La vuelta de los 25

Marc Serena

Fragmento

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Contenido

Prólogo

El despegue

1 Soñar en Soweto

2 Calma en Maputo

3 La familia swazi

4 Poesía en medio del horror

5 El corazón de Japón

6 Una estrella de cerca

7 Verde camuflaje

8 Pulverizando límites

9 Ser gay en la India

10 Una boxeadora tailandesa

11 El peso del pasado

12 Vietnam emergente

13 Pescando en el paraíso

14 El australiano que no dormía

15 Orgullo maorí

16 Un milagro en la prisión

17 Heurística argentina

18 Una noche en la selva

19 Despertando Bogotá

20 Un cowboy sureño

21 Dulce Chiapas

22 La metáfora del hot dog

23 El otro mundo posible

24 Rosa, jazmín y vainilla

25 Dirección a Júpiter

El aterrizaje

Epílogo

Agradecimientos

Notas

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Prólogo

La barquita avanzaba vacilando a través del río Ucayali, en un punto indeterminado de Perú. Recuerdo que era de noche y que estábamos flanqueados por la tupida selva amazónica. Sin niçngún atisbo de luz, sin ninguna referencia. Pero con una dirección.

Compartía viaje con dos maestras con ganas de hablar. Volvían, como yo, de una comunidad indígena a la que sólo se puede acceder a través del río. Conversamos dos o tres horas, hasta que el cielo ennegreció y no pudimos vernos las caras. El silencio de la selva cobró todo el protagonismo y empezamos a oír el sonido del río acariciando el casco de la embarcación.

En aquel momento, mientras tratábamos de descifrar los latidos de vida salvaje que nos llegaban de lejos, una luciérnaga «subió» a nuestra barca. Era un punto de luz que tan pronto se iluminaba como desaparecía en la oscuridad. Sus destellos nos acompañarían el resto del viaje.

Cuando la luciérnaga brillaba, minúscula, me calmaba y pensaba que llegaríamos a buen puerto.

Cuando se apagaba, empezaba a preocuparme y a darle vueltas a todo.

 

 

Si una cosa no me ha faltado en este viaje han sido horas para reflexionar una y otra vez. Sobre todo en los trayectos interminables en tren y autobús, pero también esperando en aeropuertos desconocidos y, claro está, cada noche antes de dormirme en una cama distinta.

Algunas de estas veces me preguntaba: ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Quién me mandó asumir este reto? ¿Por qué un día decidí dejarlo todo?

Aún no he conseguido responder a muchos de estos interrogantes. Supongo que me dejé guiar por mi curiosidad infinita y, por qué no decirlo, por una cierta inconsciencia.

Recuerdo el día en que conté la idea de este libro a un amigo. Se quedó de piedra. Me dijo que era una enorme estupidez que demostraba mi inmadurez. Fue justo en aquel momento cuando decidí de verdad que apostaba por escribirlo. Que valía la pena, aunque desconociera su final.

Lanzarse a un viaje tan largo me parece una decisión equiparable a la de tener hijos o a la de abrir un negocio. Es uno de estos proyectos vitales que, si te lo piensas un par de veces, terminas por posponer.

Quizás, amigo lector, te preguntarás si se me hizo largo, cómo encontré a los 25 jóvenes, qué les une entre sí, qué conclusiones extraje... Es difícil responder a estos interrogantes sin alargarme demasiado. A los 25 jóvenes, ahora ya 25 amigos, los conocí de mil modos distintos, algunos por casualidad. Al pescador de una isla perdida fui a buscarlo en la playa de una isla remota; a la prisionera, pidiendo permisos al gobierno; al monje budista, convenciendo a mucha gente por teléfono; a la cantante de éxito, gracias a un buen contacto; al medallista olímpico, leyendo los periódicos; a la altermundista, en una manifestación...

