Índice
Servidumbre humana
En vez de Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Capítulo 108
Capítulo 109
Capítulo 110
Capítulo 111
Capítulo 112
Capítulo 113
Capítulo 114
Capítulo 115
Capítulo 116
Capítulo 117
Capítulo 118
Capítulo 119
Capítulo 120
Capítulo 121
Capítulo 122
Sobre este libro
Sobre W. Somerset Maugham
Créditos
Notas
En vez de Prólogo
Me parece un tanto absurdo escribir un prólogo para una novela ya de por sí muy larga; pero es el caso que, cuando se publica un libro escrito muchos años antes, los lectores desean siempre algo de este género con el fin de que estimule su apetito; en consecuencia, me he pasado varios días preguntándome qué podría decirles que los satisficiera.
Esta novela era en un principio más breve, y fue escrita entre los últimos meses de 1897 y los primeros de 1898. Se titulaba entonces, no sin cierta presunción, El temperamento artístico de Stephen Carey. La novela terminaba en el momento de alcanzar el protagonista los veinticuatro años, que era la edad que yo tenía cuando estampé la palabra «Fin». Le hacía partir para Ruán, ciudad que yo conocía por haberla visitado rápidamente, en plan de turista, en dos o tres ocasiones, y también para Heidelberg —lo mismo que en Servidumbre humana—, localidad esta última que conocía perfectamente; le hacía estudiar música —de la que no entendía entonces nada y hoy entiendo muy poco— y también pintura, materia de la que por lo menos en años sucesivos he conseguido comprender alguna cosa. Nunca me he sentido con el valor suficiente para releer el manuscrito de mi antigua novela, e ignoro si posee algún mérito. Fue rechazado por dos o tres editores porque, según ellos, el episodio de miss Wilkinson lo hacía poco apropiado para una casa editorial importante. Y cuando al fin encontré a un editor dispuesto a correr el riesgo de su publicación, no quiso entregarme las cien libras que a mí se me había metido entre ceja y ceja que debía obtener como mínimo por mi trabajo. En vista de ello guardé el manuscrito y no volví a pensar en él.
Pero, cosa extraña, no basta con escribir un libro para liberarse; es necesario también publicarlo; además, yo no podía olvidar las personas, los acontecimientos, los incidentes de que se componía el mío. En el curso de los diez años siguientes viví otras muchas experiencias y conocí a otras muchas personas. El libro continuó formándose sólo en mi mente y muchos acontecimientos de mi vida encontraron sitio en él. Algunos de mis recuerdos eran tan insistentes que no podía deshacerme de ellos ni durante el sueño. Había llegado a ser un comediógrafo de discreta notoriedad. Ganaba bastante y los empresarios se apresuraban a contratar a los actores que habían de representar cada comedia mía antes de que yo hubiese terminado el último acto. Pero mis recuerdos no querían dejarme en paz. Llegaron a constituir tal tormento para mí que decidí abandonar el teatro mientras no pudiera liberarme de ellos. El libro me tuvo ocupado durante dos años. Me sentía desconcertado ante el volumen que iba adquiriendo, pero yo no escribía por gusto; escribía para liberarme de una obsesión insoportable. Y conseguí mi objeto. Efectivamente, después de haber corregido las pruebas, todos los fantasmas que me habían perseguido desaparecieron y ya no fui molestado más por los personajes y por los incidentes que les concernían. Ahora, al pensar en ellos —no he vuelto a leer ni una sola línea—, me costaría decir en qué parte del libro hay hechos reales y en cuál otra invención; qué parte describe acontecimientos que sucedieron realmente —a veces relatados con entera exactitud, a veces transformados por una ardiente imaginación— y en cuáles se narra lo que yo hubi