metió en la cabeza esa idea tan rara. Y hoy no es rara, porque ya no es sino realidad.
Los amos del iceberg I
El secreto saltó por los aires y los móviles de decenas de jesuitas se llenaron de mensajes con murmullos de sorpresa. Pero a Marcos Recolons, uno de los hombres más destacados de la Compañía de Jesús, no le pilló desprevenido que el periódico El País publicara que su ya fallecido amigo Alfonso Pedrajas había abusado de al menos ochenta y cinco niños en Bolivia. Que hubiera escrito un diario donde admitía las agresiones y que varios altos cargos de la orden lo protegieron tampoco era una noticia nueva para él. Un mes antes de que saliera el artículo, Recolons había recibido una llamada del periodista que firmaba la nota. El calendario marcaba el 30 de marzo cuando descolgó el teléfono.
—Le llamo por un tema muy complejo y complicado —dijo el reportero—. Llevo casi un año investigando la vida de una persona que creo que usted conoció, el español Alfonso Pedrajas. Le cuento muy brevemente: hace un año localicé sus memorias. Un diario en el que relata su gran secreto, que abusó durante décadas de niños en el colegio donde él pasó más tiempo. El Juan XXIII. El caso es que en esas memorias aparece su nombre como un amigo y confidente. Siempre habla muy bien de usted, como un jesuita piadoso. Pero también cita que se lo reveló todo. Que se lo contó en varias ocasiones y que le pidió ayuda. Quería hablar sobre eso. ¿Cómo lo gestionó? ¿Cómo intentó frenar esos delitos de Pedrajas?
—Joven —contestó pausadamente Recolons—, mire…, tenemos un protocolo, y esto solo se trata a través de un jesuita que está delegado para estos temas. Entonces, yo le pediría que se comunique con el padre Osvaldo Chirveches.
—Le entiendo, pero…
—Hable más fuerte, no le escucho.
—Entiendo que usted lo sabía. En el diario se deja entrever que le aconsejó e incluso intentó frenarlo. ¿Podría contarme algo? Me gustaría saber su opinión, es muy importante.
—Mire… La relación que yo establecí con Alfonso Pedrajas era un poco la de acompañante espiritual. Por tanto, yo me considero obligado por el secreto de confesión, por eso no le puedo decir absolutamente nada. Lo siento mucho.
Cuando el jesuita se despidió del periodista aún no eran las diez de la mañana. Estaba en la casa parroquial de San Ignacio de Moxos, un pueblo de unos veinte mil habitantes en plena Amazonía boliviana. Recolons preparaba un viaje a las comunidades indígenas del río Sécure, una zona sin apenas cobertura ni conexión a internet, para visitar las poblaciones empobrecidas del país. Ese era el trabajo que había desempeñado en los últimos cincuenta y ocho años de vida como religioso.
Recolons tenía ocho años cuando se percató de que ser misionero era su destino. Ocurrió en 1950, en la Barcelona de la posguerra, tras ver la película La mies es mucha, del director José Luis Sáenz de Heredia. Quedó fascinado con la historia del padre Santiago, destinado en la India para entregar su vida a los más pobres. La decisión de hacerse misionero fue irreversible. Lo consiguió a los veintitrés años, después de pasar seis como novicio en los jesuitas de Cataluña. Precisamente en Lleida, en 1960, conoció a Alfonso Pedrajas, otro aspirante a religioso de Valencia con el que convivió once meses, hasta que los superiores lo enviaron a Bolivia. Él lo seguiría unos años después.
Recolons y Pedrajas se volvieron a encontrar en octubre de 1973, o así lo record
