La trama celeste

Adolfo Bioy Casares

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Me disponía a empezar con una nota patética. Ya escribía: Por último una tarde llega la hora de rendir cuentas y declarar: He aquí mis hijos, mis árboles, mis libros. Afortunadamente el buen sentido me despertó de tan lamentable ensoñación. Una falsedad, exclamé, porque a lo largo de la vida muchas veces, frente a cualquier formación de objetos en hilera, por ejemplo una guarda de azulejos, emprendimos el cómputo —si no de hijos ni de árboles— de libros y de cuentos publicados, aun de mujeres amadas. Quién lo duda, todos nos parecemos a los demás y tenemos algo del coleccionista afanoso y del muchacho que atesora sus triunfos de amor en una libreta clandestina. Por astucia nos mofamos de los groseros errores de la vanidad, pero con secreta simpatía reconocemos en ellos el anhelo, común a todos los hombres, de probar que somos reales. La noticia de que Sur publicará este año La trama celeste, que apareció originalmente en 1948, me arroja de nuevo a esa aritmética de la incertidumbre. Descubro así que requiero bastantes azulejos para enumerar mis cuentos: no menos de cien. En la considerable serie este librito ocupa un lugar de relativa importancia. A los cuentos que lo precedieron no les cabe otra justificación que la puramente autobiográfica de haber constituido una suerte de curso de aprendizaje del autor, a costa, Dios me perdone, de los lectores; de la Trama en adelante no eludiré la responsabilidad…

Sospecho que los escritores recaemos en estas preocupaciones nimias porque seguimos creyendo, contra toda lógica, en la inmortalidad por el libro. Tal vez buena parte de la culpa corresponda a esos volúmenes tontamente rotulados Obras Inmortales; por si acaso los apartaré de mi biblioteca. Ayer, cuando el mundo era un pueblo, para no pocos aparecía al alcance de la mano alguna forma de inmortalidad, siquiera humilde como la de Shakespeare, que a la fecha ha durado los años de cinco viejos; pero la llamada explosión demográfica nos convierte a todos en sobrevivientes de la inundación, aferrados a un resbaloso tejado en declive, del que las nuevas remesas de refugiados nos empujarán al abismo. Como Villasandino advierto signos alarmantes. Primero: El mundo va quedando chico para contenernos. En los contratos de sus libros, amigos franceses me señalaron una cláusula —hoy en día, me explican, infaltable— que garante al editor el derecho de proceder a la destrucción, no bien convenga, de los ejemplares apilados en el depósito. Segundo: Quienes desaparecen no vuelven así nomás. En vano encargué a librerías de Londres una polémica de Arnold y Newman sobre la traducción de Homero, que hasta hace poco tenía su lugar asegurado, no sólo en la historia de la literatura, sino en las más corrientes ediciones de obras famosas.[1] Posteriormente me dijeron que cierta universidad norteamericana ha emprendido una monumental edición de Arnold; de todos modos, nos preguntamos hasta cuándo los Estados Unidos mantendrán su papel de museo, cielo y posteridad de pasados y culturas. Como el mundo se atarea simultáneamente en demasiadas actividades, a nadie escandalicen ocasionales injusticias, como la de hundir obras memorables y rescatar por un rato a La trama celeste. En cuanto a esta injusticia en particular, no cometeré la hipocresía de lamentarla; al contrario, la celebraré de acuerdo con la tradición que reclama un prólogo para todo libro reeditado al cabo de algunos años.

Iré más allá: de cada uno de los relatos que integran el volumen diré dos o tres palabras presurosas. En memoria de Paulina refiere en estilo azucarado una historia cuya invención a lo mejor el lector aprueba. El caserón descrito en De los reyes futuros proviene de recuerdos y de sueños y reaparece en otras narraciones mías; Luisa, la muchacha, también. En El ídolo se suelta mi prosa, que por fin echa a andar sin precauciones. No creo que las actuales proezas cósmicas —saltos y giros que no exceden en altura la extensión de la ruta número 2, a Mar del Plata— oscurezcan los viajes de La trama celeste. En El otro laberinto llevo al extremo la tendencia, que por entonces me atraía, de complicar los relatos; el mismo exceso operó la cura y me reveló mi verdadero amor por esa delicada Cenicienta, la belleza menos fácil, la simple. En 1932, caminando por el barrio de la Recoleta, referí a Borges el argumento de El perjurio de la nieve; una noche de insomnio, once años después, uní y até uno por uno los cabos sueltos, armé sin dificultad la historia y a la mañana me puse a escribirla.

Ahora, basta. El autor se aleja, como fatalmente ha de suceder, y el libro enfrenta su destino.

A. B. C.

Buenos Aires, mayo de 1967

Nota

Nota

Del cuento que da título al volumen, escribí cuatro versiones. La primera apareció en la revista Sur; las tres restantes en diversas ediciones de este libro; la segunda, en la del 48; la tercera, en la del 67; la cuarta y, según espero, definitiva, en la presente edición de Losada.

Quiero expresar mi gratitud a Juan José Güiraldes. Con el auxilio de ese amigo, pude limpiar el texto de errores acerca de la base aérea del Palomar y de marcas de aviones de fines de los años veinte. No sin razón los escritores vemos el error de hecho como una desgracia. Cuando lo descubrimos en libros ajenos, dejamos de creer en la historia que nos cuentan.

Agradezco también a Ion Vartic, por su prólogo para la edición rumana de mi libro, y a Beatriz Curia, por su trabajo La concepción del cuento en Adolfo Bioy Casares (Universidad de Cuyo, Mendoza, 1986). A diferencia de tantos críticos propensos a encontrar alusiones que nunca pasaron por la mente de los autores, Vartic y Beatriz Curia descifraron claves que dejé en una cita de los Tristia, en El otro laberinto, y en el epígrafe de El perjurio de la nieve. Por lo demás, dedujeron correctamente lo que había de apócrifo y de verdadero en una referencia a Blanqui.

La redacción de esta nota me trae a la memoria notas o avisos preliminares de libros de texto de mis tiempos de estudiante. Más o menos decían así: La favorable acogida dispensada a esta modesta obra nos mueve a ofrecer una nueva edición mejorada… Palabras que yo leía reverencialmente y que me llevaban a pensar en la remota posibilidad de ponerlas alguna vez en las primeras páginas de un libro mío. Me pregunto si esta aspiración, tonta desde luego, no tuvo su parte en la circunstancia de que yo eligiera el oficio de escribir, que me acompaña a lo l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos