La Antártida (Colección Endebate)

Sergio Rossi

Fragmento

La Antártida

El futuro del continente blanco

El continente olvidado

La tarde es fría. Hace apenas unos días que hemos abandonado el frente polar y nos hemos adentrado en el océano más austral del planeta, el Antártico.

He salido de las aguas del Mediterráneo en pleno invierno y poco después me encuentro en pleno verano del hemisferio sur, tras un viaje muy agradable hasta Sudáfrica con mis colegas españoles, doce nada menos. Me acompañarán en una de las expediciones más esperadas: navegaremos por el mar de Weddell y alrededor de la península Antártica durante cerca de dos meses en el buque oceanográfico alemán Polarstern. Alemania es uno de los pocos países que puede vanagloriarse de organizar todos los años una serie de expediciones que tratan de entender mejor la importancia del continente blanco en el funcionamiento general de la biosfera.

Mientras miro desde el amplio puente de mando del buque, accesible a cualquier hora, me pregunto por qué me dirijo hacia ese remoto lugar del mundo y, sobre todo, para qué. La pregunta me inquieta, y de inmediato miro a un lado y otro para asegurarme de que quienes me rodean no pueden leer mi mente. Todos estamos ansiosos por ver el primer iceberg en medio del mar. Si uno es honesto consigo mismo, la primera duda que le asalta es si vale la pena desplazarse hasta la Antártida con el gasto que esto implica. Soy consciente de que durante el viaje el buque puede consumir entre ochocientos mil y un millón cuatrocientos mil euros en gasóleo, dependiendo de la ruta que tomemos y del precio del combustible. Un gasto imprescindible si se quiere llegar a los lugares más remotos rompiendo la banquisa helada con una de las máquinas más poderosas del planeta. En mi caso, con tres expediciones a las espaldas, la respuesta es contundente: sí, lo que hacemos en la Antártida es útil y necesario. Sólo en la campaña de 2011, la tercera, he llegado a comprender en profundidad –quizá por ser más viejo– que ir a la Antártida no es un capricho de científico mimado, sino una necesidad urgente por la cantidad de cambios que se producen a nuestro alrededor y que nos desconciertan y sobrepasan. Comprender lo que ocurre allí es fundamental para entender lo que puede estar sucediendo en un lugar tan remoto como Barcelona o Beijing. Pero ¿por qué?

Mientras oteo el horizonte, temblando de frío, con la cámara lista para sacar treinta fotos al primero de los innumerables icebergs que voy a ver, un colega alemán, Dieter Gerdes, aparece en mangas de camisa. Todavía no tengo la confianza suficiente para decirle que está loco, pues allí fuera la temperatura es como mínimo de -3 o -4 ºC. Él lleva casi quince años visitando este remoto lugar del planeta y adora la ciencia polar. « Que… ¿esperando el primer iceberg? –me dice–. El segundo de a bordo ha dicho que lo veremos de un momento a otro, lo ha detectado en el radar.» Dieter también lleva consigo la cámara fotográfica, a pesar de sus numerosos viajes al océano austral. Él está mucho más enamorado que yo de esta parte del planeta y ya hace tiempo que comprendió por qué vale la pena viajar hasta aquí.

Mis orejas empiezan a sentir el mordisco del frío. Con las prisas, no me he puesto el gorro y eso es algo imperdonable. Todavía nos queda un largo camino para llegar a la Antártida y el clima es ya muy duro. Nada que ver con lo que nos vamos a encontrar más adelante, pero sí un aviso formal de que aquí no se juega con las condiciones climáticas. El sol está próximo a ponerse y la luz es de un ocre intenso. La mágica atmósfera del atardecer empieza a hacer mella cuando por fin avistamos el témpano helado a babor. «No es muy grande —comenta Dieter—, pero es el primero. Nos da la bienvenida al continente olvidado. Olvidado por todos y sólo visible para unos cuantos. Siéntete privilegiado.» Tras tomar unas fotos en silencio, ambos entramos. Sí, soy un privilegiado, no tengáis la menor duda. Voy a visitar lugares donde nadie ha estado nunca, que ningún otro humano ha visto jamás. Lo hago como científico, para demostrar que el estudio de la ciencia en ese pedazo de tierra y hielo (o de hielo y tierra, para ser más exactos) sirve de algo. Debo explicarle al contribuyente que paga con sus impuestos a una tripulación de unas cincuenta personas (entre marineros, oficiales, cocineros, camareros, técnicos, pilotos…) y a otros tantos científicos por qué, con la que está cayendo, debemos continuar explorando el que quizá sea el último bastión virgen de la tierra, si exceptuamos el aún más olvidado fondo de los océanos.

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