Hay también quien me pregunta cómo nos entendimos, cómo he podido convivir con ellos. La mayoría de las veces hemos hablado en inglés, pero también he necesitado el español, el francés o, directamente, comunicarnos en su lengua materna y esperar una traducción.

El material final es producto de la intuición, la aventura y la ayuda de decenas de personas anónimas que han puesto su granito de arena sin preguntarse apenas el por qué. Hay quien me ha acogido en su casa o me ha guiado por su ciudad. Hay los amigos y familiares que han aguantado mis desvaríos y los desconocidos que me han abierto las puertas de su vida.

Éste es un retrato del mundo on the road, que ha evolucionado al mismo ritmo que el viaje. En ningún momento tenía claro por qué países pasaría ni con qué 25 jóvenes conviviría. Sólo sabía que quería evitar los tópicos injustos y los juicios rápidos. Hasta que pisé un país concreto, no empecé a pensar cuál debería ser el siguiente eslabón de esta cadena mundial.

La selección final incluye jóvenes pobres de países ricos, jóvenes ricos de países pobres, con estudios y sin estudios, mañosos, intelectuales, chicos, chicas, con familia o solitarios, personas con ganas de cambiar el mundo, conformistas, modelos y antimodelos... Una representación, creo que consistente, de la juventud del mundo. Donde se puede descubrir qué piensan muchas personas a quienes nunca se les pide opinión.

Este libro quiere retratar una generación que de aquí a un tiempo liderará el mundo. Son 25 personas que ayudan a entender el presente y a intuir el futuro de cada uno de sus países. Una información que me parece tanto o más valiosa que las grandes prospectivas macroeconómicas que tanto poder de influencia tienen en la toma de decisiones de nuestros gobernantes.

Aquí encontrarás el verdadero Zeitgeist.

Sobre todo porque todas estas páginas son auténticas.

He tratado de ser lo más fiel posible a las personas que me han dado su confianza y con los lugares tal y como los he conocido. He contrastado cada uno de los datos que aquí aparecen hasta límites enfermizos. Aquí no se ha fabulado ni se ha intensificado nada. Hay historias que son imperfectas, descompensadas y, quizás, incluso prosaicas. Pero así son en realidad.

Hay pocas descripciones farragosas, pero sí abundancia de hechos, acciones y la palabra del otro. Así se ha vivido, no hay retórica... Intento hablar poco de mí y mucho del mundo.

Son 25 historias globales y sugeridoras, explicadas sin prejuicios ni complejos, sin presiones ni prisas. De la manera más honesta posible. Son 150.000 kilómetros destilados en 25 capítulos. Es una búsqueda de lo más elemental. Todos los protagonistas responden a lo mismo: qué los hace reír y llorar, quiénes son y qué quieren ser, cómo ven su futuro y el de su país...

Yo he aprendido algunas lecciones. Quizá tú también.

Si quieres, te acompañaré en este viaje.

Eso sí, apareciendo y desapareciendo como una pequeña luciérnaga...

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El despegue

Barcelona, 8 de septiembre de 2008

 

Lo más emocionante de la despedida ha sido abrazar por última vez a mi abuela. Hacía días que pensaba en todo lo que le diría... pero no ha servido de nada. Las palabras no me han salido.

«Marc, ¿allí adonde vas hace frío o calor?», me ha preguntado.

Y he notado en el pecho cómo mi corazón palpitaba más fuerte.

Hemos empezado a llorar. Sólo he podido abrazarla y hacerle 90 besos. Uno por cada uno de sus años.

«¡Sobre todo, come bien!», he oído que decía cuando salía por la puerta.

 

 

Despedirse no es fácil.

Los preparativos han sido agotadores.

Estos últimos meses, un suplicio.

El cansancio me aparece ahora, cuando el avión está a punto de despegar.

Viajando solo asumes toda la presión. Nada puede fallar, no se puede culpar a nadie.

Sólo para decidir el equipaje he pasado días. Un amigo sabio me advirtió que la mejor maleta es la que, si se pierde, no pasa nada. Sí, sí, de acuerdo. Pero, ¿con ruedas o sin ruedas? ¿Qué medicamentos? ¿Saco de dormir? ¿Linterna frontal? ¿Cuerda y esparadrapo? ¿Brújula? ¿Ropa de invierno? ¿De verano?

Al final, me he ido con lo mínimo. He conseguido reducirlo todo a 15 kilos. Y, después, despreocupado, he cargado con algunos libros para no sentirme solo. En el aeropuerto he alucinado: ¡7 kilos! ¡Qué desproporción!

Pero... ¿cómo se puede preparar una maleta sin tener una ruta clara? Me voy con el objetivo de dar la vuelta al mundo y entrevistar a 25 jóvenes de mi edad, 25 años, de 25 países. Pero, ¿aguantaré todo este tiempo viajando? ¿Y si me rindo antes? ¿Y si me pasa algo? ¿Y si mi pasaporte no tiene suficientes páginas? ¿Y si me quedo sin ahorros?

Hundo mi cabeza en el asiento del avión. Me quedo mirando con cara de susto a las azafatas, el catálogo de productos de la aerolínea, las bolsas de vomitar y el cinturón. Como si fuera el primer vuelo de mi vida. El cerebro centrifuga a gran velocidad. Son demasiadas conversaciones acumuladas en pocos días, demasiados consejos que no podré cumplir, muchas dudas por resolver.

Observo a mis compañeros de viaje. Hay un detalle que no me cuadra: voy a Sudáfrica y en el avión únicamente hay blancos. ¿Cómo puede ser? ¿Estoy en la dirección correcta?

Quizás es que estoy nervioso. ¿O son los primeros efectos de la medicación preventiva?

Saco de la mochila un mapa del mundo. He trazado con lápiz el recorrido aproximado. Me gustaría recorrer los cinco continentes: el sur de África, el norte de Asia, la India, el sudeste asiático, Oceanía y cruzar el continente americano de sur a norte. ¿Demasiado pretencioso?

La megafonía interrumpe mis pensamientos. Es el mensaje que nos alerta de que estamos a punto de despegar. Me viene a la memoria mi madre. Se ha pasado los últimos días ayudándome a prepararlo todo, advirtiéndome mil veces de todas las desgracias que me amenazan, repreguntándome si estoy convencido de irme... sufriendo tanto o más que yo.

Esta tarde, ha llegado la hora de separarnos. Pensaba que me sermonearía por última vez, que me recriminaría todo lo que sufrirá por mi culpa. En lugar de eso, me ha cogido con toda su fuerza, me ha mirado a los ojos como sólo lo sabe hacer una madre y me soltado: «¡Sé muy feliz!»

Nunca me lo había dicho tan claro.

Intentaré hacerle caso.

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1

Soñar en Soweto

Sambulo. DJ. Johannesburgo (Sudáfrica)

12 de septiembre de 2008

 

En medio de Johannesburgo se encuentra el Carlton Centre, una torre de oficinas vulgar, amarronada, que no tendría ningún tipo de interés si no fuera el edificio más alto de África.

El mirador está en la última planta, junto a un bar y una tienda de souvenirs. Hace un día bonito, pero no hay nadie. Ni una pareja de enamorados, ni un turista, ni un curioso... Está desértico. Sólo veo a los camareros y a los dependientes de las tiendas, que charlan entre ellos para matar el tiempo.

Llegar al mirador no es fácil. Johannesburgo es una de las ciudades más peligrosas del mundo. El centro es una zona fantasma, plagada de edificios desocupados, de donde las grandes empresas han escapado los últimos veinte años. No hay blanco que se atreva a caminar, ni de día ni de noche.

