Ataque a un enemigo de la libertad (Serie Great Ideas 3)

Cicerón

Fragmento

cap-1

Primera Filípica de Marco Tulio
Cicerón contra Marco Antonio

Antes de decir, senadores, lo que creo que debe decirse en estas circunstancias sobre la actual situación política, os expondré brevemente los motivos de mi partida y de mi regreso. Como confiaba en que por fin la República había sido encomendada de nuevo a vuestra sabiduría y autoridad, consideraba que era mi obligación permanecer, por así decirlo, en mi puesto de centinela, como se espera de quien ha sido cónsul y es senador. Y así, desde el día en el que fuimos convocados en el templo de la diosa Tierra, nunca abandonaba mi puesto ni apartaba mis ojos de la República. En ese templo, en cuanto de mí dependió, puse los cimientos de la paz, renové un antiguo ejemplo de los atenienses, tomé incluso prestado el término griego del que aquella ciudad se había servido en el pasado a la hora de poner fin a las discordias civiles, y propuse que cualquier recuerdo de nuestras discordias quedase sepultado bajo un eterno olvido. Insigne fue entonces el discurso de M. Antonio, excelentes también sus propósitos. Él y su hijo fueron los garantes de que por fin se había consolidado la paz con los ciudadanos más eminentes. Y el resto de su vida política se guiaba por estos buenos principios: hacía participar a los principales de la ciudad de las discusiones que sobre los asuntos de Estado se celebraban en su casa, proponía ante el estamento senatorial excelentes leyes, nada, a no ser lo que de todos era conocido, era entonces encontrado entre los documentos dejados por G. César, a todas las preguntas que se le hacían respondía mostrándose como un hombre de muy firmes principios. «¿Se rehabilita a algún desterrado?» «Sólo uno, decía, y ninguno más». «¿Se concede alguna exención de impuestos?» «Ninguna», respondía. Quiso incluso que aprobásemos el parecer del ilustrísimo Servio Sulpicio de modo que, tras los idus de marzo, ninguna tablilla con decretos o beneficios de César fuese fijada públicamente.

Paso por alto muchos otros de sus actos, aunque insignes, pues mi discurso se apresura a tratar de una medida admirable y excepcional de M. Antonio: hablo de la magistratura de la dictadura, que recientemente se había arrogado el violento poder que es propio de los reyes, y que él extirpó de raíz de la República. Ni siquiera manifestamos nuestro parecer al respecto. Presentó por escrito ya preparado un decreto senatorial que quería que se aprobase y a cuyos puntos, una vez que fue leído, todos nos adherimos con el mayor entusiasmo, expresando públicamente a su autor por medio de otro decreto del Senado nuestro agradecimiento en los términos más solemnes. Parecía que una cierta luz de esperanza se mostraba ante nosotros, pues no sólo era suprimido el opresivo reinado que habíamos padecido, sino hasta el temor de un nuevo reinado; y que Antonio hacía entrega a la República de un magnífico presente: su deseo de que los ciudadanos fuesen libres, puesto que, a causa del reciente recuerdo del establecimiento de la dictadura perpetua, había extirpado de raíz de la República el título de dictador, aunque con frecuencia éste hubiese sido concedido con justicia en el pasado. Pocos días después, el Senado se veía libre del peligro de una matanza y fue arrastrado con el gancho el cadáver de ese esclavo fugitivo que se atribuyó violentamente el nombre de Mario. Todo esto Antonio lo hacía de común acuerdo con su colega en el consulado, Dolabela. Éste tomaba además bajo su propia responsabilidad otras decisiones, que, de no haber estado su colega ausente, estoy convencido de ello, habrían sido consensuadas entre los dos. Por ejemplo, cuando un infinito mal, serpenteando, se deslizaba dentro de la ciudad y de día en día se extendía más y más, y cuando esos mismos que habían celebrado esos indignos funerales de César levantaban en honor de éste una columna en el foro; cuando, en fin, unos hombres depravados secundados por esclavos de igual catadura que ellos, amenazaban de forma más y más apremiante cada día los techos y los templos de la ciudad, fue tal la dureza con la que Dolabela reprimió tanto a aquellos insolentes y criminales esclavos como a aquellos sacrílegos y execrables hombres libres, y tal el modo en el que echó abajo aquella abominable columna, que me parece mentira que los tiempos se hayan vuelto tan diferentes cuando pienso en aquel día memorable.

En efecto, he aquí que en las calendas de junio, en las que se nos había convocado a que nos presentásemos, todo había cambiado: nada se resolvía por intermedio del Senado, muchas e importantes medidas se decidían en la asamblea popular, incluso sin ésta y contra su voluntad. Los cónsules elegidos para la próxima legislatura decían que no se atrevían a acudir al Senado. Los libertadores de la patria se veían privados de la ciudad de cuyo cuello habían apartado el yugo de la esclavitud; no obstante, los propios cónsules les alababan en las asambleas ciudadanas y en todos sus discursos. Los que eran llamados «los veteranos», por cuyo interés este estamento había mirado con el mayor de los celos, no eran exhortados a conservar aquellos bienes que ya tenían, sino que eran incitados a tener esperanzas de obtener nuevos botines. En cuanto a mí, como prefería conocer estos males de oídas que verlos en persona, y disponía del derecho de viajar como legado, partí con el propósito de estar de vuelta en las calendas de enero, en las que pensaba que comenzarían las sesiones del Senado.

Os he expuesto, senadores, la causa de mi partida. Os expondré ahora brevemente la de mi regreso, que es más digno de consideración. Como no sin motivo quise evitar Brundisio y la ruta habitual a Grecia, llegué en las calendas del mes Sexto a Siracusa, pues se hablaban maravillas del trayecto que llevaba desde aquella ciudad a Grecia. Sin embargo, esta ciudad a la que me unen los lazos más estrechos no pudo retenerme, pese a sus deseos, más de una única noche. Temí que mi llegada repentina al lado de mis amigos causase sospechas si me demoraba entre ellos. Como a continuación los vientos me desviaron desde Sicilia hacia Leucopetra, que es un promontorio de la comarca de Regio, me embarqué desde allí para continuar mi travesía. Y no había avanzado mucho, cuando el austro me hizo retroceder empujándome de nuevo hacia el mismo punto desde donde había embarcado. Como era noche cerrada, me quedé en la quinta de P. Valerio, camarada e íntimo amigo mío. Al día siguiente, cuando aún permanecía en casa de éste aguardando un viento favorable, vino a verme un gran número de ciudadanos del municipio de Regio, entre ellos algunos que acababan de llegar de Roma. Por ellos tuve conocimiento, en primer lugar, del discurso de Antonio ante la asamblea del pueblo, que me agradó tanto que, tras leerlo, comencé a pensar en regresar. No mucho después se me proporcionó asimismo un edicto de Bruto y Casio, que ciertamente, quizás porque les profeso incluso más afecto por sus servicios a la República que por la amistad que nos une personalmente, me parecía lleno de equidad. Se me decía además —pues, en efecto, ocurre con frecuencia que los que quieren anunciar buenas noticias añadan algo de su invención para hacer más alegre lo que anuncian— que se lograría un acuerdo: en las calendas del mes próximo el Senado se reuniría con una asistencia muy numerosa y en esa sesión Antonio, con el alejamiento de sus malos consejeros y la renuncia a las provincias de las Galias, evidenciaría que volvía a dejarse guiar

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