Créditos
1.ª edición: marzo, 2017
Primera edición original publicada en 1998
De esta edición: © Herederos de Manuel Leguineche, 2017
© Ediciones B, S. A., 2017
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-672-9
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Contenido
Portadilla
Créditos
1. El Taj Mahal de California
2. Ciudadano Kane
3. Los secretos de una piscina
4. La era del Gran Reportero
5. Un idealista
6. Viaje a un consejo de guerra
7. El Pulitzer del Pacífico
8. Vivir peligrosamente
9. Hoteles con historia
10. El irlandés
11. Una espada para el general rebelde
12. Una cabaña en el infierno
13. El sueño norteamericano
14. La roja insignia del valor
15. Evangelina
16. William Randolph cogió su fusil
17. La guerrillera de papá
1. El Taj Mahal de California
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El Taj Mahal de California
Para unos, el castillo que se yergue sobre la colina encantada es el Taj Mahal de California. Para otros, un monumento a la ramplonería y el mal gusto. Pocos son los norteamericanos que lo saben, pero el castillo de San Simeón, a medio camino entre San Francisco y Los Ángeles, no fue construido para mayor gloria del amor a una emperatriz, como el Taj Mahal indio. Es el monumento que el editor William Randolph Hearst se levantó a sí mismo. El «Ciudadano Kane» de la película de Orson Welles proyectó desde este disparatado castillo de estilo español todos sus sueños de grandeza.
Antes de llegar a San Simeón, el paisaje es huraño, agostado, parece propio de las hermanas Brontë, un paisaje de Cumbres borrascosas. Al entrar en Castroville, en el centro de California, hace ya muchos años un letrero me dio la bienvenida: «Castroville, capital mundial de la alcachofa, le saluda.» La mayoría de los turistas pasaba de largo. Aparte de las alcachofas, la ciudad tiene poco que ver. Si hicieran un pequeño esfuerzo tomarían la carretera que conduce a uno de los más estrambóticos monumentos de la tierra, surgido de la imaginación y el capricho de aquel megalómano superlativamente poseído de sí mismo llamado Hearst que declaró la guerra a España en Cuba.
Lo que no pudo cambiar el periodista fue ese paisaje. Nada de castillos del Loira, del Tirol o de la Selva Negra. Ni una aldea que proteger, desde sus almenas y aspilleras, ni la fértil campiña en torno, ni un río que serpentee entre el verdor. Aquí lo que nos recibe es un desierto, un secarral torvo y algo siniestro, el soplo brutal del Pacífico, la gran soledad del abrasado centro californiano. Pero hasta el paisaje parece hecho a la medida de un hombre como el «Ciudadano Kane». Por un lado aparecen los agudos roquedales dispersos por el océano; por otro, los arenosos farallones que bordean trescientos kilómetros en forma de meandro y carretera. En la vegetación rala, pobre, anidan la serpiente cascabel y el alacrán. De vez en cuando, como en una secuencia de película, surgen un autoestopista con las manos agarradas a los tirantes de la mochila o una pareja de campistas llegados de los bosques de eucaliptos del Big Sur. Vienen a descubrir a pinrel el California dreaming, el sueño californiano, el sueño del futuro.
Es la carretera número 1 que cantó el escritor beatnik Jack Kerouac. Es la más abrupta, la más peligrosa y escarpada también, la número 1 en punto a desolación. Poco a poco la áspera geografía, el agrio decorado, se suavizan con la aparición de una tímida fronda entre playas y murallas de piedra, entre sudarios de verduras.
Una pancarta a la derecha: «Castillo de San Simeón. Aparcamiento a tres millas.» Aquí es donde se insinúa cada vez con mayor fuerza y presencia la mano del hombre, que hace todo lo posible para que llegues sin problemas a tu destino. Las flechas y señalizaciones nos indican el camino que debemos seguir. Hay que ver lo bien que señalan los norteamericanos. No tiene pérdida, hasta que, tras ascender entre pinares, palmerales y laureles, el viajero se topa con un panorama conocido, el de los puestos de venta, las tiendas de recuerdos, los cafés-restaurantes, algún turista despistado. Te ofrecen cinco opciones para la visita a la Disneylandia de Hearst, la más vasta residencia privada de EE. UU., al castillo de Xanadú de Orson Welles, hecho para su sentido del esplendor y la gloria. No en vano Hearst dormía en una cama con baldaquino que fue propiedad del cardenal Richelieu.
