Ante la ley

Franz Kafka

Fragmento

Prólogo

Prólogo

por Jordi Llovet

En los últimos años de su vida, Franz Kafka trabó amistad con un joven llamado Gustav Janouch, hijo de un colega suyo en el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo en el que trabajaba, en la ciudad de Praga. Janouch solía acudir al edificio de la casa aseguradora hacia las dos de la tarde –cuando terminaba la jornada de los funcionarios de la administración del Imperio austrohúngaro–, recogía al abogado Kafka a las puertas del edificio y le acompañaba hasta la casa de sus padres, que fue también, salvo excepciones, el domicilio permanente del escritor. Por el camino, Kafka y Gustav Janouch mantenían conversaciones que el segundo, con la mayor fidelidad que pueda suponerse en estos casos, transcribió y legó a la posteridad como uno de los documentos quizá no más exactos, pero sí más reveladores de muchos aspectos de la vida de Kafka, de su idea de la literatura y de su concepción del mundo y la existencia. En el decurso de una de estas conversaciones, a propósito de una exposición de la obra pictórica de Picasso, Kafka le habría comentado a este muchacho: «El arte es un espejo que “adelanta”, como un reloj… a veces». Pocos días antes, y en un tono que se nos antoja muy parecido, el autor nacido en Praga le habría dicho a Janouch: «La misión del escritor es convertir la mortalidad aislada en vida eterna, conducir lo casual a lo forzoso. El escritor tiene una misión profética».

Durante varios decenios después de la muerte de Kafka, sin duda debido a la influencia de cierta crítica de corte sociológico, esta afirmación fue puesta en entredicho: una crítica literaria basada en la trasposición contemporánea de las antiguas categorías de la mímesis no podía aceptar, de buenas a primeras, que un escritor nacido en el seno de una gran ciudad, más aún si había nacido a finales del siglo XIX, en plena transformación de la ciudad misma y en pleno desarrollo de las contradicciones de clase que perfilaron la sociedad europea hoy todavía vigente, una escuela de crítica literaria con tales determinaciones, decíamos, no podía entender fácilmente que el primer cuarto del siglo XX hubiese sido el fermento de una obra que, si por un lado no deja de poseer un asidero muy firme en las circunstancias de la historia, posee igualmente un engarce –diremos mejor: un referente, un horizonte– en lo trascendental, lo religioso o lo profético. En cierto modo, parte de la culpa de que Kafka fuera considerado, en los años cincuenta o sesenta, un autor realista que se habría limitado a metaforizar las condiciones de existencia de un ciudadano en el seno de una sociedad dominada por el signo de la burocracia o de las formas de vida del capitalismo, fue de uno de sus primeros exegetas, por no decir el primero de ellos: Max Brod, artífice de la salvación del fabuloso legado kafkiano. En efecto, Brod, uno de los más destacados miembros del movimiento sionista en la ciudad de Praga, puso un empeño especial, en su primera biografía de nuestro autor, en subrayar lo muy próximo que se hallaba Kafka a «la santidad», llevando, como cabía esperar en su personalidad, las aguas más bien confusas de la obra del autor al terreno de una religiosidad que, en el mejor de los casos, éste solo concibió de una manera simbólica, o, como se ha dicho, más como «horizonte» o «profecía» que como credo.

Estas dos concepciones diametralmente opuestas de la obra literaria de Kafka –su vida seguirá siendo un misterio a pesar de las más prolijas y documentadas biografías– constituyen, articuladas entre sí a pesar de todo lo que aparentemente las separa, la clave de su peculiar universo narrativo. Las narraciones de Kafka tienen mucho que ver con los avatares históricos que circundan la vida de nuestro autor, pero tienen también mucho que ver (aunque esto sea precisamente lo más difícil de apreciar en ellas) con una dimensión trascendental que escapa, por todos lados, a cualquier determinación en el tiempo y el espacio. Estas narraciones ofrecen una idea perfecta, aunque alegórica, de las condiciones de vida de un funcionario en una compañía de seguros filial de una institución imperial con sede en Viena; pero conducen también a una idea muy precisa de la relación del autor con las esferas mucho más insondables de la trascendencia. Se trata de un universo narrativo que solo acaba de entenderse cuando se cruzan y se armonizan entre sí lo cotidiano y lo sagrado, la existencia y la eternidad, las circunstancias históricas que definen el imperio de los Habsburgo y la dimensión mucho más inconcreta de lo metafísico. Renunciar a la visión conjunta de estas dos cuestiones, es decir, ya refugiarse con espíritu materialista en la mera plasmación de lo histórico, ya referirse, con espíritu místico-religioso, a la sola dimensión metafísica de la obra de Kafka, significa inevitablemente arruinar la grandeza de esta obra, liquidar lo que resulta esencial y singular en este autor. Pues, como veremos, no hay en Kafka determinación histórica alguna que no pueda proyectarse en el reino de lo trascendental, como no hay ningún elemento de su carácter profético que no pueda encontrar explicación en la experiencia de lo cotidiano. Ni el gesto más menudo de los muchos que llenan, casi retóricamente, la obra narrativa del autor, se encuentra desprovisto de las dos dimensiones aludidas: que un personaje hunda el rostro en el pecho, como se lee en múltiples pasajes de la obra narrativa de Kafka –así, en este volumen, en la narración denominada «En la galería»–, tanto permite al lector «visualizar» la desesperación de este personaje como obliga a suponer, siquiera sea entrever, el peso de un destino o de una Ley que no forma parte, a primera vista, de las categorías de una experiencia común. El carácter abstracto de lo trascendental y el cariz elemental de una experiencia cotidiana se funden, en la obra de Kafka, como nunca antes, posiblemente, se habían fundido en la literatura universal en prosa; y solo esta fusión explica la rara concepción kafkiana del oficio de escritor. El arte narrativo de Franz Kafka «adelanta» como un reloj en la medida que, remitiendo a un tiempo histórico muy determinado, lo supera hasta alcanzar una esfera superior, hasta abrazar unas dimensiones que no son, propiamente hablando, de este mundo. Quizá por esta razón Kafka pudo decirle a su prometida Felice Bauer: «Para poder escribir, tengo necesidad de aislamiento, pero no como un ermitaño, algo que no sería suficiente, sino como un muerto. El escribir, en este sentido, es un sueño más profundo, o sea la muerte, y así como a un muerto no se le podrá sacar de la tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi mesa por la noche». Situado, como los muertos, entre una corporeidad olvidada y el asombro ante la dimensión de lo eterno, Kafka elabora una literatura única en la historia que oscila permanentemente entre la descripción pormenorizada de efímeros gestos y los horizontes vastísimos de la eternidad. Este es, en definitiva, el signo bajo el que deambula por los caminos el «médico rural» en la narración con este nombre, en la que se lee: «He sido contratado por la autoridad del distrito y cumplo con mi deber hasta el límite, hasta

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