Una vuelta al tercer mundo

Juan Pablo Meneses

Fragmento

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Hace unos años me ofrecieron viajar al espacio. Subirme a una nave, salir de la atmósfera y contar cómo se veía el mundo desde allá arriba. Al comienzo dije que sí, que claro, que me gustaba la idea, que iría, que estaba de acuerdo.

La invitación me había llegado de la revista colombiana SoHo, y el plan era publicar una columna mensual de los preparativos, de la planificación de la travesía, de mi acondicionamiento físico, de cómo se iba acercando el momento del vuelo hacia fuera del mundo, del traslado a Nuevo México, en Estados Unidos, donde se estaba construyendo el Spaceport America, el primer aeropuerto espacial. Una historia por entregas, de la que alcanzó a publicarse la primera columna, en diciembre de 2008, titulada «3, 2, 1, despegue».

En el 2008 hubo una fiebre por salir de la tierra. Un banco de Chile lanzó «Viaje al espacio», una campaña de créditos de consumo que sortearía entre los nuevos endeudados un vuelo a la ionosfera. Y en París, una azafata francesa de treinta y dos años, llamada Mathilde Epron, se ganó un inesperado viaje al espacio por comer chocolate: dentro del envoltorio venía impreso el código ganador.

Todos, el endeudado chileno, la azafata francesa y yo, haríamos nuestro viaje espacial en las naves del proyecto Virgin Galactic, la compañía de vuelos espaciales de Richard Branson y Paul Allen, cofundador de Microsoft. Pero no éramos los únicos. En la lista también había gente como Lady Gaga y Angelina Jolie. Cada día se sumaba un nuevo famoso: un tenista argentino, un futbolista sudamericano que triunfaba en Europa, una modelo alemana o un actor italiano.

Todos querían formar parte de ese futuro como el de Los Supersónicos. Diariamente, una nueva celebridad millonaria aparecía en la lista de espera del viaje espacial. La ionosfera prometía terminar convertida en un pasillo galáctico de estrellas de la farándula planetaria.

Esa fue la primera razón para rechazar el viaje. Irse un rato al espacio exterior de pronto se convertía en una travesía sin mayor importancia. A la frivolidad de quienes querían volar fuera de la tierra como parte de su estrellato, sumé mi propia frivolidad y elegí esa invitación —un vuelo fuera del planeta— como el primer viaje a rechazar en todos mis años de periodista portátil y de muchas invitaciones, que siempre aceptaba.

Y así abandoné el espacio.

Y entonces volví a la tierra.

Y comencé a planificar una aventura más simple y terrenal: una vuelta al Tercer Mundo.

No era nada nuevo. En 1872, cuando Julio Verne publicó por entregas La vuelta al mundo en 80 días, la obsesión de contar un viaje alrededor del globo se instaló para siempre entre nosotros. Ciencia ficción, que terminó entusiasmando a cronistas de viajes de esa época. Como a Nellie Bly, una guapa periodista estadounidense que nació en 1864 y que aún hoy se ve moderna en las fotos. Nellie, una de esas personas decididas a concretar sus sueños, hizo realidad el mismo viaje que Verne imaginó, y terminó publicando La vuelta al mundo en 72 días. Dar la vuelta al globo es más fácil ahora. Lo hacen parejas de luna de miel, equipos de fútbol en pretemporada, rockeros en gira de conciertos, y líneas aéreas que te arman una travesía global en quince minutos. El mundo al instante.

Una vuelta al Tercer Mundo no es uno de esos viajes. Esta vuelta al mundo duró mucho más que setenta y dos días, y más que setenta y dos meses, porque no ocurrió en una única travesía, aunque siempre fue parte del mismo y unitario plan: viajar el mundo por países, ciudades y temáticas tercermundistas. Y luego contarlo.

Parafraseando a Tabucchi, he viajado mucho y lo admito. Pero esta confesión, esta avergonzada disculpa frente a los lectores, va de la mano de una advertencia: la travesía que viene a continuación no tuvo mayor objetivo que el de intentar iluminar las zonas más oscuras de la aldea global.

En esta vuelta al mundo aparece un pueblo campesino de Brasil, un caserón perdido conocido por sus gemelos alemanes y experimentos genéticos, y donde se escondió uno de los altos oficiales nazis que logró escapar de Europa tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Y está el barrio de Buenos Aires donde vivió el primer Papa tercermundista, y la historia de varios presidentes latinoamericanos que viajaron al Vaticano para asistir a la asunción de un argentino como jefe de los católicos del mundo y así poder tomarse una foto con él.

Y se muestra la vida en Dakar, esa ciudad africana a la que un día le quitaron el rally más famoso del planeta para llevárselo, con nombre y todo, a otra parte del mundo, a una ciudad donde el deporte más importante no son los todoterrenos, sino una lucha que saca sangre y vuela dientes.

Y también hay disparos, porque siempre hay disparos en el Tercer Mundo. Esta vez los balazos saldrán de un fusil AK-47 en un campo de batalla de Vietnam, hoy reconvertido en un parque de diversiones para turistas de la guerra que llegan de todo el mundo.

Y hay un viaje al centro de la tierra en compañía de uno de los 33 mineros chilenos que fueron rescatados de la mina San José, y que ahora combaten el olvido de los medios haciendo recorridos turísticos por las ruinas del yacimiento que los hizo mundialmente famosos.

Y también están algunos jóvenes que se llaman Marcos, que nacieron en Chiapas, México, en la época del levantamiento zapatista y del Subcomandante Marcos, y que forman parte de lo que ha quedado de todo aquel intento revolucionario del pasamontañas.

Y aparece un recorrido por Kuala Lumpur, la ciudad futurista del Tercer Mundo, en la que habita un dealer digital y una niña que juega con un perro electrónico, y donde se va acumulando parte de toda esa basura tecnológica que genera todo el mundo y que siempre termina en basureros tercermundistas.

Y se pueden ver volar a las cholitas bolivianas, íconos de la cultura indígena latinoamericana, que todos los domingos luchan en un ring de boxeo. Están las buenas y las malas, que se pegan y estrangulan frente a turistas europeos que las vitorean durante los combates.

Y hay hambre y comida, o comida en el hambre. En este viaje se verá cómo son, cómo funcionan y quiénes van a los restaurantes más caros de Etiopía, una capital emblemática de la hambruna africana y mundial.

Y hay una historia de frontera —porque los problemas fronterizos no pueden estar fuera del Tercer Mundo— entre la India y Pakistán, donde se lleva a cabo la ceremonia más extraña y delirante entre dos países en eterno conflicto.

Y hay un viaje por el cabo de Hornos, a través de las aguas más peligrosas del planeta, a bordo de un buque escuela donde la mitad eran cadetes y oficiales ucranianos y la otra mitad turistas alemanes. Primer y Tercer Mundo juntos rumbo al fin de la tierra. Como siempre.

Una vuelta al Tercer Mundo es un recorrido alrededor del planeta por una ruta salvaje, la no oficial, persiguiendo a nuestro Moby Dick: el pensamiento global tercermundista. Una travesía por la trastienda de la globalización. Pero quisiera creer que también es la concreción de una idea de Julio Verne, esa de que todo lo que una persona puede imaginar, otra puede hacerlo realidad.

Los viajes turísticos al espacio, que estaban programados para el 2010, aún no se han podido realizar. Las aeronave

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