Se necesitan, o se necesitaban, más de dos horas para visitar todo el castillo, la residencia principal, abierta a todos los vientos y todos los soles, el monumento que Hearst, conocido como El Jefe, se construye a sí mismo para convertirlo en el nido de amor con la actriz Marion Davies, aquella chica educada para seducir ricos. «Empecé como buscadora de oro —afirmaba la protagonista de Ciudadano Kane—, pero me enamoré de él.» Lo primero que se me ocurre pensar es que retrata la viva imagen de su mitomanía. Miscelánea kitsch, cajón de sastre de épocas y estilos, vasijas griegas, tapices flamencos, estandartes del siglo XIII, armaduras de la época de Carlos el Temerario, sarcófagos romanos, cocheras repletas de nobles piedras, retablos, libros de horas del siglo XV, iconos bizantinos de los Románov, altares, salones que llamaba «celestiales», pórticos, claustros, baños romanos, mármoles de Carrara, efluvios de Nerón y Calígula. Sobre el largo tablero de madera descansan botes de kétchup y mostaza de burger king a la espera de los comensales. El románico y el gótico al lado de la salsa de tomate. Una perfecta definición de Charles Foster Kane-William Randolph Hearst «Me vuelvo loca en este tugurio», protestaba Susan (Marion Davies) en la película.
Todavía se aspira el perfume insidioso de Louella Parsons, la comadre más temible y temida de Hollywood-Babilonia, la periodista defensora militante de William Randolph, el hombre que era capaz en un titular de periódico de reducir el asunto más complicado a la simpleza absoluta, tramposa. Por William, Louella era capaz hasta de encubrir presuntos crímenes por celos en yates multimillonarios de varios palos. Por eso, cuando Orson Welles invitó a la chismosa a un pase privado de la película producida por la RKO, todo un torpedo en la línea de flotación del editor para el que trabajaba, Louella salió sin despedirse del director con la cara lívida y el rostro desencajado por el odio. La acompañaban dos de los abogados de Hearst, disfrazados de reporteros. Louis B. Mayer (de la Metro-Goldwyn-Mayer), un tacaño teológico que admiraba y temía a Hearst, llegó a ofrecer 800.000 dólares, el precio total de la producción, para que destruyera el negativo de la película votada año tras año como la mejor de la historia del cine. Otro tanto hizo el multimillonario Nelson Rockefeller, deseoso de complacer al empresario periodístico. Todos temían el asalto calumnioso de sus diarios, los cañonazos de su gruesa tipografía. «Charlie deseaba que todos le quisieran —afirma un amigo de “Kane” en la película—, pero él no tenía nada de amor que ofrecer.»
Ganaba quince millones de dólares al año y se encontraba siempre al borde de la bancarrota. Era un reaccionario, pero defendió a su aire la jornada de ocho horas y los derechos de la mujer. Sin su ayuda, Franklin Delano Roosevelt nunca hubiera sido elegido presidente. Estudió en Harvard, pero no estaba hecho para la disciplina y la concentración mental en textos plúmbeos. Era instintivo, tímido, arriesgado. Aprendió el arte popular de los suplementos en color y de las tiras cómicas, se aprovechó de las nuevas tecnologías de imprenta, sostuvo duelos titánicos con su maestro, el editor de origen húngaro Joseph Pulitzer. Fueron uno la contrafigura del otro: William, hijo de un buscador de oro y senador podrido de dinero; Joseph, ex mozo de café y ex policía, dos autodidactas con la intuición del periodismo popular. La guerra de 1898 contra España fue, en gran medida, cosa de estos dos personajes.