Y eso que las vistas son fantásticas. Joburg —o también llamada Jozi— no tiene río ni mar, y el ojo abarca un espacio habitado por siete millones de personas que se diseminan en todas direcciones. Es una de las ciudades más pobladas de África. Todo es tan pequeño que parece regido por un orden.

Error. Lo descubrí nada más llegar. Pedí al taxista del aeropuerto que me llevara al centro. Se negó: «¡Imposible! Blanco y cargado con una maleta, ¡durarías cinco minutos!»

Me asustó explicándome que acababan de secuestrar a un italiano hacía dos días, cuando iba a sacar dinero en un cajero automático. Me repitió tantas veces que fuera con cuidado que opté por darle la dirección exacta de mi alojamiento.

La paranoia se extiende rápido.

Me alojo en el barrio de Sandton, una de las áreas más seguras de la ciudad. Está tan protegido que parece un zoológico. Cada casa está rodeada de muros, alambradas y guardias de seguridad las 24 horas. Para visitar a los vecinos hay que subirse a un coche y superar tres controles de seguridad.

Durante cincuenta años, el apartheid impidió el contacto entre blancos —afrikáners— y negros. Los matrimonios mixtos se prohibieron y el sexo interracial se ilegalizó. La minoría blanca, atraída por las minas de oro, intentó recrear una Europa que, en realidad, estaba a miles de kilómetros. No fue hasta 1976 que la mayoría negra se sublevó y, posteriormente, en los años noventa, puso fin a la absurdidad racista.

En pleno siglo xxi, la separación por el color de la piel sigue vigente en Sudáfrica y puede parecer aún más dolorosa. Ahora ya no hay tribunales que determinen a qué grupo perteneces estampándotelo en un carné. Pero blancos y negros viven separados... todos tienen asumido qué espacios les corresponden. Los blancos son menos, pero tienen sueldos seis veces más altos. Se mueven en coche, de un punto a otro punto, sin parar. Viven atrincherados en los mejores barrios, invitándose unos en casas de los otros para hacer barbacoas —braais—. Los negros son mayoría y dominan las calles, pueden andar. Unos y otros mantienen costumbres diferenciadas y trazan vidas paralelas que nunca se cruzan.

Sudáfrica es el país más industrializado del continente pero también uno de los que registran las mayores desigualdades del mundo. Ahora intenta proyectar su mejor imagen. La ciudad está en obras, preparándose para el Mundial de Fútbol. Uno de los edificios más altos que tengo enfrente luce un cartel amarillo descomunal que recuerda que será en 2010. Se acerca el reto más importante que ha asumido el país en los últimos años. Es su oportunidad de mostrar su mejor cara al resto del mundo. Los optimistas dicen que el Mundial servirá para transformar el país. Los pesimistas están convencidos de que el Mundial cambiará de sede a última hora y que ni siquiera llegará a celebrarse.

Estoy cansado de divagar, me miro el reloj.

Hace mucho rato que Sambulo debería haber llegado.

¿Ha habido algún malentendido? ¿O hará honor al tópico que asegura que los africanos son muy poco puntuales?

Viene de Soweto, uno de los barrios con peor fama de la ciudad. Le llaman township y es una nebulosa de casas y barracas diminutas, ordenadas por una lógica distinta y aisladas de la gran ciudad. Se divisa desde aquí, está a unos cuantos kilómetros.

Mejor si le llamo al móvil:

—¿Sambulo?

—¿Sí? —me responde.

—¿Dónde estás?

—En el Top of Africa.

—¡Yo también! ¡Arriba en el mirador! ¿Por qué no te veo?

—Me he quedado abajo.

—¿Quieres subir?

—No, ¡te espero aquí!

Qué extraño. Bueno, por lo menos ya sé dónde está.

Bajo los cincuenta pisos. El ascensor chirría.

