El último tren a la zona verde

Paul Theroux

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Mapas

1. Con la gente irreal

2. El tren de Khayelitsha

3. Ciudad del Cabo: el espíritu del Cabo

4. El autobús nocturno a Windhoek

5. El tren nocturno de Swakopmund

6. A través de la sabana hasta Tsumkwe

7. Ceremonia en la encrucijada

8. Con la gente real

9. A lomos de un elefante: el safari definitivo

10. Las manadas hambrientas de Etosha

11. La frontera del mal karma

12. Tres pedazos de pollo

13. De voluntario en Lubango

14. Los patios de esclavos de Benguela

15. Luanda: la ciudad improvisada

16. «Este es el aspecto que tendrá el mundo cuando se acabe»

17. ¿Qué hago aquí?

Notas del autor

Notas de la traductora

Sobre el autor

Créditos

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Para Albert y Freddy,

Sylvie y Enzo,

con cariño de su abuelo

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Cuando mi padre viajaba, no temía a la noche. Pero ¿tenía todos los dedos de los pies?

Proverbio bakongo (Angola)

Dios todopoderoso dijo a Moisés, la paz sea con él: «Coge una vara de hierro y calza unas sandalias de hierro, y recorre la tierra hasta que la vara se rompa y las sandalias estén gastadas».

MUHAMMAD BIN AL-SARRAJ, Uns al-Sari wa-al sarib
(A Companion to Day and Night Travelers),
1630, traducido al inglés por Nabil Matar

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1. Con la gente irreal

En la ardiente sabana del nordeste de Namibia me encontré con un nido de termitas en un montículo de arena suave, pulverizada por las hormigas, y, con solo esa mínima elevación bajo las suelas de mis zapatos, el paisaje se abrió en un abanico majestuoso, como las páginas agitadas de un libro aún por leer.

Reanudé el paso detrás de una fila de hombres y mujeres menudos, casi desnudos, que caminaban deprisa bajo un cielo cubierto de fuego dorado a través de la seca corteza de lo que en otros tiempos se conocía en afrikáans con el burdo nombre de Boesmanland (la tierra de los bosquimanos) —mujeres risueñas con bolsas de canguro en el pecho, un niño pequeño con la cabeza como un fruto peludo que sobresalía de una de las bolsas, hombres con vestimentas de cuero que llevaban lanzas y arcos, nueve en total contándome a mí—, y pensé, como pensaba desde hacía años durante mis viajes por la tierra entre seres humanos: los mejores llevan el culo al aire.

Feliz una vez más, de vuelta en África, el reino de la luz, estaba trazando un nuevo camino a pie por este antiguo paisaje, gozando de «un pasado palpable, imaginable y visitable, con las distancias más cortas y los misterios más claros». Iba esquivando espinos en compañía de unas personas esbeltas de piel dorada que eran el pueblo más antiguo del mundo, con un linaje que se remonta al oscuro abismo del tiempo en el Pleistoceno Superior, hace unos treinta y cinco mil años: nuestros ancestros indudables, los auténticos aristócratas del planeta.

Nos detuvo el bufido de un animal oculto y sobresaltado. Luego, el roce de sus ancas en la maleza. Luego, el ruido de sus cascos en las piedras.

—Un kudú —susurró uno de los hombres mientras se inclinaba para oírlo alejarse sin volver la mirada, como si pronunciara el nombre de alguien conocido. Volvió a hablar y, aunque no le entendí, escuché como si fuera una música nueva; tenía un lenguaje absurdo y eufónico.

Esa mañana, en Tsumkwe, el pueblo más próximo —más que un pueblo, un cruce de caminos abrasado por el sol, lleno de cabañas y unos cuantos árboles de sombra—, había oído en mi radio de onda corta: Convulsión en los mercados financieros mundiales, que se enfrentan a la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Los países de la eurozona se acercan al precipicio y se espera que Grecia caiga en la bancarrota, después de que el gobierno haya rechazado un préstamo de 45.000 millones de dólares para reducir su deuda.

La gente a la que seguía iba riéndose. Eran personas de habla joisán, miembros de un subgrupo del pueblo !kung que se llamaban a sí mismos ju/’hoansi, un nombre con sonido de cacareo y difícil de pronunciar que significa «la gente real» o «la gente inofensiva». De tradición cazadora y recolectora, no estaban acostumbrados a utilizar el dinero. Todavía hoy, arrinconados en los márgenes de la llamada tierra de los bosquimanos (el nombre que daban a esta parte en concreto era Nyae Nyae), y establecidos en asentamientos irregulares, no solían ver dinero y menos aún usar un material que se deterioraba de tal manera. Complementaban su dieta mediante la caza, rebuscando comida y aceptando patéticas limosnas. Seguramente no pensaban en el dinero o, si lo hacían, sabían que nunca iban a tener. Mientras los griegos se rebelaban y gritaban contra su gobierno, los italianos clamaban contra la pobreza en las calles de Roma y los portugueses y españoles contemplaban, atónitos, la perspectiva de la bancarrota, y en medio de noticias de quiebras, monedas sin valor y medidas de austeridad, los ju/’hoansi permanecían indestructibles en sus tradiciones, o eso me pareció en mi ignorancia.

La joven que iba delante de mí cayó de rodillas en la arena. Tenía el rostro precioso y delicado, vagamente asiático —aunque también con algo de extraterrestre—, que poseen casi todos los san. Es decir, pedomórfico, la cara inocente y cautivadora de un niño. Deslizó los dedos alrededor de una mata finísima que sobresalía del suelo, se agachó, se apoyó en un codo y empezó a escarbar. Con cada puñado de tierra le brillaban los ojos, se le agitaban los senos y los pezones temblaban contra la tierra, una de las pequeñas emociones de esta excursión. Al cabo de un minu

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