William Randolph hizo todo lo posible por vender periódicos. Decían que era capaz de matar a alguien con tal de subir la tirada de sus diarios, en especial del Journal de Nueva York. Se pasaba largas horas sobre la platina revisando la confección del Journal o del Examiner de San Francisco. A veces, en Nueva York, lo rodeaban las hermanas Willson, dos bailarinas. En la redacción y en talleres apostaban a cuál de las dos Willson se beneficiaba El Jefe. Porque lo llamaban «El Jefe», un ser ambicioso de poder más que de bienes materiales, sobrio, no fumador, manipulador, inventor de historias, enemigo de los toros y de los crueles españoles, del Imperio británico, de Francia, de la Primera Guerra Mundial y del presidente McKinley. «The Chiefsays», «El Jefe dice», era la voz de mando. Para él no existía la tranquilidad, ni la calma chicha, siempre en movimiento, siempre maquinando algo, trasladando al papel sus quimeras y sus venganzas. «La tranquilidad —decía—, es el sueño que precede a la disolución de todas las cosas.» Así fue como convirtió sus cuarenta periódicos, sus docenas de revistas, en universos de trepidación, de amarillismo, sensacionalismo, crímenes, sangre y sexo. Ben Hecht, autor del guion de The front page (en sus tres versiones españolas, El gran reportaje, Lima nueva, Primera plana), recordaba el periodismo de aquellos años: «Era un mundo sin disciplina, me permitía salir y conocer la vida, devorarla, disfrutarla, informar sobre ella.» Las redacciones de sus diarios estaban repletas de gente extravagante, sin escrúpulos, con el don de la ebriedad, y casi siempre leal. Toma nota al entrar: no dejes que la verdad te estropee un buen reportaje.
Pulitzer viajaba por aguas del Mediterráneo en su yate para huir del estruendo americano. Era un ser irritable, enfermizo, que insonorizaba todas las habitaciones. En cambio, William se vino a Europa, a España, para esquilmar nuestros tesoros artísticos. Se llevó la sillería del coro de la catedral de La Seo de Urgel, y de Egipto las más valiosas momias, destinadas a su castillo. Un día, su jefe de editoriales, Henderson, le telegrafió al crucero de placer en el Nilo donde no hacía otra cosa que sacar miles de fotos de su querida y consumir latas de alubias con bacalao que mandó traer de EE. UU.:
—Chamberlain (el hombre de confianza del Jefe) ha vuelto a beber. ¿Le echo?
William Randolph, leal con sus leales, contestó de esta manera:
—Todo lo que quiero es que Chamberlain esté sobrio un día de cada mes. Con eso me basta.
A aquel niño mimado y caprichoso le dejaba indiferente por completo el concepto de la respetabilidad burguesa. Era un playboy hasta que conoció a Marion Cecilia, que perdonaba la vida libertina y los delirium tremens de sus subordinados, sus redactores. Un día se encontró en estado de coma etílico a su editorialista, el escocés McEwen, tendido cuan largo era sobre la mesa de su despacho: era un alcohólico profundo, como casi todos los chicos del Examiner de San Francisco, y Hearst lo sabía de sobra. ¿Por qué beben tanto los periodistas? ¿Porque odian en secreto a sus editores, tan de derechas, tan formalistas? ¿Porque son novelistas frustrados? ¿Porque es un oficio tan vertiginoso que chupa la sangre? Hoy domina la «generación Vichy». Es raro encontrar una botella de whisky en el cajón de la mesa de trabajo de un redactor. Hasta finales de los años cincuenta se daba por hecho que el redactor se tomaría tres o cuatro días de permiso al mes por el fallecimiento de un pariente o por enfermedad. Lo cierto es que el periodista estaba borracho y se reponía de la resaca. Un periodista telefoneó a la redacción para comunicar que no iría al trabajo porque había muerto su abuela. Estaba tan borracho que olvidó que había llamado, se presentó en el trabajo y el director lo puso ipsofacto de patitas en la calle. Así lo contó un amigo de la agencia United Press. ¿Quién podía resistir sin ayuda del alcohol aquella furiosa actividad de la casa Hearst, aquel inaguantable ritmo de trabajo, la enloquecida persecución de las altas tiradas a cualquier precio, aquella búsqueda de sensaciones cada vez más atrevidas para narcotizar al lector, aquellos titulares reduccionistas, llamativos, escandalosos, aquellas historias inventadas, aquellos odios africanos (a España, por ejemplo) para desatar la histeria de las masas? Todo eso era soluble en alcohol.
Sus periódicos no debían estar bien escritos. La escritura debía ser directa, eficaz. «Recuerden esto —ordenaba a sus hombres—. Es un conductor de autobús, son las tres de la mañana, abre el periódico mientras cambia de color el semáforo. Piensen en él cuando escriban una crónica o un artículo. No escriban una sola línea que él no pueda entender.»