Sambulo me ve enseguida. Soy el único blanco de la zona y, por lo tanto, fácil de identificar. Él, en cambio, pasa desapercibido. No es ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo. Lleva el pelo corto, cubierto por una gorra, y barba de tres días. Viste con un polo, pantalones sencillos y una bolsa de bandolera. Me sonríe y me da la mano como lo hacen los sudafricanos negros: encajándola de distintas maneras durante un buen rato y, después, chocando las espaldas.

Ya es mediodía, es hora de ir a comer. Nos pedimos una hamburguesa con patatas y un zumo de fruta en el primer sitio que encontramos del centro comercial.

Sambulo estudia ingeniería electrónica pero me dice que le gustaría dedicarse exclusivamente a hacer de DJ. «Empezó como una afición, pero ha ido creciendo. Soy el único de mi familia obsesionado por la música. Bueno, mi madre canta en el coro de la iglesia, pero no creo que cuente», bromea.

Pincha música africana, pero también tiene CD de Brasil, de Cabo Verde y de Francia. Se ha creado un nombre en la ciudad, en la town, y las sesiones le sirven para pagarse los estudios. «Soweto es mi casa, pero me gustaría tener un pie en los dos sitios. Lo que me molesta es la gente que gana mucho dinero y que va al township a presumir. Esto nunca lo haría.»

Mientras hablamos, no deja el móvil tranquilo. «Soy un loco del SMS», me confiesa. Tiene un teléfono viejo y permanentemente bloqueado. Tiene que marcar el pin para cualquier acción. De este modo, si le roban, se asegura de que sólo puedan aprovechar la carrocería.

Le pregunto por su familia. Me dice que son zulúes pero que en la escuela, además de inglés, le enseñaron afrikáans, el holandés de los colonizadores. No le dedicó mucha atención, porque sabía que era una lengua impuesta. De pequeño vio cómo, en la escuela, los niños aprendían a cuidar un jardín, y las niñas, a cocinar: por si algún día iban a trabajar en casa de un blanco.

Aun ahora, las escuelas sudafricanas segregan blancos y negros. Parte del pasado persiste. Pero Sambulo prefiere no ensañarse. «Soy sudafricano y me siento orgulloso de esto. Conocer la historia me ha indignado. Pero, ¿qué debemos hacer? ¿Revivirla constantemente? ¿Quedarnos con esto? Hay una nueva generación de jóvenes que quieren dar todo esto por superado.»

Ya tenemos la hamburguesa y las patatas entre pecho y espalda. Llega la camarera preguntando si queremos algo más. Le decimos que no y nos responde con una sonrisa de franquicia.

Le pregunto a Sambulo por qué Sudáfrica es uno de los países del mundo con la tasa de VIH más alta. Estamos en un país con 5 millones y medio de portadores del virus, lo que significa el 18% de los adultos. Dice que es culpa de la desinformación. «Hay jóvenes que aún creen que si tienes sexo anal no hay peligro de transmisión. Muchos de mis amigos están bien informados, porque en la escuela les insistieron. Pero no todo el mundo ha tenido la misma suerte.»

Me parece sincero.

—Ey, ¿vamos al Shivava? —me dice cambiando de tema.

—¿Shivava? —El nombre me evoca un paraje mágico, lejos de cualquier preocupación, un pequeño oasis.

—Es donde empecé como DJ.

—¡Por supuesto!

El Shivava está muy cerca. Sólo hay que cruzar andando una zona que la guía de viaje prohíbe explícitamente. Acompañado de Sambulo tengo menos miedo.

De camino, me cuenta su ilusión de los últimos días. Un inglés encontró su contacto por internet y le quiere ofrecer trabajo en España.

¿Cómo? ¿Inglés? ¿Trabajo en España? ¿De qué? ¿Así, directamente? Le advierto que me parece misterioso, que en Europa hay crisis y que los contratos en origen han menguado. Pero él está fascinado con la propuesta. Quiere arriesgarse, por elevado que sea el riesgo. Quizá será la única opción que tendrá de salir y conocer mundo.

