Presencia de lo invisible

Ignacio Solares

Fragmento

“¡Vida, nada me debes!”

“¡VIDA, NADA ME DEBES!”

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I

Sí, Amado Nervo es cursi. Y quien lo lee con devoción a cierta edad —cuando la poesía es gnosis, revelación, desdén de una realidad limitante—, se vuelve cursi de por vida, por más que luego lo enmascare con las lecturas y preferencias por otros poetas, gestos adustos y tajante rechazo a lo emocionalmente desbordado. Para entonces, Nervo ya nos habrá enseñado a no tener miedo de los acercamientos que el corazón valida, a saber que la poesía es, a su modo, un método de conocimiento (y sobre todo de autoconocimiento) más allá de etiquetas y clasificaciones. Conocimiento por vía intuitiva con mayor amplitud y calado que el ofrecido por la vía racional, y que se transforma en vivencia plena, transfiguración.

¿Por qué conservo tan vivo el recuerdo de mis primeras lecturas de las poesías de Amado Nervo? Finalmente, el olvido y la memoria son glándulas tan endocrinas como la hipófisis y la tiroides, reguladoras libidinales que decretan vastas zonas crepusculares sujetas al carácter personal y a las emociones del momento.

Con ese bagaje —no faltaría quien lo llamara lastre— entré a estudiar Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Entré en un taller de creación literaria con Juan José Arreola —quien me descubrió a los clásicos españoles y a otros muchos poetas, entre ellos especialmente a López Velarde; además de que reafirmó mi gusto por Luis Cernuda— y al final de una de las clases le confesé en voz baja:

—Uno de mis poetas predilectos es Amado Nervo, por más que lo tachen de cursi.

Para mi sorpresa, me dijo que a él también le gustaba mucho y que sabía de memoria buena parte de sus poemas. Y me empezó a recitar algunos con una cadencia que yo no les había imaginado.

Dijo:

—Lo cursi bueno es frente a lo cursi malo, lo que lo sensitivo es a lo sensiblero. Lo sensitivo no se aprovecha de la ternura y la compasión, no abusa de ellas, sino que las hace funcionar en ondas puras, sin dejar que caiga el alma en excesos deleznables. Desde lo cursi bueno se puede aspirar a la más alta belleza.

Mi comentario sirvió para que Arreola lo tratara en clase, mencionara mi afición por Nervo y nos dejara leer Plenitud y Perlas negras.

Pero, además, a Nervo lo salva de la cursilería mala un cierto escepticismo: “Siempre he desconfiado de la esperanza, porque sé por experiencia que es una bella mentirosa, una querida infiel, a la que debemos dar un beso, recibiendo otro de sus labios y dejarla pasar”. Por el contrario, la mala cursilería no aceptaría dudas sobre la esperanza y todos sus sucedáneos. Por eso el fracaso es un estigma de lo cursi malo. Lo cursi malo es siempre una pequeña, patética derrota. Y una derrota, además, que pasa inadvertida para el propio derrotado. La mala cursilería nunca sabe que lo es, desconoce cualquier forma de la autocrítica. Cree que en realidad posee las virtudes que quiere ostentar. Las mira una y otra vez y juzga que, sin duda, son buenas. No se percata de su radical falsificación. Las pone por delante para granjearse la admiración del prójimo y jamás se da cuenta de que éste apenas si puede contener la risa.

¿Cayó Nervo en la cursilería mala? Es posible, sobre todo en sus escritos juveniles. También en algunas de sus páginas autobiográficas, tituladas Mañanas del poeta. El joven provinciano —y por añadidura ex seminarista—, apenas roto el cascarón, se pone a urdir enamoramientos inexistentes y a escribir sobre ellos como si de veras existieran. “Alargaba la sinceridad más allá de las preocupaciones del gusto”, como dijo de él Alfonso Reyes. Pero la vida lo cura lentamente. Mientras más romántico es, más se acerca a la cursilería buena. Porque a la lógica racionalista, los románticos oponen un auténtico conflicto con el mal, con el caos, con lo demoniaco. Y basta leer la primera novela de Nervo, El bachiller, para comprobar que participaba de esa autenticidad.

Incluso, uno de sus compañeros de la Revista Moderna, Ciro B. Ceballos, hace de Nervo un retrato revelador en este sentido:

No era un místico sino un luciferino.

No era un creyente sino un poeta.

No era un cristiano sino un pagano.

El poeta descubre, con deslumbramiento y angustia, que en el momento de la creación la razón puede y debe ser dejada de lado para alcanzar determinados logros. Necesarios, además, para ayudar a (re)establecer un equilibrio vital a su alrededor. Sus locuras y errores cuentan poco al lado de la aventura humana que proponen. Así, he aquí a nuestro ex seminarista conviviendo con las criaturas de lo irracional, del sueño, de la intuición pura, las que lanzan los monstruos a la calle para que no continúen escondidos en las buenas conciencias y en los confesionarios, para aceptarlos, ya sin vergüenza, reconocerlos como parte propia: nuestros prójimos, nuestros próximos, nuestros “otros” yo.

“El que no quiere andar y pensar como los hombres comunes y corrientes, tiene que habérselas con los fantasmas, que intentarán devorarle en la soledad. Pero si los vence, es un dios”, escribe.

Hay que pensar en la insalvable soledad a que lo condenaba su actitud. De insalvable soledad, hay que decirlo, pero de riquísima comunicación con lectores que participen del mismo mal (o del mismo bien, según se le quiera ver). Por eso Nervo —especialmente el Nervo místico—, a pesar de su popularidad y en ocasiones, decíamos, de su cursilería, es un poeta solitario para solitarios. En una nota al lector, dice en algún momento:

Lector mío, estos versos (que son prosa rimada) llegan a ti humildes y sin pedirte nada. No quieren tus elogios. Mas sería mi gusto que pudieses leerlos al terminar el día, en la soledad, a los fulgores cárdenos de algún poniente augusto, que fuese como el marco de mi filosofía…

Una vez contagiados de su estilo (por más peligroso que esto pueda ser), ¿no se tiene frecuentemente la impresión de que al leer algunos de sus poemas y sus aforismos se asiste al acto creador? Nervo se entrega y lo mismo le pide al lector. Vicariamente, leer alguno de sus poemas y aforismos es “hacerlos”.

“Belleza frágil y efímera, a salvarse sólo alguna vez en las adoloridas manos del poeta”.

II

Nervo llega a la Ciudad de México en julio de 1894, a los veinticuatro años de edad. Con su aire de seminarista, la figura escuálida, un tanto encorvado, abundante y lisa cabellera oscura, los ojos muy abiertos y muy profundos, una barba en punta que, junto con su flacura, hacía pensar en los caballeros de El Greco.

En la ciudad se respira el diáfano aire de la paz y la estabilidad social —por muy aparentes que sean—, y el nuevo dios se llama “progreso”, con un cariz totalmente francés. Según el censo más reciente (que es el primero que se realiza), el país tiene doce millones seiscientos mil habitantes y la Ciudad de México cuatrocientos setenta y cuatro mil ochocientos s

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