A William Randolph le atraía el arte del último párrafo, de la primera página, los mármoles italianos, las amantes caras, el trabajo bien hecho, las frases corteses, «si no le importa», jamás levantaba la voz, el yellow kid que le dibujaba Outcault (de ahí lo de prensa amarilla). Le fascinaban las figuras de Julio César, Carlomagno y Napoleón, los titulares de grueso calibre. El estilo era el hombre: «Murder mistery solved by the Journal.» Un asesinato resuelto por el periódico transformado en policía, en vigilante, en ángel exterminador de los malos y los criminales. Sus diarios descubrían asesinos o rescataban Juanas de Arco de las garras de los patibularios españoles, como fue el caso de Evangelina Cossío Cisneros en la guerra hispano-cubano-norteamericana. Quería a sus reporteros en el papel del mosquetero D’Artagnan o el de Sherlock Holmes.
LOS HUERFANITOS
La guerra contra España fue suya, suya y de Pulitzer. Su gran oportunidad de cambiar la historia, de crear una psicosis de guerra, de fabricarla, por medio de sensacionalismo, tirada, circulación millonaria, venta masiva, patada en el estómago del lector. La hora más alta de la prensa popular. Pedía historias claras, maniqueas, de héroes y villanos: «Los españoles alimentan a los tiburones con los prisioneros de guerra», titulaba el Journal, y narraba historias que solo habían sucedido en la calenturienta imaginación de sus enviados especiales al conflicto. «Los soldados españoles cortan con sus machetes las orejas de los rebeldes cubanos y se las guardan como recuerdo.» Lo que yo pude ver en Vietnam fueron los llaveros y los anillos que los soldados norteamericanos fabricaban con los huesos de los vietcong muertos.
Cuando el gobierno español relevó en el mando de Cuba a Martínez Campos por el general Valeriano Weyler, el periodista le llamó de todo. Para empezar, «carnicero Weyler», y luego «bruto, devastador de haciendas, destructor de familias, violador de mujeres, asesino de niños, exterminador de hombres, infame, frío, sádico, torturador...». El horror era para él la paz, la tranquilidad. Quiso aquella guerra y la tuvo. El Journal tiraba ya 1.250.000 ejemplares.
Sus reporteros eran aventureros, brillantes, mistificadores, malandrines, imaginativos hasta el exceso, golfos. Nicholas Tomalin escribió que para triunfar en el periodismo se necesita «ingenio, un comportamiento plausible y una pequeña habilidad literaria. También hay que tener en cuenta la disposición para robar ideas y frases de los demás». Una mañana Hearst le pidió a Morphy que le escribiera los perfiles de siete personalidades de San Francisco. A duras penas llegó al sexto cuando le sorprendió el deadline, el cierre del periódico. La historia número siete se la inventó de la A a la Z. Se titulaba «El último de los McGinty» y era una narración patética, totalmente inventada, de un niño huérfano que luchaba a brazo partido para alimentar a sus dos hermanos más pequeños. Ahora los periodistas engañan y ganan premios Pulitzer con fábulas sobre niños drogadictos. Phoebe Hearst, la madre de William Randolph, lloró a lágrima viva tras leer el reportaje de Morphy. El dinero de los lectores llovió sobre el periódico para ayudar al heroico hermano mayor. Esos eran los rasgos que movían el corazón de Hearst, la respuesta de los lectores. Que la historia fuera inventada o cierta le daba igual. Conmovida, la madre del editor del Journal envió al reportero dólares suficientes como para dar de comer y comprar ropa a los McGinty. «Me vi frente a un dilema», contó luego Morphy. No había McGinty. ¿Qué hacer? Pidió consejo al redactor jefe. El dinero se lo fundieron en copas y chicas.
La triste historia de los pobres huérfanos dio en la tecla de la sensibilidad popular. Morphy añadió nuevos capítulos, cada vez más melodramáticos, acompañados ahora de dibujos y retratos. Cuando Hearst se vio cara a cara con Morphy sabía que todo el reportaje era producto de la más pura ficción. Le abrazó y le felicitó con estas palabras: «Ha escrito usted una portentosa historia. He llorado durante varias horas y mi madre también.» Se duda de que William Randolph Hearst llorara alguna vez en su vida.
2. Ciudadano Kane
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Ciudadano Kane
William Randolph removió tierra y cielo para evitar que la película de Orson Welles Ciudadano Kane pasara a los circuitos comerciales. El retrato del personaje del dueño del Inquirer era el de un déspota, un tipo sin escrúpulos, un egocéntrico que trataba a sus gentes como marionetas. Pero Hearst tenía sus virtudes, salían los amigos en su defensa, una generosidad algo paternalista, un patriotismo ingenuo y un gran amor por su oficio.