Me deja escuchar el mensaje que ha recibido en el contestador de su móvil, para que lo compruebe yo mismo. La calidad de sonido es pésima y la voz se entrecorta. Consigo entender a un señor que promete arreglarle los papeles para que vaya a trabajar a España. Me ofrezco a Sambulo para hablar con el tipo y comprobar que la oferta sea de verdad. Pero no le podemos devolver la llamada, la hizo desde un número oculto.

Sospechosísimo.

Le advierto de que puede entrar en un juego peligroso. Le pego un rollo de todo lo que he leído sobre mafias, tráfico de personas, engaños e indefensión. Pero, ¿por qué motivos tendría que creerme? Tampoco nos conocemos de hace tanto...

Las calles por donde pasamos son inhóspitas. Venir solo sería temerario. No debe de haber ni un blanco a unos cuantos kilómetros a la redonda y los negros que nos cruzamos van a paso ligero.

Sambulo sólo se para un momento, para señalarme la placa de una calle. Es la que está dedicada a Miriam Makeba, una de las cantantes más populares del país.

Desembocamos en un extenso solar árido y solitario, poblado sólo por hierbajos que el olvido ha dejado crecer.

Al final, hay un edificio en ruinas. En un cartel de madera abandonado se pueden leer unas letras rojas de tipografía exótica, de chiringuito de playa polinesia.

Shivava Café.

¡Es aquí!

—Aún no había vuelto desde que cerraron. Se ha degradado muy rápidamente —me confiesa emocionado—. Hace más de diez años que hago de DJ y aquí me hice un nombre. Lo petábamos cada noche.

Inspira profundamente.

—¿Y por qué lo cerraron? —pregunto.

—Detrás hay un laboratorio científico. Querían ampliar las instalaciones y compraron el local por mucho dinero. Lo van a tirar en breve.

Deambulamos por las ruinas del local. Me explica a qué corresponde cada vestigio, cada trozo de pared, quiere hacerme revivir unas noches mágicas que no tenían fin.

—Hoy justamente abrimos el nuevo Shivava, que es donde estaré de DJ residente a partir de ahora —me suelta rascándose sobre la gorra—. ¿Me acompañarás a la inauguración?

Sabe que me muero de ganas.

—Antes, pasaremos por casa, a buscar los discos. Así te enseño un poco Soweto.

Noto un subidón de adrenalina: ¡Soweto! Un símbolo de la resistencia negra. Uno de los distritos segregados con más relevancia histórica y política del mundo. El gueto donde durante muchos años ha vivido la población negra y pobre de la ciudad. Uno de los puntos más calientes del país en los años setenta y ochenta. Un barrio que aún marca el ritmo vital del país y que intenta superar sus traumas.

Está a 30 kilómetros del centro, Johannesburgo es inmenso. En especial para los negros, que no tienen coche y se desplazan en furgonetas.

«Evita las “combis”, son muy inseguras, siempre hay accidentes —me alertaba un blanco—. Dan una vuelta de campana y se mueren las veinte personas que hay dentro. Los conductores son unos temerarios, hay batallas internas. Si desconoces sus códigos te vas a liar, puedes tener problemas.»

Un negro me explicaba lo contrario: «Son uno de los mejores ejemplos de esfuerzo comunitario. Cada conductor es propietario de su vehículo y todos trabajan conjuntamente siguiendo unas rutas y unas normas. Son muy baratas y encuentras por toda la ciudad. ¡La gente se desplaza así!»

La terminal es caótica. Decenas de personas suben y bajan de las furgonetas sin ningún tipo de lógica aparente. No hay carteles, ni megafonía, ni ventanillas de información, ni horarios... Sólo furgonetas de color blanco y gente anunciando de viva voz las rutas.

Pillamos una de las que va a Soweto. Sólo quedan vacíos los dos asientos de delante, así que arrancamos enseguida, con un motor ensordecedor.

