Fidelidad a Grecia

Emilio Lledó

Fragmento

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PRÓLOGO

ESA VERDAD BUSCADA

 

Mauricio Jalón

 

 

 

 

Este libro —inédito— contiene numerosas ideas, preocupaciones, deseos, al tiempo antiguos y modernos, teóricos y prácticos. De modo tal que podría haberse llamado Esa verdad buscada. Bajo la forma de ensayos, viene a ser una síntesis muy personal de «consideraciones morales y de costumbres»; algo así como los Moralia de un autor contemporáneo. Emilio Lledó recrea muchos de los temas de Plutarco —la educación, la amistad, el poder, los vicios públicos, el placer o la sabiduría—, que asimismo fueron cuestiones que interesaron a los humanistas, desde Erasmo, Vives o Montaigne hasta Diderot o Rousseau, y también a ciertos sabios alemanes, tan apreciados por él, o a figuras más cercanas que reverdecen en sus páginas: Machado, Zambrano o Giner de los Ríos.

Fidelidad a Grecia prosigue una indagación que ya alentaba otros compendios anteriores, como Imágenes y palabras (1998) o Palabra y humanidad (2015). Sin embargo, esta vez el conjunto parece más teñido de gratitud o de «simpatía» hacia Grecia, como sucedía asimismo en Elogio de la infelicidad (2005). Y esta filiación, que es la matriz de su trayectoria —que podría llamarse, por así decir, neo-clásica—, se expresa en este título sonoro que se derrama por buena parte del libro y que, de hecho, es la corriente subterránea que lo atraviesa por completo.

En la primera parte, «Lo bello es difícil», Lledó habla del mito en los griegos, cuya forma y contenido nos sugieren a menudo la mayor libertad de pensamiento, aunque pueda «ser objeto, incluso instrumento, de condena, de prohibiciones, de incendios»; habla de la difícil belleza helénica, que junto con la verdad y la justicia nutría el espacio ideal de esa cultura feliz que podría acaso definirnos; habla del Eros como insistencia de un deseo que lograría liberarnos de nosotros mismos; habla de Epicuro, que atacaba tanto la atrofia de los ideales democráticos como el empobrecimiento de la capacidad de reflexionar; o habla incluso de una armonía musical que también fue, desde entonces, educadora. Somos deudores de esas y de otras enseñanzas clásicas, como la idea misma de interpretación, claramente helénica, que luego destaca. Los griegos fueron quienes nos enseñaron a pensar en nuestra manera de pensar, decía W. H. Auden; y su vigencia no deja de evocar, por contraste, el egoísmo y la ausencia de sentimientos rectos ante una desamparada Grecia que clama hoy ante la rapacidad de Europa, su infiel heredera.

Desde joven, Lledó se había sumergido en Platón, Aristóteles o Epicuro —también en Homero y Hesíodo— para hablar por sí mismo del impulso hacia lo mejor, de la libertad para elegir o decidir pensadamente, para ensanchar el mundo y estimular la vida social. En ese buscarse a sí mismo al hilo de los antiguos coteja ideas dispares, que tienen su réplica en las «otras letras» decisivas: las del racionalismo, las de Kant, el idealismo alemán y Marx, las del existencialismo novecentista; y sin olvidar a algunos escritores modernos, pues moderno es el autor, y muy del siglo XXI. Todos ellos —con otras literaturas clásicas, la latina y la española— le han permitido construir un ser propio, adueñarse de una lengua y un espacio mental personales, lejos de patrias siempre ficticias y sospechosas.

«Fusión de luces», segunda parte del libro, hace ver de un modo natural cómo puede surgir un puente formativo entre antiguos y contemporáneos, al hacer hincapié Lledó en ideas de ciertos maestros españoles. De antemano subraya la importancia de la teoría y de una práctica cultural que surge de la fusión de dos perspectivas en la construcción del pensamiento: la griega y la ilustrada, pero con ramificaciones posteriores que han mejorado su fisonomía. «En simpatía con la palabra» —el artículo más extenso, y paralelo además a El silencio de la escritura (1991)— se adentra así en la interpretación de un escrito, en cómo entenderlo, en cómo el pasado sirve para comprender apoyándose en los viejos sabios citados o en perspectivas nietzscheanas, allí donde la idea de descentramiento del mundo afectaría a un lector más individualizado.

A partir de ese «solapado hermeneuta que llevamos dentro», Lledó señala que el lenguaje pensado es producto «humano», y por ende que la razón es inseparable de elementos irracionales, al estar marcada por cada cuerpo-mente, por sus «pasiones, deseos, frustraciones». Recuerda que en las reflexiones esenciales resuenan una y otra vez los mismos problemas, que la razón humana no puede eludir —pues atañen a su condición—, aunque nunca pueda resolverlos, por exceder a nuestra capacidad de razonamiento. Por un lado, la constancia de los planteamientos y, por otro, la imposibilidad temporal, histórica, de dar solución a problemas afectados por cada situación determinan los márgenes de la «historia del pensamiento», siguiendo a Kant. Tal contradicción debe provocar una tensión creadora en las ideas, de modo que entender dicha historia exige que el intérprete elabore «una nueva forma de temporalidad», que reasuma en su tiempo presente ese «tiempo extendido» a lo largo de toda la escritura pasada, pero no como un anticuario o un especialista. En el tiempo de cada lector interesado, éste anudará en su propia mente el hilo de la tradición que ha subsistido en «la dura pero jugosa mediación de las letras», remacha Lledó.

De ahí la pretensión descifradora que él plantea y nace en una movediza historia, y de ahí la necesidad y posibilidad de interpretar que —con «la filosofía que se lleva dentro»—, sigue proponiendo a partir del proyecto ilustrado, que enriquece con formulaciones propias del siglo XX. Por ejemplo, se detiene en el hermoso legado educativo de Giner, gran figura que fue abiertamente silenciada y desfigurada tras la Guerra Civil. Y su «acto de lectura», esto es de interpretación de lo que pensaron él y sus coetáneos, nos sirve como espejo de lo que piensa el propio Lledó.

Las dos secciones restantes, más breves, «Pruebas de imprenta» y «Crónicas impacientes», son de otra naturaleza. La primera contiene variaciones sobre el movedizo mundo cultural, pensando sobre cada palabra, o incluso cada letra, sobre la escritura de libros y todo lo que ello supone para la memoria. El último apartado de dicha sección —tan ligada a Gutenberg— se explaya analizando, nada triunfantemente, la cultura surgida después del Muro de Berlín, sin olvidar nunca los Muros del olvido, por ejemplo los españoles. Asoma en conjunto una mirada preocupada por otros síntomas patológicos de nuestra sociedad; entre ellos destaca la primacía excesiva de la pantalla o de las pantallas, vicio ya extenso que llega a ver como un peligro mental. Eso sí, no pierde la esperanza en el poder de la enseñanza y la reflexión para intentar paliarlo. Del mismo modo, su rechazo de derroches ofus

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