Nocturno de la democracia mexicana

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

Nocturno de la democracia mexicana

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Confesión de parte

México será algún día un país moderno, un país próspero, democrático, equitativo, pero no lo será por aciertos cometidos en el curso de mi generación.

Mi generación, la nacida en los años cuarenta del siglo pasado, debutó muy temprano en la historia. Sobreactuó sus sueños y sus emociones. Su salida al mundo, con el movimiento estudiantil de 1968, fue una fiesta de libertad que terminó en una tragedia, la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco. Diría que desde aquel momento fundador hemos soñado de más y conseguido de menos como generación.

Desde 1968, México ha ensayado todas las fórmulas probadas para dejar atrás el subdesarrollo, como se decía en mis tiempos, pero las ha vuelto insustanciales, cuando no catastróficas, de resultados contrarios al buscado.

El país no ha tenido una década de crecimiento económico alto y sostenido desde 1970, año a partir del cual la población mexicana creció en 70 millones. Se disiparon en el camino dos ciclos de abundancia petrolera. Uno en los años ochenta del siglo pasado, otro en la primera década del siglo XXI. Las rentas de ambos ciclos han sido calculadas en seis veces y media el monto del Plan Marshall que permitió reconstruir la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial.

Una revolución de terciopelo, hecha de reformas graduales y transiciones pactadas, convirtió la descompuesta hegemonía priista en una prometedora primavera democrática.

Los mexicanos descubrimos poco a poco, sin embargo, que la nuestra era una democracia sin demócratas. Del fondo de las costumbres políticas de la nación, más que de las leyes vigentes, surgió un régimen de partidos que acabó siendo una red de complicidades y clientelas cuya especialidad fue encarecer las elecciones y llevar a ellas ríos de dinero ilegal, pues para ganar había que satisfacer cada vez mayores cuotas de corrupción de gobiernos y partidos. En lugar del presidencialismo abusivo de la era del PRI, la democracia dio paso a un gobierno federal débil y a una colección de gobiernos locales fallidos. Durante los años de la democracia, hemos tenido los gobiernos estatales más ricos, más autónomos y más legítimos electoralmente de nuestra historia, pero también los más irresponsables, los más ineficaces y los más corruptos. En realidad, remedos de gobiernos, pues ni cobran impuestos ni aplican la ley.

La guerra contra las drogas y el crimen organizado, lejos de contener la violencia y el crimen, los multiplicó, sumiendo al país en una espiral de sangre.

El cambio estratégico mayor de estos años, la integración comercial con América del Norte, no arrastró al resto de la economía y debe buena parte de su éxito a los bajos salarios.

La economía mexicana produce multimillonarios de clase mundial pero no salarios dignos de una clase media decente. La riqueza generada por la parte moderna de la economía, paradójicamente, ha multiplicado nuestra desigualdad.

México está lejos de ser el país próspero, equitativo y democrático que soñó mi generación. Hemos corrompido la democracia, multiplicado la inseguridad, precarizado los salarios, profundizado las desigualdades.

La cuenta de las equivocaciones de estos años es notoriamente más larga que la de los aciertos. La responsabilidad mayor es de los gobiernos, desde luego, pero también de sus oposiciones; de los otros poderes, de la baja calidad de la opinión pública y de los medios, de empresas y empresarios, del conjunto de la clase dirigente. También, de la débil pedagogía que baja de nuestras escuelas, de nuestras iglesias, de nuestra vida intelectual, y de los malos hábitos y las pobres convicciones cívicas de la sociedad.

El país que mi generación heredará es inferior al que soñó y al que hubiera podido construir equivocándose menos, aunque en esto de equivocarse mucho, no hemos sido los primeros.

En el año de 1849, mientras escribía el prólogo de su Historia, Lucas Alamán llegó a pensar que México podía desaparecer y que su obra serviría para mostrar a los descendientes de aquella desgracia cómo podían volverse nada, por la acción de los hombres, los más hermosos dones y las más altas promesas de la naturaleza.

Casi 100 años después, en 1947, el historiador Daniel Cosío Villegas escribió en su famoso ensayo La crisis de México, que todos los hombres de la Revolución mexicana, sin excepción alguna, habían estado por debajo de las exigencias de ella.

Podría parafrasear a Cosío Villegas y decir, 70 años después de su sentencia, que todos los miembros de mi generación, sin excepción alguna, hemos estado por debajo de las oportunidades que la historia nos brindó y más por debajo aún de lo que nos propusimos. Hemos sido inferiores a lo que soñamos.

Me consuelo pensando que el país es más grande que sus males, más vital que sus vicios y más inteligente que las ilusiones de sus hijos. Lo ha sido desde que existe. Su poder ha sido la resistencia, el “aguante”, su vitalidad estoica, más que la lucidez práctica de la acción colectiva.

“La historia —dice Chesterton— no está hecha de ruinas completadas y derribadas; más bien está hecha de ciudades a medio edificar, abandonadas por un constructor en quiebra.” Sus palabras evocan una vieja tradición histórica de México: la de parecer eternamente inacabado.

Nocturno de la democracia mexicana reúne ensayos sobre las costumbres políticas del país y sobre la mayor novedad de nuestra historia reciente: el advenimiento de la democracia.

LA COSTUMBRE POLÍTICA MEXICANA, primera parte del libro, puede leerse como un solo ensayo sobre los hilos de larga duración de nuestra historia política: aquellas marcas de fábrica a las que, poco o mucho, volvemos siempre.

La segunda parte, CASA EN CONSTRUCCIÓN: DEMOCRACIA SIN DEMÓCRATAS, reúne ensayos y artículos escritos al paso de las primeras dos décadas de la democracia mexicana: 2000-2018.

La tercera parte, SALTANDO AL PASADO. EL PODER DE LA COSTUMBRE, explora las elecciones del año 2018 como una especie de vuelta a la costumbre, a la elección de un gobierno fuerte, de rasgos caudillistas y providenciales, luego de dos décadas de gobiernos débiles, incuestionablemente democráticos pero indefendiblemente ineficaces y corruptos.

El tema de fondo es la historia del desencuentro de México con la modernidad política en dos de sus procesos seculares: el de la implantación de la república, durante el siglo XIX, y el de la construcción de la democracia, a fines del XX.

Al asumir las formas de la república en el siglo XIX, México sembró una contradicción, no zanjada hasta hoy, entre sus costumbres monárquicas heredadas y sus novísimas leyes republicanas. El forcejeo de aquellas costumbres con aquellas leyes es una de las inercias centrales de nuestra cultura política.

Algo semejante sucedió con la inauguración de

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