Llegamos a las afueras. La buena carretera se interrumpe y enfilamos un camino polvoriento. El sol de media tarde nos ilumina. En la furgoneta se hace el silencio, y Sambulo, una minisiesta.

Soweto es una inmensidad de casitas de distribución espontánea y multicolor que se extiende anárquicamente. Algunas están mejor construidas. Otras, directamente, son chabolas. No destaca ningún edificio, no se intuye el centro... Viven de dos a cuatro millones de personas.

Sambulo despierta antes de llegar.

—¡Bienvenido a Soweto! —exclama de golpe—. Y, sobre todo, ¡no te asustes! Hay gente que vendrá a saludarte. Pero es porque están muy contentos de verte. No te preocupes, ¿entiendes?

—Pues claro... —respondo sin verlo nada claro.

La furgoneta nos deja en una calle tranquila. Nada más bajar nos damos cuenta de que ha desaparecido la calma tensa, el desasosiego de la ciudad. Pero no podemos respirar tranquilos del todo, nos acabamos de convertir en el centro de atención. Nos asedian decenas de miradas curiosas. Soweto es un barrio visitado por turistas, sí. Pero no acostumbran bajar del autobús ni de los todoterrenos blindados. Siguen rutas establecidas y sus pies sólo tocan el suelo para visitar fugazmente un taller artesanal, una ONG o comprar cuatro souvenirs.

Sambulo vive con sus padres. La casa tiene jardín y un vallado a su alrededor. Es el domicilio de una familia humilde pero digna. «Ahora estamos bien, pero la mayor parte de mi vida he dormido sin cama. De pequeño pasaba las noches en la mesa de la cocina. Después en el suelo, compartiendo habitación con mis hermanos.»

Sus padres están en el comedor. Nos dan la bienvenida con los brazos abiertos. Son dos jubilados venerables. Nogoma tiene 84 años y Rebecca 64. Nogoma respira débilmente, envejecido más de la cuenta por culpa de un cáncer. Rebecca es vigorosa, enérgica, me abraza con todas sus fuerzas. Están emocionados de recibirme, ¡y tendría que ser al revés!

Rebecca me pregunta dónde hemos aparcado el coche. Empezamos a reír. Cuando le contamos que hemos venido en «combi» ni se lo cree. «Un blanco en “combi”, ¡imposible!», exclama alterada.

Hoy es la primera vez que se presenta un blanco en su casa.

Es una mujer religiosa y practicante, cristiana como el 75% de los sudafricanos. «El nombre de mi hijo proviene de la Biblia. Significa “revelación”», y acto seguido pasa a recitarme, de memoria, el pasaje del evangelio que lo confirma.

«Mamá, ¡déjalo en paz!», espeta Sambulo de camino a su habitación.

Rebecca se me acerca para hablar bajito, en un tono de confidencia. «Estos días estoy muy preocupada. Sambulo quiere irse a España. Ha recibido una oferta y se ve...» No ha terminado la frase cuando Sambulo entra de nuevo en el comedor y nos pilla hablando. Levanta la cabeza para mirarlo y le dice en voz alta que está sufriendo, que sabe que reclutan inmigrantes aprovechándose de sus ilusiones...

Sambulo se arregla, se cambia de ropa y aparece con dos maletas a tope de CD para la sesión de esta noche. La madre me invita a visitarlos otro día con más tiempo. «¡Estaremos encantados de volver a saludarte!» Nos damos un fuerte abrazo.

Al salir nos encontramos con unos primos de Sambulo que vienen de visita. Llevan a su hija en brazos. Tiene un añito y unas trenzas preciosas. Cuando me ve rompe a llorar con todas sus fuerzas.

Me sirve para recordar quién soy y dónde estoy.

«Es la primera vez que ve un blanco tan de cerca», me dicen aguantándose la risa.

«Le debo de parecer horroroso», suspiro.