La accidentada historia de Ciudadano Kane empezó cuando al ciudadano Hearst, fascinado por la personalidad de Hitler, con alguna de cuyas características humanas debió sentirse identificado, publicó una falsa entrevista con el Führer alemán. Se la encargó a su corresponsal en Berlín, Karl von Wiegand, que, según la vieja costumbre de la casa, se la inventó de la primera línea hasta la última. No fue eso lo peor. Hitler «dijo» lo que Hearst quería que dijera: que era un manso corderito y que sus intenciones para con el mundo occidental eran poco menos que arcangélicas. La burda falsificación de la realidad indignó a los liberales norteamericanos. Entre ellos a Orson Welles.
Hacía un tiempo que el guionista Herman J. Mankiewicz trabajaba, a medias con Orson Welles, sobre el borrador de un argumento que algo, mucho en realidad, tenía que ver con Hearst. Conocía el mundo del periodismo, había sido periodista y tratado al propio Hearst, porque fue invitado a San Simeón. En efecto, la famosa película se abre con la cámara en picado sobre la verja de hierro y luego sobre un castillo sombrío, espectral. Es la historia de un tirano que muere solo en su castillo. Ha ganado el mundo, pero ha perdido el alma.
Orson Welles, que a la sazón contaba veinticinco años, el enfant terrible de la radio y el teatro de EE. UU., supervisaba el guion titulado de forma provisional «American». A Mankiewicz, aficionado a la priva, lo encerró a palo seco en una granja situada cerca de Hollywood. Ni gota de alcohol. Cuando estuvo listo, a Orson le pareció farragoso, en exceso pegado a la realidad. Necesitaba unos cambios, una depuración, pulimento. Los hizo. Alguien pronosticó que acertaría en la tarea porque Hearst y Welles tenían mucho en común, para empezar el egocentrismo y la megalomanía. «Orson fue incapaz —según John Simon—, de sentir el amor o la humildad salvo delante de un espejo.»
El guion recoge sesenta años de la vida de un magnate lleno de codicia que compra un periódico en quiebra, el Inquirer, para «divertirse». En realidad para abusar sin freno de su poder, para desmelenarse, para gritar, para autodestruirse en la corrupción moral, para manipular al público y a cuantos le rodean. «Welles —ha escrito Higham, uno de sus biógrafos, en Esplendor y caída de un genio americano—, al igual que Hearst, tenía un punto en el que nadie podía alcanzarle. La diferencia entre ambos estribaba en que Welles era un artista empobrecido que escribía sobre la riqueza desde el punto de vista de un intelectual de izquierda. En cambio, Hearst contemplaba el mundo a sus pies desde una posición supranacional. El uno era liberal, el otro fascista.»
Charles Foster Kane y William Randolph Hearst son almas gemelas. Charles empieza con la defensa de la libertad de expresión y termina en la extrema derecha. Están tan próximos los personajes que Welles se verá obligado a meter la tijera. De otro modo los abogados de Hearst contarían con sólidos argumentos para, con la ayuda del juez, arrojar el celuloide a la hoguera.
Llegué a ver a Welles en el Ritz de Madrid, cuando rodaba Campanadas a medianoche, con su vaso de vino blanco en una mano y su puro Partagás 898 en la otra. Estaba ese día de buen humor, pero no me concedió la entrevista. «El genio» estaba de vuelta de las curiosidades periodísticas. Fue un egomaníaco desde niño. El doctor Bernstein, que estaba enamorado de su madre, Beatrice, escuchó que Orson decía desde la cuna: «La necesidad o el deseo de tomar medicinas es, entre otras cosas, lo que distingue al hombre de los animales.» El doctor, impresionado, colmó de regalos al niño: un violón, la batuta de director de orquesta, un juego de pintura, material para esculpir, un teatro de marionetas y una panoplia de mago. A los dos años sabía leer, a los cinco escribía obras de teatro, a los siete interpretaba de memoria El rey Lear. Aprendió a pintar y a tocar el piano antes de saber andar. Todo discurrió deprisa en su vida; estaba en China a los diez años, en Irlanda a los dieciséis como actor shakespeariano; en España, Sevilla, Triana, donde asegura que intentó el toreo con el nombre de «El Americano», a los dieciocho; Broadway a los veinte, la gloria a los veintitrés años. Nunca se recuperaría de un éxito tan precoz. No se puede entrar en la leyenda a los veintiséis años. Es desconcertante, imprevisible, caprichoso. Hollywood le odia porque ha levantado una bandera de independencia que choca en la meca del cine. Se sabe cuándo empieza el rodaje de sus películas, pero no cuándo termina. Borracho, enfermo, enamorado, con fama de despilfarrador desde Ciudadano Kane, era prisionero de su propia leyenda, de la desmesura de sus sueños. El documental La batalla de Ciudadano Kane, así como las últimas biografías del genio, como El camino a Xanadú, de Callow, muy desabridas, le presentan como excéntrico, prisionero de su ego, bisexual.
