La Galatea

Miguel de Cervantes

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

A Miguel de Cervantes le tocó vivir, pues nació a mediados del siglo XVI y murió en 1616, la España de Felipe II y Felipe III: uno de los períodos más controvertibles —con la grandeza imperial a la espalda— de nuestra historia, a la vez que, paradójicamente, el más resplandeciente de nuestra literatura. Más concretamente, el autor desarrolla su actividad literaria, mutatis mutandis, en los cincuenta años centrales de lo que solemos denominar «Siglo de Oro»: en los últimos veinte años del siglo XVI y en los dieciséis primeros del XVII; justamente a caballo entre el Renacimiento y el Barroco o, lo que es lo mismo, en el eje central tanto de la decadencia imperialista como del máximo esplendor de nuestra literatura clásica. Pero no es sólo que le tocase asumir biográfica y estéticamente tal coyuntura histórica y cultural, sino que, además, la vida y la obra de Cervantes se alzan como el mejor exponente de uno y de otro extremo: acaso, uno de los hombres más desafortunados y controvertidos de su época; con absoluta seguridad, nuestro mayor escritor de todos los tiempos y el mejor novelista universal.

Desde el punto de vista histórico y político, en efecto, durante el período en cuestión, la España Imperial, con todo su esplendor, es conducida hasta su desmoronamiento definitivo: en los últimos años de Felipe II merma alarmantemente la hegemonía exterior (la Armada Invencible); luego, con Felipe III, arrecia el resquebrajamiento interior y, en fin, con el cuarto Felipe, cuaja la ruina más absoluta (separación de Portugal, independencia de Holanda, etc.); la Paz de Westfalia (1648) daría la puntilla a un imperio decadente desde hacía tantos y tantos años. Las incesantes guerras exteriores —ya expansionistas, ya religiosas—, el endeudamiento y la presión de los banqueros extranjeros, la emigración a Indias y el retorno muchas veces fracasado, la despoblación y el abandono del campo, las pestes, la inexorable expulsión de los moriscos… sumieron ciertamente a la España áurea en una insalvable penuria económica, luego agravada por el gobierno veleidoso de los grandes validos y privados (el duque de Lerma o el conde-duque de Olivares servirán de muestra inequívoca).

Al mismo tiempo y compás, el humanismo renacentista, tan abierto de miras y tan impregnado de las ideas reformistas de cariz erasmiano, queda soterrado por las intransigencias contrarreformistas hispanas. Los españoles seguirán inmersos en su obsesión casticista de cuño religioso, con sus distingos entre cristianos viejos y nuevos (judíos y moros convertidos al catolicismo desde hacía poco), según marcan los consabidos estatutos de limpieza de sangre, atizando así vivamente el malestar social (comercio de títulos seudonobiliarios, represión inquisitorial convertida en espectáculo público mediante los Autos de Fe, expulsión masiva de los moriscos, etc.) y obstaculizando de forma catastrófica el desarrollo económico (exención de tributos a los nobles, desprecio del trabajo manual, condena de la actividad financiera, etc.). La decadencia histórica estaba garantizada desde todos los frentes: militar, político, económico, social, religioso…, pero de ella germinaría la Edad Dorada de nuestra literatura clásica.

Afortunadamente, en contraste frontal con la crisis generalizada, durante los años que nos ocupan escriben nuestros autores más sobresalientes (Fray Luis, San Juan, Alemán, Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, etc.) y, como consecuencia, ven la luz las obras clásicas por excelencia de nuestra historia literaria (el Guzmán de Alfarache, Fuenteovejuna, las Soledades, el Buscón… y, claro está, el Quijote), a la vez que se perfilan poco a poco sus grandes géneros: la novela moderna, el teatro clásico y la poesía lírica; o lo que tanto monta, Cervantes, Lope y Góngora. Gracias a tan frenética y fructífera actividad creativa, el legado renacentista, de ascendente italiano, se aclimata definitivamente a la cultura hispana impuesta por las circunstancias históricas antes reseñadas: la literatura adquiere el cuño «áureo» del Barroco y, en consecuencia, las grandes ficciones idealistas del quinientos ceden su espacio a una cosmovisión desilusionada y pesimista, donde parecen imperar sólo el engaño y el desengaño; en la misma línea, los perfiles rectilíneos y heroicos del XVI se ven suplantados por un canon artístico cifrado en el extremismo y la desproporción, sin más objetivos que el retorcimiento y la distorsión; y, por el mismo camino, el «escribo como hablo», tenido por ideal estilístico desde Valdés, deja paso al conceptismo y al culteranismo, encaminados a potenciar y complicar hasta el delirio las posibilidades ya semánticas, ya estéticas, del lenguaje.

Pero mucho más relevante que todo eso, por lo que aquí interesa, es notar que Cervantes se desenvolvió en el cogollo mismo de esa coyuntura histórico-cultural; y no sólo eso, sino que la protagonizó, la sufrió y la rentabilizó como ningún otro: la protagonizó encarnando biográficamente el viejo ideal de la conjunción entre armas y letras que, si por un lado, lo animaría a alistarse como soldado y participar, no sin orgullo imperialista, en Lepanto, por otro, lo arrojaría a competir literariamente, aunque con muy desigual fortuna, en los tres grandes géneros a partir siempre de una formación claramente renacentista; la sufrió —decimos—, pagando sus ínfulas de grandeza imperial con un cautiverio seguido de un penoso cargo de recaudador de abastos, a la vez que teniendo que ceder terreno creativo ante el empuje de Lope de Vega en teatro y ante los grandes poetas del tiempo en el arte de las musas; y, en fin, la rentabilizó —queremos sostener—, concibiendo una literatura sin parangón, siempre apegada a la realidad de su tiempo y siempre comprometida con el experimentalismo estético, que lo convertiría en el escritor inmortal que es. Sin duda alguna, en la trayectoria que va de La Galatea (1585) al Persiles (1617), pasando por el Quijote y las Ejemplares, se plasma, mejor que en la obra completa de ningún otro escritor, el proceso que va del Renacimiento al Barroco, pasando en este caso por el Manierismo. Claro que Cervantes es Cervantes, ni más ni menos: aun alzándolo como exponente inconfundible de su tiempo y de la literatura de su época, sus creaciones quizá no sean definibles ni como renacentistas, ni como manieristas, ni como barrocas; al menos, trascendieron con mucho a su tiempo y desde hace mucho son y seguirán siendo, simplemente, cervantinas.

En el caso concreto de La Galatea, empero, conviene perfilar un tanto los trazos generales de ese apresurado esbozo histórico, literario y biográfico, pues como título inaugural de la brillante trayectoria novelesca cervantina, distanciado nada menos que veinte años de su inmediato sucesor, el Quijote, participa de estos antecedentes de una manera muy particular; representa, desde luego, un arranque sólido, claramente dependiente de las circunstancias reseñadas, que dejará su huella en el devenir narrativo del autor, pero, como es lógico, ni se ve afectado por los acontecimientos venideros ni alcanza los logros artísticos futuros. En efecto, ni la España regida por Felipe II en la década de 1580, afanada a la sazón en anexiones expansionistas, es la misma que la de sus sucesores en la corona, expuesta a las veleidades de l

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