Y empiezan a reír.

Sambulo y yo salimos disparados. Es de noche y nos fundimos en la oscuridad. Sólo hay un poco más de claridad en la carretera, donde subimos a una furgoneta.

«Me gustaría comprarme un coche», me dice a medio camino, encajados entre otros pasajeros. Le entiendo perfectamente.

Al poco rato, Johannesburgo aparece en el horizonte. Son millones de pequeños puntos de luz brillantes. Sambulo mira por la ventana de la «combi», y no sé si es la ilusión óptica, pero me parece que sus pupilas también brillan. Se aferra a dos maletas. Para muchos sólo serían una colección de cedés, pero para él es un pequeño tesoro.

Llegamos a las 8 de la noche al barrio de Newtown. La furgoneta nos deja en una calle solitaria y tétrica.

«Shivava está cerca, no te preocupes.»

No hay tránsito, sólo se intuyen siluetas en la oscuridad.

Medio oculto, en una esquina iluminada por una farola solitaria, aparece el nuevo Shivava.

Dos «seguratas» vestidos de paisano nos invitan a entrar en un local de techo alto, elegante, recientemente decorado.

En el escenario, una banda de jazz con dos cantantes negras exuberantes ultiman las pruebas de sonido. El propietario del local viene a recibirnos. «¡Hoy es nuestro primer día! A ver si se anima...»

Sambulo se prepara. Abre las maletas y curioseo: Andy Palacio, Mimi Ntenjwa, Louie Vega, Kerfala Kante, Thandiswa Mazwai... Los músicos de jazz abandonan el escenario y Sambulo pincha a Salif Keita para crear ambiente... Se ha subido el cuello del polo y se ha puesto serio.

Le pregunto qué quiere beber. Me dice que limonada con limón.

Sí, se ve que existe.

Me dirijo a la barra. Poco a poco van entrando nuevos clientes. Negros, todos negros. Es jueves por la noche, esta ciudad debe de estar pasándoselo bien. Y aquí, por qué no decirlo, no se está nada mal.

«Dos limonadas con limón, ¡por favor!»

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Calma en Maputo

Leonardo. Informático. Maputo (Mozambique)

18 de septiembre de 2008

 

Pip-pip, pip-pip, pip-pip. El móvil suena. Es hora de levantarse.

Rueda de autorreconocimiento.

Me palpo para comprobar si me ha picado algún mosquito. Parece que no. Tengo suerte.

Las ventanas de la habitación están cerradas y todo está oscuro.

Enciendo la linterna para poder salir de la mosquitera sin sufrir ningún percance.

Dirijo la luz a las otras camas de la habitación para comprobar si aún queda alguien dormido. A ver... Uno, dos, tres, cuatro... siete, ocho, nueve! Las nueve camas están vacías. ¡Todo el mundo ya está fuera! ¡Soy el último! Ayer, antes de entrar a dormir, escuché un grupo que planteaba irse a la playa. Deben de haber salido todos a la vez y muy temprano. Con los días que llevo compartiendo habitación con desconocidos he aprendido a dormir profundamente. Los tapones de espuma son providenciales.

Enciendo la luz de la habitación.

Busco la maleta para decidir qué me pongo. No tardo mucho, no tengo muchas opciones. Opto por la combinación aparentemente más elegante: la camisa de cuadros y unos pantalones largos desmontables, que se pueden convertir en cortos.

Abro las ventanas y las puertas para ventilar la habitación. Me ducho, desayuno, me tomo una pastilla para la malaria y me pongo repelente para los mosquitos como si fuera colonia. ¡Listo!

Espero que Leo sea puntual.

Busco mi cartera y compruebo si llevo dinero. Tengo unos cuantos billetes locales: meticals con dibujos de elefantes, leones y rinocerontes estampados. Es la cara salvaje de Mozambique, bien distinta de Maputo, la capital, donde estoy

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