En su libro con Peter Bogdanovich Yo, Orson Welles, asegura que se encontró de sopetón con Hearst en el ascensor del hotel Fairmont. Fue, qué casualidad, el mismo día del estreno de Ciudadano Kane: «Hearst había sido amigo de mi padre, me presenté a él (contaba setenta y siete años) y le pregunté si deseaba venir a la proyección. No me respondió. Cuando salía del ascensor insistí. “Charles Foster Kane hubiera aceptado.” Tampoco dijo una palabra. Es verdad que Kane hubiera aceptado la invitación.»
Orson Welles sabía que Hearst le pondría en su lista negra. «Lo esperábamos —confesó a Bogdanovich—, ya antes de que ocurriera. Lo que no esperábamos era que el filme pudiera ser destruido. Estuvieron a punto de quemar los negativos, menos mal que yo dejé caer un rosario. Hubo un pase de la película para Joe Breen, que era el jefe de la censura y quien debía decidir si el negativo debía ser quemado o no. Había una gran presión del resto de los estudios para que no lo fuera. Yo cogí un rosario, lo puse en el bolsillo y cuando terminó el pase de la película para Joe Breen, un buen católico irlandés, me puse de pie y, como sin querer, dejé caer al suelo mi rosario y dije: “Oh, perdóneme.” Recogí el rosario y volví a ponerlo en el bolsillo. Si yo no hubiese hecho eso ya no habría Ciudadano Kane.»
Ciudadano Kane le dará a Welles la gloria, pero no la fortuna. En 1945, en un apuro económico, vendió todos los derechos de la película a la RKO por 20.000 dólares, para terminar el rodaje de un filme, Todo es verdad, que no acabaría nunca. A Orson le daba pavor terminar las cosas. Cuando a la muerte de Hearst, en 1951, Ciudadano Kane volvió de nuevo a los circuitos comerciales y fue un éxito, Welles no cobró un duro. Acostumbra a decir Martin Scorsese que es la película que ha creado más vocaciones de cineastas en la historia del cine. También Spielberg es un enamorado de Kane: fue el que compró el trineo utilizado en el rodaje por la cantidad de 50.000 dólares. Entre los detractores, tres de nota: Von Stroheim, Sartre y Jorge Luis Borges, que lo define como «un laberinto sin el hilo de Ariadna». Entre los defensores, Cocteau, Renoir, los chicos de la «nueva ola» francesa reunidos en torno a la revista Cahiers du Cinéma, para los que el filme es una declaración de guerra al cine tradicional, tal como lo vio Truffaut.
El personaje de Marion Davies se refleja en Susan Kane, rubia y con la misma voz. «Rosebud» es el elemento central de la película, el símbolo de su misterio, la llave maestra del puzle, un ingenuo toque freudiano. «Rosebud» susurró Kane al morir... Mankiewicz aseguraba que ese era el nombre de la bicicleta que le regaló su madre a Hearst cuando era pequeño. A los ocho años Kane pierde a su madre y su trineo. En la secuencia final el trineo se destruye para acabar con el último elemento de inocencia en la vida del protagonista. Es la metáfora de la infancia perdida. La verdad, y así lo reconocía el propio Orson Welles, es que «Rosebud» era el nombre que «El Jefe» daba a la nariz, y mejor, a las partes íntimas de Marion.
Orson se concentró en el guion para podarlo, para mezclarlo, recrearlo, para enriquecerlo. Era un torbellino de ideas, de diálogos, de secuencias oníricas, de aplicación de experiencias vividas y ligeramente distorsionadas. El guion empezó a circular por las productoras. Los dos problemas para llevar adelante el proyecto quedaron claros desde el primer momento. Orson Welles era una incógnita, no había rodado nada hasta entonces y la similitud entre Kane y Hearst echaría para atrás a los interesados en arriesgar el dinero. ¿Quién sería capaz de enfrentarse con el caballero de San Simeón? Además, Orson pasaba por ser demasiado liberal para los gustos de la industria de Hollywood, tan conservador